Al despertar de un sueño, lo primero que hacemos es reconocer el entorno y paulatinamente, a nosotros mismos. Es un mecanismo extraño, ajeno. No importa las veces que lo hayamos experimentado, emergemos de la bruma del sueño parciales, incompletos. El proceso que nos devuelve es incomprensible pero casual. Cotidiano.
Otras interrupciones ocurren en nuestra vida, otras pausas. Algunas son impuestas por el azar, otras por el destino. Las menos, por la voluntad. La distancia entre los dos sucesos, el anterior y el nuevo, es una entidad casi corpórea. La pausa es inaccesible pero no menos real que nosotros mismos. Una parte de su tejido es el tiempo, otro la memoria, otro el vacío.
Tengo una biblioteca mínima. Dos libreros, con diez repisas, quizá cien volúmenes. En sus lomos están todos los nombres y en su interior todos los días del pasado. Incluso entre las narraciones futuristas está el pasado: estrellas rojas y hombres del desierto. Entre todos estos libros está un dispositivo electrónico. En sus entrañas de plástico y de metales raros, podrían existir todos los libros que Borges soñara. Hay dos variaciones del mismo tema que ensayó el argentino: una biblioteca infinita, un libro infinito. Las dos versiones y sus consecuencias caben en esa tableta que pesa menos que el fragmento de arcilla que usaran los fenicios. Pero a los hombres, a algunos hombres, les gustan los objetos, y uno solo de ellos no basta para apaciguar la sed de aromas y texturas. En los lomos de los volúmenes rojos hay cierto aire de importancia, como de elegancia recuperada de las ciénegas. Hay otros lomos de carácter modesto, con más historia de la que el propio autor nos cuenta. Es extraño que de ciertas cosas infinitas no emane misterio, mientras que de un minúsculo encuadernado se respiren las calles de Inglaterra, la que no existió jamás salvo en las páginas de Verne, y que desde ellos nos ilumine la luz eterna de los cielos que Chéjov creo para nosotros.
León suspiró profundo y se talló los ojos con fuerza. Estaba exhausto de revisar documentos en la computadora y decidió hacer una pausa. Llevaba ya algunos meses trabajando en su tesis de maestría y, a estas alturas, avanzaba lento en su escritura. Su estómago le recordó, con un fuerte gruñido, que no había comido en un buen rato, y decidió hacer algo para remediarlo.
Se sentía agotado y tenía ánimos para prepararse algo con los pocos insumos que aún quedaban en su refrigerador. Pensó que lo más sencillo sería salir a la tienda de la esquina y comprar alguno de esos paquetes de comida preparada que sólo se meten en el horno de microondas y están listos para comerse.
Tomó su cartera y las llaves del departamento y, antes de partir, miró alrededor para revisar que no olvidara algo importante. Repasó además sus bolsillos, por si acaso. Luego de unos segundos de pensarlo, concluyó que tenía todo lo que necesitaba. Caminó hacia el elevador, pero no dejó de experimentar ese ligero dejo de angustia: mantenía la idea de que algo faltaba, incluso esa sensación que se experimenta cuando uno sueña que sale sin pantalones a la calle.
Decidió dejarle de dar importancia a esa idea. Al abrirse las puertas del elevador, se enfiló, seguro, hacia la salida del edificio. Cruzó el portón y comenzó a caminar hacia la tienda. Repasó mentalmente cuáles podrían ser las opciones de comida a elegir, para llegar con una decisión tomada y no perder tiempo. El hambre le recorría cada vez más fuerte.
Mientras se aproximaba a la tienda, se rascó la cabeza en forma instintiva y, luego, bajó la mano para acomodarse el cubrebocas. Aspiró profundo, abrió aún más los ojos y sintió un golpe seco en el abdomen ¡Eso era lo que había olvidado! Se sentía no sólo desnudo, sino transgresor y suicida.
Cambió, apresurado, el sentido de sus pasos y unos minutos después entró al edificio, mientras observaba alrededor para detectar si alguien lo había visto. Caminó hacia el elevador, aliviado por encontrar despejado el camino, pero justo antes de ingresar se encontró con uno de sus vecinos -un viejo refunfuñón con el que solía discutir en las reuniones vecinales-, quien lo había observado desde su ingreso al edificio.
No había forma de evadirlo. Saludó discretamente, ante la mirada inquisidora del anciano, e ingresó al elevador. De pronto, una ligera cosquilla comenzó a crecer en la nariz de León. Respiró fuerte para contenerla, pero ésta se expandió en forma inevitable hasta salir como estruendoso estornudo. Alcanzó a atajarlo con el antebrazo, como recomendaban los cánones. El viejo le dedicó una mirada de asco, y terror a la vez, y se alejó rápido, sin voltear.
León se sintió derrotado, aunque no sabía si era por ser descubierto sin el cubreboca, o como resultado de esa sensación de cansancio transitorio que queda luego de luchar contra la salida de un estornudo. Regresó a su departamento y ya no tuvo ganas de salir por alimentos. Era mejor cocinarse cualquier cosa. Deseaba que el haberse encontrado expuesto, ante aquel vetusto enemigo, no tuviera consecuencias negativas.
Esa noche durmió tranquilo, pese a todo, y despertó contento. Había descansado lo suficiente y estaba listo para retomar sus actividades, pero antes debía ir al supermercado, pues la noche anterior se había percatado que, con esa última cena improvisada, se habían terminado los víveres.
Lavó sus dientes y rostro, y se puso lo primero que encontró en el guardarropa. Ya se bañaría al regresar de las compras. Tomó lo necesario para ir al supermercado y salió con paso apresurado.
Ni bien había atravesado el pasillo que lo conducía al elevador, notó que tres de los vecinos se asomaron en cuanto él cerró su puerta. Todos le dedicaron miradas de furia, e inmediatamente después, cerraron con fuerza sus entradas. Una cuarta vecina se apresuró para alcanzar el elevador, una vez que León lo había abordado, pero al notar que era el muchacho quien le acompañaría en el viaje, dibujó una expresión de horror y se dio la media vuelta, para tomar las escaleras.
León comenzó a sentirse preocupado. Llego a la planta baja y caminó rumbo a la calle. Ni bien había avanzado unos metros, escuchó un atomizador activarse y luego esa lluvia de partículas alcoholizadas adhiriéndose a su piel y a sus ojos, que ahora estaban irritados y habían quedado momentáneamente inhabilitados para ver.
Luego de unos segundos recuperó la visión y alcanzó a observar al portero, que a una distancia prudente sostenía el aparato desinfectante y le decía que eran nuevas políticas de higiene del edificio, acordadas recién esa mañana. León no respondió nada y continuó su camino, ya algo molesto.
Al regresar del supermercado notó que algunos vecinos del frente del edificio se asomaban, vigilantes, y que en cuanto lo vieron llegar cerraron sus ventanas. Al entrar al edificio notó que no había nadie en los pasillos -lo cual era extraño de por sí- pero, además, observó que en la recepción había un letrero grande que decía: «condómino, si sospecha que está contagiado con el virus, no salga. Sea consciente y cuide a los demás». Algo definitivamente estaba mal en todo esto.
Llegó a su departamento y descubrió que en la puerta estaba pegado un trozo de papel que decía: ¡no salga, sea responsable! Seguramente esto había sido orquestado por el anciano maldito, que algún rumor habría esparcido. No tenía importancia, León no se metía con casi nadie del edificio y no dejaba que nadie interfiriera en su vida.
Siguió con su rutina durante la tarde, pero decidió salir a estirar las piernas al pasillo de su piso. Nuevamente notó puertas que se abrían al mismo tiempo que la suya y personas asomadas por pequeñas rendijas. Caminó a lo largo del pasillo, ahora desafiante, intentando que alguno de los vecinos saliera y le diera la cara. Sólo escuchó puertas cerrarse y, en su paso por alguno de los departamentos, a un vecino llamar al portero y decirle: está afuera.
Un minuto más tarde, notó el sonido de las puertas del elevador al abrirse, y vio salir al conserje para aproximarse un poco, a suficiente distancia de León. Le dijo que otro de los acuerdos de la reunión de la mañana era que no se podía permanecer en los pasillos, pues sólo se podía transitar por ellos para acceder a los elevadores y escaleras. Eran medidas necesarias para evitar posibles contagios, puntualizó.
León estaba preocupado ahora sí. Le parecía excesivo. Emitió un gruñido y regresó a su departamento, de mala gana. Se sentó de nuevo frente a su computadora, siguió tecleando hasta que el cansancio lo derrotó y se fue a dormir. No cenó, porque el suceso de la tarde le había cerrado el estómago.
Despertó a las ocho de la mañana y tomó una ducha. Se sentía un poco mejor, pero comenzaba a tener miedo. No le gustaba la idea de permanecer encerrado por completo en el departamento, y tampoco que se sospechara de su salud. Preparó un gran desayuno, porque no había comido desde la tarde anterior, y lo terminó con calma. Necesitaba pensar el paso siguiente.
Finalmente, luego de analizar lo sucedido con detenimiento, decidió que iba a hablar con el conserje, para solicitar una reunión con los condóminos en la que les informaría que él estaba sano. Era la mejor forma de encarar todo esto.
Recogió los platos del desayuno y los depositó en el fregadero. Se lavó las manos y salió para llevar a cabo su plan. Se enfiló hacia el elevador y se acomodó para esperarlo, pero observó que tenía un letrero que decía: no funciona. Le pareció extraño, pero decidió bajar por las escaleras.
También le sorprendió que en el siguiente piso no hubiera letrero, y que la luz indicadora de la apertura y cierre de puertas estuviera prendida. Mientras lo analizaba, se dirigió a las escaleras nuevamente y comenzó el descenso. Ni siquiera había avanzado tres escalones cuando sintió una marea que, desde arriba, inundaba todo su cuerpo ¡Alguien le había aventado una cubeta con agua!
La ira comenzó a bordársele en las entrañas. Esto como broma había ido demasiado lejos. Retiró el resto de humedad del cuerpo y, al bajar el brazo, observó que su camisa se había desteñido ¡Estos imbéciles me acaban de aventar agua con cloro! gritó con todas sus fuerzas, al tiempo que el enojo comenzaba a convertirse en pánico. Corrió escaleras arriba hasta su departamento, lo cerró con llave y se dio nuevamente un baño para retirar cualquier residuo clorado.
No reconocía ni sus pensamientos y su cuerpo temblaba sin control, envuelto aún en esa amalgama que había forjado entre la ira y el pánico. Salió de la ducha y se tendió sobre la cama, en posición fetal, mientras lloraba con fuerza. La gente había enloquecido con esta maldita pandemia, alcanzó a pensar entre sollozos.
El resto del día permaneció en su cuarto, casi en estado vegetativo. Sólo por la noche decidió acudir a la cocina, pero su hambre seguía en pausa de cualquier forma. Tomó una fruta al azar y apenas si la mordisqueó. Se tiró nuevamente sobre la cama, a terminar el día como fuera posible.
Estaba exhausto, pero no lograba conciliar el sueño. Una y otra vez tenía la sensación de aquel líquido quebrantando su cuerpo, y luego imaginaba que su piel se desprendía poco a poco, mientras sus músculos, articulaciones y huesos se diluían hasta formar un charco. Despertó en cuanto se percató de lo absurdo de esa idea. Estaba teniendo una pesadilla.
Volteó a ver al reloj de pared. Eran las cuatro de la mañana. Intentó dormir de nuevo, pero sólo consiguió hacerlo por espacios cortos, que eran interrumpidos por cualquier sonido que viniera de la calle.
Recién como a las siete y media de la mañana, más por cansancio que otro motivo, el sueño finalmente lo cobijó un par de horas. Despertó con una terrible punzada en la cabeza. Tomó agua y se recostó de nuevo. Una hora después, sin lograr dormir de nuevo, se sentó en la cama. No podía estar así por siempre.
Lo más sensato era salir a practicarse un examen y esperar los resultados para mostrárselos a todos ¡Eso iba a hacer! Se lavó la cara y los dientes, se cambió de ropa y se dirigió a la entrada. Tomó la perilla y la giró. Cuando se dispuso a avanzar, la puerta no se movió y él, que no dejó que avanzar, terminó chocando con aquel objeto.
Se sorprendió y lo intentó nuevamente. Obtuvo el mismo resultado, pero esta vez escuchó que la puerta avanzaba un poco, aunque topaba con alguna cosa al otro lado.
Empujó nuevamente con más fuerza, pero la puerta apenas se alcanzó a desplazar medio centímetro. Eso era suficiente para observar lo que había tras la entrada. Era un mueble que la tapaba por completo. Sintió nuevamente pánico y pensó que ahora sí iba a morir pronto, una vez que sus provisiones se terminaran, porque definitivamente no volvería a salir de ahí.
Ese día, de nueva cuenta, lo pasó casi inmóvil, pero ahora tirado en el suelo de su sala. No alcanzaba a comprender los motivos de un plan tan siniestro como éste. Decidió quedarse ahí, quieto, a esperar la muerte. Como había descansado poco, cerró los ojos, permaneció dormido buena parte del día y continuó así toda la noche.
A la mañana siguiente, ya descansado y con la mente más clara, decidió que no iba a morir de esa manera y que tenía que salir a practicarse una prueba. Si no podía hacerlo por la puerta, lo haría por la ventana. Se asomó y vio que como a un metro de la cornisa estaba una escalera de emergencia.
Tendría que avanzar un poco, sorteando el vacío que se asomaba a un costado, pero si lo hacía lento, y luego pegaba un pequeño brinco, podía alcanzar la escalera. Avanzó a pesar del vértigo que sufría en ese momento. Era más fuerte su deseo por terminar con esta mala experiencia.
Justo en la orilla, a punto de brincar, se resbaló un poco, pero alcanzó a estirar su brazo y a agarrar la escalera, aunque se dio un buen golpe contra ella y quedó sólo agarrado de esa mano. Rápidamente usó la otra para afianzarse y puso su pie izquierdo en el escalón más cercano. Luego de eso, bajó por completo y se dirigió al laboratorio más cercano. El cuerpo le dolía, pero la necesidad de llegar a su destino le servía un poco de anestesia.
Tras 45 minutos de espera, finalmente pudo realizarse la prueba y regresó a casa. Entró por la puerta principal, confiado, y dedicó una mirada de desprecio al portero, que lo observaba sorprendido. Subió por el elevador y, al llegar a su puerta, empujó la cómoda que impedía el paso a su hogar.
Ya adentro, se sintió más tranquilo y se dedicó al avance de su tesis durante los siguientes dos días. Había dejado de trabajar demasiado y tenía que recuperar el ritmo de escritura. Exactamente 55 horas después, recibió un correo electrónico con los resultados. Lo abrió nervioso y miró al final del informe: “resultado negativo al virus”. Soltó una risa nerviosa y respiró aliviado.
Después de eso, imprimió muchas copias del examen y las pegó en cuanto espacio común pudo. Quería gritarles a todos sus vecinos que ellos eran los verdaderos enfermos, pero se contuvo. Regresó al departamento y permaneció ahí el resto del día.
A la mañana siguiente decidió salir a comprar algo para desayunar, y de paso ver si había resultado bien su estrategia. Se encontró con algunos vecinos, y recibió lo mismo miradas de tímido arrepentimiento que de indiferencia, pero ninguna que mostrara empatía. Era como si la hoja de resultados estuviera escrita en otro idioma o que anunciara, con desgano, la noticia que estuvo en los diarios la semana anterior.
No le importaba ya. Aunque no pensaba hacerlo aún, terminaría por vender ese departamento e irse de ahí, sin importar que hubiera sido la única herencia que le dejó su padre. No quería saber nada de ese lugar. Compró la comida y regresó al edificio. En la entrada estaba nuevamente aquel anciano inmundo. Decidió no regalarle ni una pista de su enojo. Le dijo buenos días y siguió caminando.
El viejo le dedicó la mirada de desprecio acostumbrada y, antes de que entrara León al elevador, le lanzó un disparo de solución alcoholizada. El muchacho lo miró sorprendido y el señor le contestó burlón: ¡Por si acaso!
León soltó una carcajada, todavía molesto y cruzó la puerta. Pensó entonces que el mundo se había vuelto ininteligible desde la llegada del virus. O tal vez sólo se mostraba, al fin desnudo, tal cual había sido siempre.
Creo estar dormida. De repente, un extraño ruido, distante, va creciendo en intensidad dentro de mis oídos hasta que mi mente, aún difusa, identifica que aquel perturbador sonido pertenece al golpeteo de un martillo. Según parece, proviene de la ventana de uno de mis vecinos, aunque todo alrededor es todavía turbio.
Ni bien he pensado esto, un cuestionamiento, que ha comenzado a inquietarme, asalta mi cabeza: ¿Qué hora es? Abro rápido los ojos y recorro el horizonte visible para obtener una respuesta. La luz inunda mi cuarto, pero eso no representa pista alguna, pues mi departamento suele estar iluminado casi todo el día. Al menos sé que no es de noche, pero eso no es alentador porque puede significar que voy tarde para cualquier cosa.
Observo mi ropa, para ver si eso me da alguna pista de en qué momento estoy. Llevo puesta mi bata y mi pijama. Esto podría darme más información, pero inmediatamente recuerdo que, hace meses, desde el comienzo del confinamiento, suelo usar ropa de dormir durante el día.
De cualquier forma, el golpe de adrenalina que recién experimenté ha terminado de despertarme -ahora sí-, y entonces los recuerdos empiezan a acomodarse. Debí quedarme dormida después de que terminara la clase virtual de Daniel, mi hijo ¡Claro, ya lo recuerdo! Estaba agotada y, al concluir su sesión virtual, lo senté en el sillón de la sala a ver una película y me fui a dormir.
Estiro la mano hacia la cajonera de mi lado izquierdo y agarro mi despertador. Debí haber hecho esto desde el principio, pero todo era confuso. Son las dos de la tarde. Sólo dormí 30 minutos, pero sentí como si hubieran sido tres horas. Debo aprovechar el tiempo que le quede de película a Daniel para darme un baño rápido, cocinar y sentarme a preparar mi clase de las cuatro.
Soy traductora de oficio, y trabajo para una empresa transnacional de componentes electrónicos: realizo las traducciones simultáneas en inglés y francés de las reuniones semanales que sostienen entre las diferentes sedes; y también elaboro, reviso y ajusto las versiones escritas de diferentes documentos de trabajo que utilizan en forma cotidiana.
No obstante, desde que comenzó la pandemia, el flujo de tareas de la empresa disminuyó considerablemente -y mis ingresos también-, por lo que he tenido que ofrecer clases de ambos idiomas para tener el dinero suficiente para cubrir los gastos básicos de la casa.
Edmundo, el papá de Daniel, se fue de casa hace un año y medio y, desde entonces, sólo sabemos de él cada cinco o seis meses, cuando deposita en mi cuenta una cantidad tan ridículamente pequeña que ni siquiera recuerdo el monto, y acompaña el aviso de la transacción realizada con un mensaje en el que le manda saludos a su hijo -para que se los haga llegar yo, claro está-.
A pesar de estar solos, Daniel y yo nos habíamos organizado bastante bien para cumplir con las obligaciones laborales y de la escuela, y para tener un poco de tiempo de convivencia los fines de semana; pero desde que apareció este maldito virus, todo orden posible desapareció.
Desde entonces, mis días transcurren más o menos así: despierto a regañadientes a eso de las 10 de la mañana para darme un baño rápido y luego despertar a Daniel, que me hace el relevo en la regadera mientras le preparo algo para desayunar. Sus sesiones escolares virtuales ocurren de 12 a 2 de la tarde, -aún no sé por qué su maestra eligió ese horario-, y luego tiene que dedicar casi toda la tarde a resolver los ejercicios y tareas, que cada día son más complicados y extensos.
Mientras él toma clase, yo aprovecho para avanzar lo más posible en las traducciones del mes que, aunque ahora son menores, requieren tiempo y concentración; pero como todos mis vecinos están confinados en el edificio, el ruido puede llegar a ser insoportable y no logro avanzar mucho en ese lapso.
Al finalizar las sesiones de Daniel preparo la comida, mientras él limpia un poco nuestro departamento, que no es muy grande. Comemos, y de ahí, cada uno a sus rutinas: él a sufrir con las tareas y yo a preparar clases.
En los días buenos imparto hasta cuatro sesiones de una hora, por lo que termino entre 8 y 9 de la noche. Aunque esos días son desgastantes, son los que permiten que pueda obtener una parte importante del ingreso necesario para completar los gastos del mes. No todas las semanas son buenas, pero hasta ahora he podido lidiar con el pago de las cosas más importantes.
Al terminar la última clase, preparamos la cena y, después de alimentarse, mi hijo se va a la cama, ya exhausto, aunque pide que lo acompañe unos 10 minutos, en lo que concilia el sueño. Luego retomo ya con más velocidad y concentración las traducciones y, si me da la energía, avanzo un poco en la planeación de clase. Por lo regular son las 3 o 4 de la mañana cuando aterrizo finalmente en cama.
Muchas veces no tengo ni idea de la hora que es, pues dejé de usar reloj de mano debido a las medidas sanitarias, y ahora ya ni siquiera tiene pila. Lo que me salva es que tengo programadas más de diez alarmas en mi celular, para que me avisen de las cosas urgentes.
El tiempo se ha vuelto tan borroso en estos meses. Un día puede parecer tan similar al siguiente o ser completamente distinto, pero eso no depende de la secuencia de actividades, sino de qué tantos imprevistos aparecen, precisamente por no tener una noción clara de las horas y los minutos.
Hoy, luego de muchas semanas de actividad continua, decidí dormir una siesta porque ya no soporto más el cansancio, pero siento que el resto de mi día se volverá insoportable por haberme permitido este pequeño lujo.
Siento a mi cuerpo muy torpe y a mis pensamientos aún más. Tengo la impresión de estar todavía en el umbral de los sueños y, al mismo tiempo, de que el mundo avanza rápido mientras lo veo pasar ante mis ojos. Me ha tomado unos 15 minutos retomar el ritmo de lo cotidiano.
Termino de preparar la comida con aquello que voy encontrando de las sobras de otros días. Estoy muy inquieta, porque no logro recordar dónde dejé mis apuntes de clase. Le pregunto a Daniel, pero tampoco lo recuerda en ese momento, y además no me presta mucha atención, porque ya lidia con sus propias angustias al tener que resolver problemas de geometría.
Poco a poco mis ideas y movimientos regresan al ritmo normal, pero sigo sin encontrar mis papeles y ya sólo falta media hora para la clase. Engullo rápido y sin ver lo que llevo a la boca, porque mi mente sigue concentrada en la revisión de cada espacio de la casa para averiguar dónde se encuentran mis apuntes.
Finalmente, dos bocados antes de terminar, recuerdo dónde los dejé y voy hasta allá. Me olvido por completo de mi comida y reviso lo que tengo que exponer hoy. Quedan cinco minutos para comenzar la conexión. Mientras leo apresurada mis notas me pongo un saco que hoy combina perfecto con mi playera y mis pantalones de pijama.
Tengo previamente seleccionadas seis combinaciones de prendas que me permiten lucir profesional frente a la cámara -sin perder la comodidad de mi atuendo cotidiano-, y cada semana hago combinaciones distintas con ellas.
La angustia de no estar preparada me ha dejado un poco acelerada -y mis alumnos de la primera clase lo notan-, porque me detienen constantemente para repasar algunos conceptos que no han quedado claros. Puedo notar en sus rostros algo de molestia. Espero no decidan abandonar el curso.
Conforme avanza la tarde he ido recuperando ritmo, pero todavía me siento algo aturdida. Luego de un café entre clases y algunos ejercicios de respiración cierro la sesión de las ocho, ya en buena forma.
Regreso con Daniel, que hoy ha terminado antes sus pendientes, por lo que mira la televisión desde hace un rato. Le preparo de cenar mientras él alista su cama para dormir. Está agotado también y no tarda mucho en dormirse.
Retomo la traducción de un comunicado que enumera las medidas que adoptará la empresa para tener una ocupación presencial del 40 por ciento de trabajadores en sus sedes: Uso obligatorio de cubrebocas y mascarilla durante toda la jornada laboral, que no podrá ser mayor a 6 horas; distancia forzosa de dos metros entre cada estación de trabajo; pausas escalonadas de cinco minutos para que el personal reciba limpieza y desinfección por turnos: cada 60 minutos los empleados que tienen algún trato con proveedores o público, cada 90 aquellos que están obligados a moverse por diferentes módulos de trabajo y, finalmente, cada 120 minutos quienes están asignados a una tarea específica durante toda la jornada.
Como última, pero no menos importante disposición, todos los empleados deberán llevar su propia comida y consumirla en su puesto de trabajo. Al finalizar esto, deberán limpiar los recipientes con toallas sanitarias dispuestas en cada módulo y sus manos con gel desinfectante, provisto también para cada empleado. Todos los desechos deberán ser depositados en contenedores especiales.
Aunque traducir esto no es complicado, me detengo varias veces en el proceso porque no puedo dejar de pensar en cómo se le puede explicar a las personas, en el idioma que sea, que no volverán a sus rutinas acostumbradas, que estarán aisladas y monitoreadas a partir de ahora, como si fueran una máquina más. Imagino sus rostros intranquilos al leer este trozo de papel que ahora configuro en otras lenguas.
Me sorprende, además, la obsesiva exigencia de las instrucciones. Todo estará medido y calculado en forma precisa. Recuerdo entonces haber leído en un viejo texto de la universidad, en la clase de administración, que este modelo de trabajo ya existía hace mucho. Le llamaban Ford-taylorismo y basaba su éxito en esa cadencia ininterrumpida de movimientos alineados a una cadena de montaje.
Se supone que habíamos superado eso hace mucho, pero todo parece siempre retornar al mismo punto, tarde o temprano. Mientras pienso esto último, tengo la impresión de haberlo leído ya en alguna parte, pero no recuerdo dónde.
Imagino sus nuevas rutinas, prácticamente carcelarias, y las comparo con las mías. En realidad no hay gran diferencia. Yo soy esclava de la ambigüedad del tiempo tanto como ellos lo son de la higiene y la distancia.
Por un instante añoro esa vieja libertad que tenía hace algunos meses, antes de que comenzara todo esto, pero rápidamente cambio de parecer, pues acabo de recordar que en realidad sólo transitaba entre mis rutinas laborales y las domésticas.
Se me escapa una risa irónica. En realidad lo único diferente ahora es que estoy consciente de que nunca fui libre. Mi corazón se estruja al pensarlo ¡Quisiera mandar a la mierda todo! Inmediatamente después de pensarlo sonrío, con gesto irónico. De todos modos, no sé qué otra cosa podría hacer de mi vida, salvo esto, así es que abandono mis intenciones libertarias.
Entre ideas y tecleos, mis párpados comienzan a juntarse. Mi noción de lo real es cada vez más espesa y borrosa. Sin consultar el reloj, asumo que es muy tarde ya. En algún momento, que no identifico bien, dejo de estar despierta.
Todo vuelve a ser calma y silencio. Mi mente reposa al fin en las mansas aguas del sueño. Puedo sentirme cobijada dulcemente por mi respiración pausada.
Despierto de pronto, asustada, y en automático estoy casi de pie, a la orilla de mi cama. Mi respiración está agitada. He tenido un sueño en el que un terrible virus obligaba a la humanidad a mantenerse confinada durante semanas o meses. Era desesperante.
Soñé también que Daniel y yo éramos esclavos de la ausencia de tiempo y que nos convertíamos en autómatas ¿o no era un sueño? Me invade un calor expansivo en la boca del estómago. Volteo a verme y me descubro en pijama. Doy una mirada rápida alrededor y veo que ya es de día, pero no sé si eso sea suficiente información.
Volteo a ver el despertador. Son las siete de la mañana. Creo que sólo fue un engaño de mi mente, una broma pesada. Quiero dormir unos minutos más antes de comenzar la rutina que me llevará a la oficina. Cierro los ojos, aunque mantengo un poco el estado de alerta. Me sumerjo de nuevo en la somnolencia.
Despierto nuevamente agitada ¿cuánto tiempo ha pasado desde que cerré los ojos? Me duele la cabeza demasiado. La luz me invade la mirada, la desborda y engulle. No alcanzo a reconocer el sitio en el que estoy, ni la hora que es. Sólo alcanzo a percibir, entre penumbras, esa extraña sensación de estar dormida.
Mayu piensa con una rapidez que no deja de sorprender a sus colegas. A base de práctica, ha logrado convertirse en una máquina de procesamiento de información y de análisis preciso de escenarios de riesgo. Ha debido hacerlo así porque una mujer, en el mundo financiero, tiene que desarrollar habilidades extraordinarias para despuntar.
Está muy cerca de convertirse en socia senior de su compañía y no puede permitirse distracciones en la oficina que la desvíen de este propósito. Por ello, se ha ganado fama de antipática entre sus compañeros, pero, al mismo tiempo, es tan buena en su trabajo que todos han tenido que recurrir a su ayuda en algún momento.
No les desagrada, pues incluso la han invitado a salir después de la jornada -en varias ocasiones-, pero Mayu siempre rechaza las invitaciones con el argumento de que tiene pendientes por resolver.
Hoy, jueves, ha sido un día particularmente duro en el trabajo, y esta chica ha tenido que salvar la jornada en varias ocasiones. Mientras resuelve contingencias, Mayu ha estado fantaseando con llegar a casa y echarse en el sillón, con una cerveza en mano, para escuchar su respiración y distinguirla del silencio que desea como aderezo de esta apetitosa escena.
Luego, le encantaría poder tomar un baño y sentir que el agua le arranca la rutina del cuerpo y le permite percibir cada centímetro de su piel, hasta reconstruir un mapa exacto de sus huesos, músculos, folículos y articulaciones.
Tras la ducha, una taza de té y algún platillo delicioso que se prepararía especial y cuidadosamente para la ocasión y, después, retomar alguna lectura pendiente o tal vez mirar un poco de televisión, como pretexto para imaginar todos esos posibles futuros que considera inalcanzables, o para escuchar y abrazar un poco sus pensamientos, o simplemente para regresar al silencio y contemplarlo, con la parafernalia del show bussiness como música de fondo.
Después, imagina aterrizar en cama, rozar un poco aquellas sábanas que le cuidan el sueño cada noche, y jugar un poco a tocar tímidamente sus ingles y observar a la piel contraerse.
A partir de ahí, le gustaría sentir ese desborde lento, húmedo e inexorable que nace en sus entrañas hasta asomarse por la vulva; aproximar las yemas de los dedos para explorar esta bahía en que el oleaje amenaza ya con desbordársele; y emprender finalmente la minuciosa expedición -sin prisa-, hasta arribar a esa explosión fatídica que desarticule su espíritu del cuerpo por algunos instantes.
Le encantaría entonces dejarse caer durante algunos minutos –exhausta-, para abrazar los jadeos y sentir esa otra humedad, que desde su frente emprende rutas insospechadas y termina por colisionar en sus sábanas. De ahí, una vuelta rápida al baño para asearse un poco, y de regreso a la cama, rumbo al territorio onírico.
Hoy ha tenido esta fantasía tres veces. Regresa de la ensoñación cada vez más emocionada pero, al mismo tiempo, lo hace con la ineludible sensación de culpa de quien ha desperdiciado minutos valiosos para la resolución de problemas reales.
Por la noche, al salir de la oficina, Mayu vuelve a imaginar distintos escenarios de disfrute mientras va camino a casa. Luego de 35 minutos de viaje, finalmente estaciona el auto, sube las escaleras de su edificio y toma las llaves de su bolso para abrir la segunda puerta del pasillo de la izquierda.
Ni bien ha terminado de girar la perilla, Keimusho, su novio, aparece en la entrada y la recibe con un beso cálido, aunque prudente. Mayu recuerda de pronto que hace dos años ha decidido iniciar una vida con él, y que ahora comparten hogar. No siempre tiene activo ese recuerdo.
En particular hoy, tras las ensoñaciones, lo ha olvidado y, por eso, una sensación de desilusión visita su mente al verlo, aunque la reprime rápido. Ella estuvo convencida, en su momento, de tomar este paso y no debe dar marcha atrás, pese a la sensación de insatisfacción que ocasionalmente experimenta al compartir espacio con este sujeto.
Luego de superar esta breve duda, ha notado que Keimusho está vestido de forma elegante. Al menos más que de costumbre. Le dedica una mirada suspicaz, tras lo cual el muchacho sonríe y le devela el plan de esta noche: uno de sus colegas de trabajo le ha contado de un lugar nuevo, en el que se puede bailar y beber hasta tarde, y ha decidido que esta noche es una buena ocasión para explorarlo.
Mayu siente una pereza inmensa tan sólo de escuchar el plan, pero despide -con un dejo de tristeza- sus ensoñaciones de este día, para comenzar a vestirse para la ocasión. No quiere contrariar a Keimusho y piensa que tal vez sea bueno hacer algo diferente. Más bien, intenta convencerse de ello.
Durante una hora Mayu prácticamente no ha cruzado palabra con Keimusho. No ha hecho falta. Por un lado, el muchacho se ha dedicado a platicarle sobre su día, sin preguntarle nada sobre el de ella, y por otro, insiste en apresurarla mientras charla.
No es la primera vez que lo hace -y ella odia esa estresante rutina-, pero algo en su interior le impide poner un alto. A veces se siente culpable por no asumir de forma optimista la actitud de Keimusho; y otras, imagina que si detiene la actitud impetuosa y nefasta de su novio, le romperá el corazón y terminará por destruirlo. Desde pequeña ha fantaseado con la idea de que sus palabras destruyen.
Últimamente ha intentado algo nuevo para relajarse un poco ante este escenario. En cuanto Keimusho comienza a hablar, toma -al azar- cualquier palabra de su relato interminable, y a partir de ella comienza a imaginar una historia, de esas que le contaba su mamá cuando era niña, con grandes y arriesgadas aventuras y finales esperanzadores.
Se ha percatado que desde que comenzó con esta costumbre, el tiempo se consume más rápido y ella puede concentrarse en lo que esté haciendo en ese momento. En esta ocasión le ha funcionado de maravilla. Sólo 25 minutos después del aviso de Keimusho sobre el plan para esta noche, Mayu está lista, sobre el asiento del copiloto, resignada a acudir a una velada que apunta a ser insufrible.
Tras llegar al lugar, que no le ha dado buena espina desde la fachada, observa a Keimusho entrar triunfante y dirigirse hacia la mesa en la que les aguardan los compañeros del trabajo, que celebran con júbilo la llegada del muchacho pero, sobre todo, que llegue con su acompañante, que ahora luce como trofeo de una épica masculina inédita. Incluso, por un instante, Mayu sospecha que alguna apuesta está involucrada en tan efusiva celebración.
Keimusho se reúne con sus colegas, casi como en cofradía infantil, para repasar las anécdotas del día. Mayu se sienta del otro lado de la mesa, con las parejas de quienes protagonizan esta saga, que ya conoce bien por estas reuniones, pero con quienes difícilmente encuentra algún tema interesante de conversación.
Dos cosas juegan a su favor en esta ocasión: con el paso de las reuniones ha encontrado algunos asuntos superficiales de plática que le permiten consumir tiempo, pero además ahora ha llegado mientras una de ellas, aburrida por supuesto, ya se desarrolla, y no tiene más que saludar y sumarse –callada-, para cumplir con el requisito.
Las personas de este grupo charlan sobre el reciente boom de monedas virtuales, que de hecho es un tema que domina por sus tareas profesionales, aunque le parece un asunto sin sentido, creado por los financieros contemporáneos para engañar bobos.
Pese a que podría opinar algunas cosas, decide mejor escuchar las opiniones desinformadas y absurdas de quienes le acompañan. En el fondo, le gustaría que la plática girara en torno a temas más relevantes como el poco tiempo que dedicamos a una buena lectura, o lo mucho que consumimos cosas inútiles de forma cotidiana.
Cuando piensa en esos asuntos, Mayu siente que está rebelándose un poco de su vida secuencial y predecible. Siente que por unos instantes se retira la pesada máscara que lleva a diario y puede respirar hasta hinchar los pulmones. Siente, en suma, que esas conversaciones –que sostiene casi siempre sólo consigo misma- la aproximan a vivir.
De hecho, -reflexiona- cada vez más ha sentido la necesidad de brindarle espacio a esas ideas y anhelos. Cuando lo hace experimenta, por supuesto, una sensación de desprendimiento de la vida corriente, pero sobre todo, se siente transportada a un mundo distinto, como si por momentos asumiera otra nacionalidad, o mejor aún, como si se exiliara hacia un territorio nuevo y maravilloso.
Mientras repasa estas ideas, se da cuenta que la conversación ha dado un giro hacia la música que suena actualmente en las estaciones de radio –otro tema que le aburre demasiado-, y que además en el transcurso de la charla anterior nadie le ha pedido opinión.
Se le ocurre entonces, en forma traviesa, poner en marcha un experimento. Durante el presente tema, hará comentarios absurdos para ver las respuestas de sus acompañantes. Luego de la más reciente intervención alcanza a soltar algo así como: ¡en realidad Mozart es lo que los DJ están programando ahora con mucha fuerza!
La persona a su lado la ha volteado a ver con cierta curiosidad. En realidad pareciera más como si le preocupara no haber escuchado a ese Mozart que tan de moda está por estos días. Para disimularlo, le contesta a Mayu con un tímido: es cierto.
El resto le dedica una mirada de cuatro segundos a Mayu, mientras asienten fastidiados, en una clara actitud de ignorarla, y regresan a comentar la opinión de la persona previa. La chica se ha divertido mucho con este primer intento y decide continuarlo. Luego de unos cinco comentarios más, su grupo está completamente desconcertado por las intervenciones y han terminado por responder con ideas aún más absurdas.
A Mayu le resulta cada vez más difícil contener la risa, así es que ha decidido ir a la barra por un trago. De regreso, observa a Keimusho discutir acaloradamente con sus colegas, ya en franco estado de ebriedad. Tal vez es hora de anunciar la retirada, o el muchacho se pondrá inaguantable.
Se aproxima a su novio y lo retira un poco del grupo. Keimusho reacciona algo violento y le pide que no lo mueva de donde está, mientras jala el brazo en sentido contrario. Mayu se siente asustada, pues aunque el muchacho tiene un carácter fuerte, nunca lo ha visto reaccionar con tal ira.
Le pide que se tranquilice, mientras le explica que ya es tarde y que al día siguiente aún hay que ir a trabajar. Keimusho la observa con la mirada desbordada en cólera y comienza a reclamarle por asuntos intrascendentes, al menos desde la opinión de Mayu, que ahora está absolutamente desconcertada y comienza a voltear hacia la salida, para huir lo más rápido posible.
Uno de los colegas de Keimusho advierte la escena y avisa al resto, que acuden ahora al rescate de la muchacha. Luego de algunos forcejeos, convencen al borracho impertinente de que es momento de irse y lo tranquilizan. Mayu no quiere estar al lado de este tipo, y siente que algo en su interior está a punto de explotar con la misma fuerza que los reclamos que acaba de experimentar, pero decide guardar el enojo un rato y resolver –como de costumbre- el problema práctico.
Sube al auto a Keimusho, con la ayuda de sus colegas, y emprende la retirada. En el camino, las ideas fluyen libres por su mente. Algunas de ellas la invitan a retomar las ensoñaciones de esta tarde, para escapar un poco de esta prisión, mientras que otras alimentan en ella una naciente vocación de bomba que espera sólo una caricia del viento para emerger con fuerza.
Keimusho se ha quedado dormido en el camino, y eso le ha facilitado el traslado y le ha permitido acomodar un poco las emociones. Lo despierta con calma y lo guía hasta la cama. Una vez ahí, cierra la puerta de la recámara y se dirige al baño ubicado en la sala, para quitarse el atuendo, lavarse y prepararse para dormir. Al salir, se dirige al sillón mientras toma una frazada pequeña. No desea estar cerca del muchacho por ahora.
Al día siguiente, la comunicación entre ambos es apenas la elemental. Keimusho se siente culpable, pero no expresa su arrepentimiento. No obstante, esto no parece ser un problema para Mayu, que desde ese día ha estado ensoñando cada vez más.
Sobre el muchacho, experimenta una suerte de corto circuito: aunque intenta sentir alguna emoción, algo se ha quebrado desde el incidente y no se siente capaz de enojarse con él, pero tampoco de ilusionarse con la posibilidad de la reconciliación.
Él, por su parte, está convencido que en algún momento ella intentará retomar la plática y arreglar las cosas, como siempre lo ha hecho, y comienza a abandonar ese estado de culpa. Se siente cada vez más pleno y en control de las cosas.
Ha pasado una semana desde el incidente y Mayu está, de nuevo, enfocada en resolverle problemas a su empresa. Sus colegas nuevamente han hecho un intento por invitarla a salir, que en esta ocasión ha resultado exitoso. La chica ha pensado que es una buena excusa para no llegar a casa pronto y ha decidido finalmente aceptar.
Para iniciarla adecuadamente en esto de las salidas por un trago, le han elegido un bar muy acogedor, ubicado en un sótano, en el que acuden con frecuencia a escuchar música y charlar sobre los dramas de oficina. Aunque Mayu no se siente particularmente emocionada por el lugar, al menos es mejor que aquel en el que tuvo el incidente con Keimusho.
A diferencia de la semana anterior, los colegas de Mayu comienzan a preguntarle por sus gustos e historia. Una diferencia agradable y estimulante, piensa la chica. No les cuenta muchos detalles de su vida, pero sí los suficientes para que todos comenten cosas personales y ella pueda conocerles mejor.
Conforme avanza la velada, incluso se ha animado a cantar un par de canciones con el resto y a reír con los malos chistes de un par de compañeras que siempre amenizan las reuniones con esos relatos. Aunque no le gustaría repetir la experiencia cada semana, Mayu siente que ha valido la pena arriesgarse y que puede salir con este grupo de vez en cuando.
Se ha sentido muy relajada, pero sobre todo, libre, envuelta en un capullo de mismidad, que no había experimentado desde hacía mucho y que ahora está dispuesta a recuperar. De camino retorna a las ensoñaciones, pero en esta ocasión como un acto de resistencia consciente a la prisión en la que ha vivido durante los dos años anteriores.
Sube las escaleras mientras experimenta una emoción mezclada con angustia. Está con la mente y el corazón claros por primera vez en su vida y sabe muy bien lo que hay que hacer.
Entra al departamento y encuentra a Keimusho echado en el sillón, viendo una película. El muchacho la invita a sentarse, con una actitud de despreocupación, pero ella se niega y apaga el televisor. Antes de que él reclame, le dice que ya no quiere vivir con él ni estar en esa relación. No le da mayores detalles, pero le pide que se tome máximo una semana para encontrar otra vivienda y llevarse sus cosas.
Keimusho intenta reclamar de forma airada y agresiva, pero ella se retira de la sala de inmediato y cierra su recamara con seguro. El tipo está desconcertado y aguarda algunos minutos, inmóvil, hasta que comprende que no logrará nada ese día.
Esa noche, se va a dormir al departamento de un amigo y vuelve al día siguiente para insistir en la reconciliación, ahora en una actitud más conciliadora. Mayu mantiene su postura y le recuerda que tiene una semana para llevarse sus cosas. Al día siguiente, Keimusho insiste, ahora en tono suplicante, pero recibe una final negativa. El muchacho, resignado, se lleva sus cosas en el tiempo acordado.
Mayu ha recuperado su respiración ancha y plena. Siente que finalmente tiene todas las posibilidades del mundo ante ella, y no piensa desaprovecharlas. Ha estado investigando sobre lugares para vacacionar y ha encontrado una estupenda cabaña, entre las montañas, que ha decidido alquilar por dos semanas.
Luego de esto, hace el aviso en su empresa de que, por fin, tomará aquellas largas vacaciones que le deben desde hace cinco años y que deja todos los pendientes en orden y a personas que pueden hacerse cargo de ellos durante esta pausa. Aunque su jefe lo ha tomado con molestia, no puede negarle la solicitud, y le ha deseado un feliz descanso al final de la jornada. Al día siguiente, parte rumbo al anhelado destino. Está convencida que ahí encontrará esa burbuja libertaria que tanto ha ensoñado recientemente, pero sobre todo, está segura que la volverá parte permanente de su vida, la convertirá en ese espacio al cual regresar siempre que necesite reencontrarse.
La vida comienza, a diario, con el primer aliento de una taza de té. Desde adolescente, Kenzo descubrió su gusto por el Gyokuro, una infusión muy apreciada en su país natal, al que abandonó apenas terminó la universidad. Aunque otra nación lo recibió fraternalmente, siempre sintió nostalgia por el terruño. Por ese motivo, empezar sus días con un poco de Gyokuro era como sentir a Japón en las venas de nuevo, como tocar base.
Ahora trabajaba como programador en una empresa de gestión de contenidos digitales y, con el encierro decretado por el virus, se había convertido en uno de los primeros empleados confinados por la gerencia, pues su trabajo se podía desarrollar perfectamente desde casa.
Kenzo, en realidad, siempre estuvo preparado para este momento: anhelaba desde mucho antes poder pasar todo el día en aquel pequeño edén que había ensamblado en su departamento para trabajar.
Amaba poder estar en aquella silla ergonómica color azul con reposapiés y soporte lumbar, situada frente al escritorio de 79 centímetros de altura -como lo recomendaban los parámetros más actualizados en el tema-, sobre el cual se posaba su teclado con switches optomecánicos mejorados y un travel distance of the keyboard largo, para evitar lesiones por esfuerzo repetitivo; luego del cual se desplegaban, cual centinelas imponentes, dos monitores de 24 pulgadas, ángulo de visión de 178 grados y revestimiento antideslumbrante, que eran acompañados en forma tímida por su bocina inteligente, siempre preparada para reproducir, una y otra vez si era necesario, aquella lista musical tan ecléctica, que incluía lo mismo a rage against the machine o the cranberries que a moby, daft punk o the goo goo dolls.
Era un inmejorable oasis, tanto para los tiempos contingentes en los que vivía en ese momento, como para aquella época en que podía recorrer las calles libremente, aunque decidiera casi siempre no hacerlo.
Prefería estar en casa que en la oficina, porque ya no tenía que lidiar con aquellas distracciones indeseadas, como las de los colegas que se asomaban de repente para contarle chistes malos o para enseñarle fotos de sus hijos realizando las cosas más banales e insulsas.
Desde casa podía poner en práctica por fin aquella técnica del deep work de la que había estado leyendo, y que le planteaba la posibilidad de estar absolutamente concentrado en sus tareas: una suerte de posbudismo para la vida laboral que se había convertido en su anhelado nirvana desde antes del encierro.
Por esas razones, Kenzo no había sufrido ni un poquito el largo confinamiento. Si una palabra definía su vida, esa era jiyú, que podría traducirse como «libertad»: la necesaria para ser quien uno es, pero incluso para ser libre de sí mismo.
El arte de programar, y de hacerlo en aquel espacio tan perfecto, le daba la independencia suficiente para llevar su mente por territorios que la vida “real» y cotidiana jamás le permitiría. No había mayor autonomía que estar enfocado exclusivamente en ese presente simbólico que se le mostraba en pantalla y, al mismo tiempo, estar a una distancia prudente de sí, de sus demonios, de sus nostalgias. Era la mejor forma de pensar sin pensar.
Tenía el control absoluto de su tiempo y podía decidir, incluso, cuándo era el mejor momento para salir del hogar, para ir por provisiones o para cualquier otro asunto, aunque se le ocurrían pocos motivos para abandonar su departamento, salvo el de mantener un acervo suficiente de comida e insumos para la limpieza personal y de su espacio vital.
Su rutina comenzaba cada día con aquella taza de té verde. Luego, se preparaba un poco de arroz cocido con un trozo de salmón, porque era lo que podía cocinar más rápido. A veces, cuando sentía ganas de cambiar el menú, sustituía el pescado por una tortilla de huevo. Comía en 25 minutos. Luego, una ida rápida al baño y después se sentaba frente a la computadora.
Regularmente eran las ocho de la mañana cuando estaba listo para comenzar las labores. Aunque tomaba un receso corto cada noventa minutos, para realizar estiramientos, podían pasar muchas horas antes de que el estómago le advirtiera que era momento de hacer una pausa más larga. Entonces, dedicaba 35 minutos a su alimentación y retomaba la rutina. Era una versión mejorada por él, y ajustada a sus necesidades, de la famosa técnica del pomodoro que tan famosa se había hecho entre sus colegas.
Si bien estaba muy involucrado con su trabajo, se había prometido suspender su jornada, todos los días, a las nueve de la noche como máximo. A partir de ahí, iniciaba su proceso de preparación para dormir: cenaba ligero, por lo general un pan tostado con mantequilla y una última taza de té; luego, leía unas quince páginas de la novela que tuviera en turno; se ejercitaba durante diez minutos para relajar el cuerpo, con la práctica de algunos ejercicios de aikido; para luego tomar una ducha con agua tibia y, de ahí, a la cama.
Seguía esta secuencia de actividades, casi sin variaciones, durante seis días de la semana. Los domingos, al contrario, no realizaba ninguna tarea de oficina, pero era común que hiciera alguna lectura relacionada con su oficio -para mantenerse actualizado- que generalmente provenía de alguno de los seis diferentes boletines informativos a los que estaba suscrito, de acuerdo con los diferentes intereses creativos y profesionales en los que había catalogado sus gustos un par de años atrás. Por las tardes se daba espacio para ver alguna película que tuviera en su lista de pendientes.
Estaba convencido que la única vía para ser libre era la disciplina y, por ello, se sentía orgulloso de haberse adaptado rápido a este régimen de encierro establecido meses atrás. Entre más se parecieran sus días, mejor podía tener control sobre su libertad. Era como decía aquel personaje de esa serie koreana que había visto un tiempo atrás: “sólo quiero que en mi vida no pase nada”.
Hoy, Kenzo despertó algo fastidiado e inapetente, así es que, además del té, sólo recalentó un poco del arroz del día anterior y se sentó a trabajar. Le molestaba tener que variar la rutina por asuntos fútiles como su apetito o la falta de él. Tampoco sentía en ese momento mucha emoción por avanzar en el proyecto que tenía por delante, pero había que enviar pronto un adelanto. Hizo algunas respiraciones profundas y comenzó a teclear.
El tiempo empezó a desvanecerse conforme sus dedos dibujaban nuevos símbolos en la pantalla. Avanzó más rápido de lo que había calculado inicialmente, por lo que tomó la decisión de terminar la primera versión del proyecto al finalizar el día, aunque aún le quedara una semana para la fecha de entrega.
El mundo alrededor lucía más bien difuso, lejano, irreal. Todo lo que existía ahora era un montón de caracteres de colores sobre un fondo azulado. Ese era su amado espacio vital, delineado sobre un perfecto solarized dark y cuyas fronteras terminaban en aquel par de monitores, pero que podían extenderse por los confines del espacio digital.
Recuperó su calma habitual y su alegría. Ese era el territorio libertario que tanto le emocionaba y que ahora estaba ahí, abrazándolo y diciéndole al oído que el mundo podía esperar. En el fondo esa era su verdadera patria y, por ello, a pesar de las minucias de lo cotidiano, podía vivir en éste o en otro país, en la sala de estar o en el cubículo del corporativo: el hogar lo llevaba siempre a cuestas.
Eran las 2:45 de la tarde. Kenzo estaba en el punto más importante del proceso de codificación cuando alcanzó a percibir, distante, una voz que le resultaba familiar. Tardó algunos segundos en fijar la atención en aquel sonido, porque no estaba seguro de reconocerlo del todo, pero finalmente pudo percibir, nítido, aquel llamado que le hacía desear salir de su encierro para conectar con el mundo.
La voz se aproximó cada vez más hasta ser totalmente reconocible y avisarle a Kenzo que el objeto deseado se aproximaba: ¡eloooooteeees! gritaba la voz de un anciano. Aunque el muchacho basaba la mayor parte de su alimentación en la comida japonesa, este manjar lo había seducido irremediablemente desde su llegada al país, y era uno de los pocos motivos que podían hacer que abandonara su nación simbólica por algunos minutos.
La sola imagen de aquella mazorca embadurnada en crema y queso rallado, adornada con unos toques de limón y sal, le producía una cosquilla en las quijadas y una abundante secreción que se le desbordaba entre los labios. Como confirmación del antojo, de su abdomen nació un enérgico reclamo que le pedía ir en busca de aquella maravillosa vianda.
Conocía bien, por el sonido, la distancia a la que se encontraría el vendedor en ese momento y calculó que le daba suficiente tiempo para ir por su cubrebocas y bajar los tres pisos que lo separaban de la calle. Además, el señor de los elotes solía detenerse por algunos minutos en espera de que aparecieran los clientes.
Se paró de la mesa y fue directo a su recamara, donde creyó haber dejado el cubrebocas. Revisó en las cajoneras, a cada lado del colchón, pero no tuvo éxito. Se sorprendió un poco, pero pensó que tal vez lo habría dejado guardado en alguno de los anaqueles del armario. Todavía tenía tiempo suficiente para alcanzar al vendedor.
Exploró cada uno de los compartimentos en forma rápida y fue dejando la ropa en desorden, pero en el mismo sitio. Ninguna señal de aquel maldito trozo de tela. Su corazón comenzó a acelerarse. Buscó en la sección de zapatos, pues a lo mejor lo había tirado ahí mientras revolvía la ropa. Aún nada.
Pensó que podría haberlo dejado en el baño, pues al regresar de la última ocasión en que salió al supermercado tomó una ducha, aunque en realidad era improbable. Se paró en la entrada de esa habitación y la recorrió con la mirada, más bien a la expectativa de que el artefacto se asomara y le dijera ¡aquí estoy! Ningún objeto se movió de su lugar.
Kenzo sudaba ya, mientras pensaba que poco a poco se alejaba su posibilidad de degustar aquel delicioso elote. En un acto desesperado, corrió a la cocina y abrió las puertas de la alacena. Un conjunto de botellas con especias y enlatados resguardaban el lugar. Arriba de ellos, el papel de baño, algunos artículos de limpieza y las servilletas, inmóviles, parecían compadecerse de él. Ningún hallazgo todavía.
Su respiración comenzó a acelerar mientras abandonaba la cocina, porque escuchó la voz del anciano alejarse en forma lenta pero inexorable. Corrió hacia la sala y una silla se le atravesó en el camino. Dio un giro completo, que habría sido la envidia de cualquier gimnasta, y aterrizó en el sillón. Se compuso rápido y levantó los cojines, desesperado, pero ahí tampoco estaba el cubrebocas.
Se quedó inmóvil, por un instante, mientras repasaba en su mente si le faltaba algún sitio del departamento por revisar. La voz del elotero se percibía a una distancia cada vez mayor. Se dirigió al trinchador y abrió los cajones de los cubiertos y la vajilla. Un segundo después, soltó una risa irónica al confirmar su hipótesis de que era una estupidez que estuviera ahí.
Se sintió derrotado. Bajó los brazos y comenzó a sollozar. Era inaceptable haber perdido el cubrebocas. En ese momento un pensamiento lo invadió y se sintió horrorizado ¿Cómo iba a poder salir ahora? ¿Cómo haría para abastecerse? Imaginó entonces que, gradualmente, la muerte llegaría por él. Se visualizó tendido sobre el piso de la sala, deshidratado y hambriento, mientras los vestigios de su respiración se le escapaban del cuerpo.
Del pensamiento fatal pasó al enojo. Cayó en cuenta que, hasta hace algunos meses, él podía decidir si quería permanecer en casa o salir. No importaba que casi no hiciera uso de ese derecho, al menos tenía la posibilidad de elegir. También era libre para sentir el aire entrar directo en sus pulmones, sin esa muralla de tela que lo obligaba a administrar sus inhalaciones.
Cerró los puños y apretó la mandíbula. Parecía como si estuviera a punto de descargar su furia sobre algún objeto pero, en lugar de eso, liberó la tormenta que ya comenzaba a asomarse por sus ojos. Mientras fluía el llanto, se sentía decepcionado por haberse considerado libre hasta ahora. En verdad era un tonto. Su sensación de independencia era tan frágil que aquel pequeño dispositivo desaparecido le había truncado toda posibilidad de moverse más allá de la puerta de su casa.
Se reprendió de inmediato y cortó las lágrimas. Había sido demasiado permisivo con esto de comprar elotes y eso lo había distraído de su proyecto. Se sentó de nuevo frente a la computadora, mientras quitaba con las manos la humedad alojada en su rostro. Observó de vuelta la pantalla y sintió que la temperatura de su cuerpo se elevaba ahora, mientras una punzada aparecía en su cabeza.
Era incapaz de descifrar aquellos símbolos que hasta hace unos minutos eran su idioma favorito. Intentó enfocar un par de veces, pero seguía sin entender nada. Frotó sus ojos, pero eso no mejoró el resultado. Aproximó sus manos a la cabeza y tomó entre sus dedos aquellos cabellos lacios que no había cortado desde hacía mucho tiempo.
Talló con fuerza el cráneo, suspiró profundo y comenzó a resignarse. Bajó las manos lentamente hasta llegar al cuello. Ni bien habían aterrizado sus dedos ahí, registraron de inmediato esa sensación áspera de aquel retazo por el que había emprendido una búsqueda frenética: todo el tiempo había estado ahí, sobre su cuello, ocultándose en el sitio más visible.
Kenzo comenzó a reír. Más bien se le desbordó, durante un buen rato, una mezcla extraña entre carcajadas y sollozos. No podía parar de hacerlo y, al mismo tiempo, no quería. Era lo más cercano que había experimentado a la libertad en toda su vida.
Se dejó caer y rodó por el piso sin control, mientras transitaba por esta amalgama de emociones. No quería detenerse hasta estar seguro de haberse vaciado de sentido. Al fin, luego de un tiempo, paró, miró al techo y se levantó. Se sentía ligero. Miró por la ventana para cerciorarse que nadie lo había observado a la distancia. De inmediato, llamó su atención el arco iris que ahora se asomaba entre los edificios.
Observó las ventanas con mayor detenimiento y se percató que estaban húmedas también. Entendió que el cielo lo había acompañado en esta extraña catarsis y se sintió agradecido. Tomó el cubrebocas y lo subió hasta la nariz. Agarró las llaves y la cartera y se dirigió hacia la puerta. Había una ciudad entera por descubrir allá afuera.
El día arranca, violento, con los alaridos del despertador: entre sueños, alcanzo a ver que son las 6 de la mañana, mientras el aparato emite alertas intermitentes. Salvo por esta breve interrupción, la casa está completamente revestida de silencio. Mi familia duerme aún, pero yo debo comenzar el trajín matutino.
La alerta declarada ante la mortal enfermedad se mantiene sin fecha final próxima, igual que el encierro en el que se encuentra la mayoría de las personas. Pero yo pertenezco al grupo de los que han tenido que regresar a laborar desde hoy, pues la empresa en la que trabajo realiza actividades permitidas por el gobierno en esta fase.
Me baño en unos cuantos minutos -sin esperar a que caliente el agua-, para continuar con el vacío sonoro que mantiene el ambiente aletargado en casa, y me seco con igual rapidez, por la misma razón, pero también para ganar un poco de calor. Me enfundo en forma lenta pero precisa el uniforme del trabajo y me acomodo el cabello con los dedos.
Salgo hacia la cocina y tomo una pieza de pan dulce, que mastico en forma lenta pero sistemática, mientras caliento agua en un pocillo para mezclarla después con una cucharada de café soluble en una taza. El choque de ambos artefactos es el único sonido que puedo permitirme en estos momentos. Bebo el café con prisa, e inevitablemente me quemo la lengua un par de veces.
Enjuago ligeramente el tarro y me aproximo a la puerta. Tomo el cubrebocas y la careta que recién me han enviado de la empresa. Mientras salgo a la calle, voy sintiendo una creciente aglomeración en la panza. No sé si es el café con pan o la angustia. Es la primera vez que uso estos objetos sobre el rostro y también la primera en que estaré casi todo el día fuera de casa.
Apenas atravieso el umbral de mi guarida, puedo percibir, nítida, la muerte de aquel silencio doméstico: además de los sonidos que emiten algunos pájaros y los vehículos que pasan por la calle, mi espacio auditivo comienza a saturarse con una angustiosa melodía: es mi respiración encapsulada, que batalla para abrirse paso por los resquicios que deja el cubrebocas.
Ese sonido, que crece y decrece en forma constante, me produce desesperación y amenaza con enloquecerme durante los primeros metros de mi caminata pero, conforme avanzo, la sensación cambia y ahora ese balanceo continuo de mi respiración me va sedando progresivamente hasta convertirme en un autómata. Sin notarlo, ya he avanzado un par de calles bajo esta melodía infinita.
También tengo que enfrentar el asunto de la mascarilla, que por mucho que proteja el rostro, ha distorsionado por completo mi percepción de los espacios: ahora todo parece estar más próximo y, constantemente, tengo el temor de chocar con personas y objetos. Aunque parezca absurdo, es como si ese trozo de plástico tapara mis oídos por completo y pusiera en predicamento el balance de mis pisadas.
Además, mi respiración escapa de entre los huecos del cubrebocas y empaña la mascarilla. No sé si lo que me molesta más es que puedo escuchar, nítido, el sonido del vapor impregnarse sobre la superficie plástica, o que tengo que limpiarla cada tres segundos con un pañuelo.
Otra calamidad: el sonido hueco de mis pasos no me deja saber si en verdad alcanzan a tocar el suelo, por lo que tengo la fatídica sensación de que de un momento a otro terminaré por caerme. Para sumar un acorde más a esta fatídica canción, el resorte de la careta y el del cubrebocas aprietan de tal forma que continuamente me rasco la cabeza, y la quijada y el rasgar de mis uñas sobre la piel suena amplificado y se suma a esta acústica machacona.
Para describirlo en breve, me siento como si fuera una mezcla entre astronauta prisionero de la gravedad y automóvil sin parabrisas, en medio de una tormenta. Creo que prefiero mil veces el silencio de casa -pese a los infinitos esfuerzos que hago por mantenerlo mientras me alisto-, que este novedoso concierto que emana de mi cuerpo amurallado.
He avanzado apenas unas calles en los últimos cinco minutos. Parece que nunca fuera a llegar a la estación del subterráneo. Ahora debo atravesar el parque de la colonia que, a pesar del encierro, luce bastante transitado.
A los estridentes cantos de las aves se suman ahora las pisadas de los deportistas madrugadores que circulan sin detenerse; los chirridos de las ramas de la escoba del señor que limpia el parque; el aterrizaje de los escupitajos que los señores aventuran a la acera, sin la menor observancia a las reglas sanitarias; además de los tosidos pobremente atajados por el puño de un anciano que está sentado en una de las bancas cercanas. Esta jungla que recién descubro anticipa, con sus notas musicales, lo que vendrá cuando aborde el transporte público.
Voy a la mitad de mi recorrido por la arboleda cuando un tipo me ataja. Lleva cubrebocas también e intenta preguntarme algo, pero sólo puedo percibir algunos balbuceos que salen de su boca. Le hago una seña para indicarle que no alcanzo a escucharlo y, con mirada de fastidio, alza la voz para preguntarme si conozco la calle de Castaños.
Apenas logro escucharlo, pero comienzo a darle indicaciones, aunque él me detiene con su mano sobre mi hombro para indicarme que ahora es él quien no escucha nada. Una sensación de calor vaporoso sube desde mi estómago hasta la cabeza y, en un tono más alto y enfurecido, comienzo la explicación ante su mirada atenta.
Repite, en forma de pregunta, las últimas dos instrucciones, ya con los decibeles bastante subidos, y contesto en tono afirmativo y con mayor volumen de voz aún. Los habitantes transitorios del parque voltean a vernos, alarmados por los gritos con que nos hemos comunicado. Nos despedimos brevemente y continuamos nuestros caminos.
Justo en las lindes del parque hay un puesto de comida, atendido por una señora de edad avanzada, en el que aguarda una larga fila de personas que no cumplen con la distancia obligada entre ellos. Desde donde estoy, todavía alejado de la cola, se puede escuchar la melodía burbujeante del aceite hirviendo que les anticipa a los clientes un delicioso manjar. La señora utiliza el cubrebocas por debajo de la nariz y se lo quita constantemente para aproximarse a retirar los alimentos del proceso de fritura.
Mientras lo hace, puedo jurar que escucho las gotitas de saliva que abandonan su garganta y aterrizan en el aceite con un tímido blup por sonido final, para confundirse con la ebullición que ya ocurre en aquel cazo. Aunque el olor me seduce, haber imaginado esa escena (¿o sí la vi?), inhibe mi apetito.
Me enfilo a la siguiente calle, que es bastante estrecha, y comienzo el sangoloteo de mi cuerpo -a un ritmo que bien podría ser de mambo-, para esquivar transeúntes, aunque no siempre lo logro: a veces alcanzo a tocar –apenas- una mano por aquí o una pierna por allá. Me he percatado que mi respiración encapsulada sirve como percusión para este pegajoso y obligatorio ritmo que sigo ahora para poder avanzar.
Estoy cubierto de sudor, en parte gracias a la careta empañada, pero también a la tensión que siento en todo el cuerpo ante la posibilidad de exponerme al contagio y diseminar el virus entre mi familia. Conforme camino más, percibo las palpitaciones agitadas del resto, que también retumban en esta serenata mañanera que entonamos todos los caminantes.
Estoy a una calle de llegar a la estación y mi corazón late vigoroso como preludio sonoro de lo que está por ocurrir. Desde donde estoy, alcanzo a escuchar un coro que va subiendo de tono conforme avanzo. Es el bullicio jubiloso de las multitudes que me esperan en la entrada al transporte subterráneo, que ahora se asoma ante mí, imponente.
Sus rumores ensordecedores, que asemejan a cualquier estadio de futbol, me engullen ahora. Adentro me espera esa normalidad que jamás se detuvo, tan virulenta y rítmica. El verdadero concierto empieza ahora. Cierro los ojos, mientras avanzo, y me santiguo.
Desciendo por las escaleras de este novel averno y los sonidos se vuelven cada vez más nítidos: las conversaciones se registran a un volumen más alto que allá afuera, porque muchos de los residentes de la estación lucen orgullosamente desnudo el rostro, y otros simulan usar un cubrebocas que apenas si alcanza a cobijar sus barbillas.
Los rugidos furibundos de la multitud me van envolviendo mientras espero el tren. Imagino las millones de gotículas lanzadas venturosas al aire, en una suerte de marcha fúnebre aleatoria que comienza a asfixiarme con sus acordes infectos. Un sudor frío se abre camino entre mi rostro. Mi corazón comienza un súbito beat que acelera sin descanso dentro de mi pecho y que pronto alcanzará la velocidad de la luz.
Ginger Quinn camina con prisa y temor, como tantas veces desde que apareció el virus. Lleva en el rostro el acostumbrado trozo negro de tela que le cubre la mayor parte de las pecas, y que disimula la sonrisa agridulce con la que suele caminar en su trayecto al trabajo desde hace tanto tiempo.
Sus cabellos rojos, largos y ondulados, danzan al ritmo de sus pasos. Más bien, parecieran brincar, sin orden ni control, mientras enseñan la urgencia de esta muchacha que camina agitada y concentrada en sus pasos.
Todos los días recorre dos kilómetros para llegar a la estación de transporte subterráneo más cercana que, luego de 15 estaciones, finalmente la deja en su odiado trabajo como vendedora telefónica en una compañía de seguros.
Este singular rencor a tan chispeante ocupación ha crecido durante las últimas semanas, debido precisamente a la contingencia decretada ante la eminente llegada de la amenaza biológica, que tanto le aterra desde que fue anunciada. De hecho, la amenaza sanitaria no ha hecho más que refrendar la precaución que adoptó ante todo, como modo de vida, ni bien había salido de la adolescencia, para sobrevivir al mundo.
Sobre todo ahora, ella preferiría permanecer segura, en casa, a salvo de cualquier contagio, pero en las oficinas centrales han decidido que lo mejor es trabajar las jornadas completas, en tanto las autoridades no les pidan lo contrario, pues el pánico de la gente ha provocado un incremento en la demanda por seguros del 300 por ciento en los últimos dos meses.
Ginger odia esa absurda explicación, repetida por sus jefes cada lunes para «incentivar» a los empleados. -Como si nosotros recibiéramos algunas migajas de las ganancias que se está embolsando la compañía en estos meses- se repite la chica, en voz baja, después de escuchar el infame mantra.
De pronto se ha percatado que, por ir pensando en esto ha olvidado observar si, durante las últimas dos calles, alguna persona ha pasado muy cerca de ella, o si todos los transeúntes portan el cubrebocas o la careta obligatorias. Ha tomado como un reto personal esto de cazar infractores e insultarlos por arriesgar a los demás con sus imprudencias.
A unas cuantas calles de su destino inicial, finalmente se ha percatado que un muchacho avanza con el rostro desnudo, mientras sostiene una guitarra por un lado, y por el otro le acompañan un par de amigos que utilizan el cubrebocas como sostén de sus incipientes papadas.
No puede evitar sentir un calor que le invade la cabeza, mientras sus quijadas comienzan a ejercer una presión desbocada una contra la otra. Es demasiado descaro en una sola escena y ella está convencida de detenerlo.
Aún distante de los muchachos, pero con suficiente proximidad para ser escuchada, les grita una serie de insultos bien seleccionados para la ocasión, al tiempo que les pide que se cubran el rostro conforme a las reglas sanitarias.
Los muchachos parecen escuchar un poco de aquella perorata recitada por Ginger, pero no le prestan tanta atención. Contestan con algunas risas juguetonas y siguen su camino.
La chica decide avanzar más rápido y confrontarlos, pero el paso de aquellos infractores se ha acelerado tanto que, luego de unas tres calles, les ha perdido la pista por completo. Asume la derrota y regresa la atención a su caminata, pues ya sólo faltan tres calles para entrar a la estación y no puede desviarse de su itinerario si quiere llegar a tiempo.
Además, el ingreso a la estación del suburbano le ha parecido, en estas semanas, un asunto que demanda toda su atención, para mitigar la profunda angustia que le provoca.
Particularmente hoy, conforme se aproxima a la entrada, comienza a imaginar que está por adentrarse en el abismo, o peor aún, en las puertas del infierno. Casi en automático, ha empezado a sonar en su cabeza aquella vieja canción, highway to hell, que reproducía su tío cuando ella era adolescente. Amaba aquella versión cantada por Bon Scott, con esa sexy voz rasposita que le invitaba a vivir sin ataduras: living easy, living free, season ticket on a one way ride.
No obstante, todo lo que consigue su mente en este momento es reproducir aquella versión con la espantosa voz de Brian Johnson, como si un cortocircuito en su mente la obligara a vivir encadenada a ese tono chillón.
Intenta acallar la interpretación un par de veces pero es inútil. Ahora debe concentrarse en que su entrada a la estación sea lo más segura posible, y abandonar la ensoñación sobre esos destellos libertarios que tanto le fascinaban cuando era adolescente.
Decide ignorar el estribillo, pese a que se reproduce en bucle en su cabeza. Sin embargo, no puede dejar de pensar, en forma irónica, que tal vez esa vida desenfrenada de la que habla la canción es muy similar al festín infeccioso del que ahora serán partícipes los cientos de personas que, en este momento junto a ella, caminan escaleras abajo para abordar el tren.
Comienza a sofocarle el calor corporal acumulado de la gente que avanza sin pausa. Puede percibir perfectamente los cuerpos pegajosos e infestados, invadiéndola. La canción regresa a su mente: hey mama, look at me, I’m on my way to the promised land. Una profunda nausea amenaza con salirse de su cuerpo y salpicar a estos zombies que ahora danzan a su lado, en dirección al averno motorizado que está próximo a llegar.
Aborda el vagón y descubre un asiento vacío. Se apresura a ocuparlo y cierra los ojos. Prefiere no pensar en los antecedentes higiénicos de la persona que estuvo sentada antes que ella. Aspira y suspira profundo.
La tonadita en su cabeza al fin le ha dado una tregua. Entonces, comienza a ser consciente de su hartazgo de esta rutina esclavizante. De ambas, de la de acudir a su estúpido trabajo y de la labor de vigilar todos los rincones en busca del virus.
El sopor la adormece durante tres estaciones pero, repentinamente -en medio de esta pausa onírica-, ha tenido una revelación. La angustia por el “enemigo oculto” allá afuera es lo que la mantiene próxima a la asfixia. Debe intentar recuperar su vida con un último acto liberador, retornar a aquellos tiempos de música y desenfado de la adolescencia.
Como un susurro que atraviesa por su cabeza, le ha aparecido la idea de que tiene que explorar los alrededores, en busca del siguiente paso. De reojo observa que el tipo con la guitarra y sus prófugos amigos están en el mismo vagón ¿sería acaso todo lo ocurrido una profecía de su liberación?
Al tiempo que piensa en ello, también ha regresado a su mente una vieja imagen, de ella misma empuñando una guitarra hace algunos años, sentada al lado de su tío mientras él le enseñaba los acordes de aquella canción que hoy ha aderezado su trayecto. Seguro será fácil recordarlos.
Entonces, aquella loca idea que se anidó hace unos instantes en su mente termina de madurar. Aunque ella es muy tímida, necesita darle un giro a su vida y está dispuesta a romper con todas sus ataduras y dirigirse directo al infierno, para liberarse: Taking everything in my stride, don’t need reason, don’t need rhyme, ain’t nothing I would ratherdo…
Se levanta, sin algún signo de duda, y camina firme en dirección al músico. Toma su guitarra y, ante la mirada desconcertada del tipo y sus amigos -que esperan la reprimenda inevitable ahora que han sido descubiertos por su persecutora-, emite un pequeño guiño sugestivo que parece invitarlos a ser sus cómplices silenciosos en esta travesura que está por comenzar.
Ellos, enmudecidos, cambian la expresión de sus rostros a una que parece de curiosidad. -¿Qué estará pensando hacer esta pelirroja subversiva?- parecieran pensar, a decir del gesto que dibujan ahora.
Ginger avanza hasta la esquina más próxima del vagón. Se recarga un poco y enfunda la guitarra, dispuesta a dar paso a la insurrección. Con un primer rasgueo, anticipa a los viajantes lo que está por comenzar. Las miradas, todas, se posan sobre ella. La expectación se ve aderezada por una serie de arpegios que mantienen una tensa calma, a punto de fenecer.
De pronto, comienzan a florecer de la garganta de Ginger los primeros cantos, en un nítido registro de contralto. Por momentos, parecieran emular a una versión suburbana de Norah Jones, tal vez con algunos toques de entonación contestataria de Amy Winehouse. La gente no puede ya dejar de mirar a la chica. Algunos incluso han comenzado a mover la cabeza o las manos al ritmo de la canción.
La pelirroja se siente al fin en control de algo en su vida. Está extasiada. Decide entonces que es momento de llevar las cosas al límite. Si esta es su puerta de salida, habrá de tomarla con ímpetu.
Entonces, libera su canto para explorar los confines de su capacidad vocal. Ya en alguna ocasión alguien le había dicho de las posibilidades de llegar a niveles de soprano, pero había sido escéptica al respecto. Ahora sabe que es cierto y que puede hacerlo con soltura.
Con el cambio de voz, la gente parece haber encontrado una invitación a la disidencia absoluta. Algunos comienzan a brincar sin control, mientras otros interpretan la canción en forma desgarradora y potente. La mayoría se ha despojado de sus cubrebocas e invade el espacio vital del resto.
En el ambiente se respira euforia, sudor y viralidad. Nadie parece preocuparse ya. Ginger termina su interpretación en lo más alto, con un solo de guitarra que se despliega, emancipado, hasta desaparecer.
Ya no hay más música. La gente, aún excitada, repite algunas veces más el coro, hasta que se percatan que la interpretación de Ginger ha terminado. Comienzan a germinar los rostros de incertidumbre. Las voces se vuelven más bien rumorosas y entrecortadas. Todos, incluso la muchacha, esperan a que ocurra algo que indique el paso a seguir.
Uno de los pasajeros, que permanece oculto entre la masa, lanza de repente un feroz grito y los demás los siguen. La catarsis ha llegado a su punto máximo. Algunas de las personas ubicadas hasta atrás del vagón se mantienen solitarias, disfrutando aún de esta breve sensación de libertad, pero muchos comienzan a conversar entre sí.
Unos proponen realizar estos actos en el transporte público como medida de protesta. Otros más se aproximan a Ginger y le plantean comandar las acciones de resistencia, para que ahora incluyan las pintas en lugares públicos y la proclama de consignas a ciertas horas del día.
La chica sólo alcanza a sonreír, pero no responde. Esto parece no importarle al grupo, que ahora comienza a discutir entre sí la pertinencia de los actos propuestos. Ella se percata, en ese momento, que la siguiente es su estación y devuelve la guitarra. El dueño del instrumento lo recibe con gusto, pero apenas si le pone atención, porque se ha sumado, al igual que sus amigos, a una discusión sobre las posibles canciones contra el virus que habría que escribir ahora.
Ginger toma posición de salida en la puerta del vagón, junto con otras diez personas, que intentan no tocarse demasiado, aunque ello resulte inevitable. El tren llega a la estación y ella comienza a colocarse de vuelta el cubrebocas, algo apenada por haber incumplido con la norma sanitaria. Observa a las otras personas que la acompañan en esta peregrinación. Muchos también han devuelto a sus rostros el objeto de tela.
Regresa la mirada al frente. Una cosquilla le invade el cuerpo al caminar. Aunque las pisadas le pesan un poco, el resto de su cuerpo flota. Se siente infectada por una sensación de claridad mental y determinación.
La revolución que ella buscaba no estaba afuera, en esas conversaciones etéreas que pronto se volverán un recuerdo más en las mentes de aquellas personas que ahora deja tras el vagón, y entre las que ya comienzan a dibujarse algunos tosidos y carraspeos sospechosos.
Lo de ella es algo más: el comienzo de una búsqueda sin respuestas claras, pero que le resultará más útil que contestar un teléfono de 8 a 6. Está decidido. Arribará en dos minutos a la oficina de su jefe y le dirá que renuncia a partir de ese momento. Ahora tiene claro que ella sólo quiere vivir. Lo que venga con ello, será el pavimento de su propia ruta hacia el infierno.
Sólo percibo silencio. A la distancia, puedo sentir mi cuerpo inmóvil, flotando. Podría vivir eternamente en este estado de perfección. De pronto, un sonido infame interrumpe mi sueño. Giro la vista hacia la izquierda y observo que el despertador marca las siete y media.
Casi en automático, levanto mi cuerpo y lo dirijo, con un solo ojo abierto como almirante, hacia el baño. Bajo mis pantalones en busca de un poco de redención pero, de súbito, recuerdo que he olvidado lavarme las manos primero. Me reprendo un par de veces, mientras observo mi rostro turbio en el espejo. Aunque al día de hoy ejecuto la rutina de limpieza casi a la perfección, en ocasiones tengo algunos olvidos peligrosos.
Comienzo entonces el ritual al que más dedico tiempo en el día: Un chorrito de jabón en las manos, luego un poco de agua, después froto las palmas durante diez segundos, entonces cruzo los dedos y enjabono las uñas, posteriormente los pulgares, después el dorso de las manos, luego las muñecas, y enjuago.
Al tiempo que repito mentalmente la secuencia -que acompaño con alguna canción que me guste como fondo, para hacer más llevadera la limpieza- cuento el número de segundos que dedico a esta tarea, que nunca debe ser menor a 25, de acuerdo con todas las recomendaciones médicas.
Termino el lavado y me dirijo rápido hacia el inodoro, antes de que esta inminente explosión se me desborde fuera de la taza. Apenas termino, vuelvo al rezo de este nuevo credo sanitario que domina mis días. Justo después de eso, tomo un poco de crema para aminorar la ya notoria deshidratación en mis manos.
Mi esposa Alondra aún duerme tranquila -y lo hará durante veinte minutos más-, antes de que vuelva a sonar el despertador y tenga que entrar a la ducha, mientras yo despierto a nuestro hijo Diego, que debe estar listo a las nueve para comenzar su clase virtual.
Cuento con el tiempo suficiente para bañarme y tomar un café antes de que la velocidad de la jornada acelere sin control. Entro a la regadera y, cobijado por la tibia humedad, tallo tres veces todo mi cuerpo con jabón, para exfoliarlo lo suficiente y despojarlo de cualquier vestigio virulento que pudiera estar posado sobre mi piel, expectante y listo para invadirme.
Al final, termino adolorido pero con una sensación de tranquilidad que me durará un par de horas. Luego de esta inicial batalla contra la epidermis, me seco y me visto con el cambio de ropa que he dejado preparado la noche anterior. Salgo en silencio y camino despacio para no interrumpir el sueño de mi familia. Afortunadamente el encierro me ha librado de usar zapatos y mis sandalias son mucho menos ruidosas.
Entro a la cocina y preparo la diaria solución clorada que nos permite mantener limpios los diferentes objetos de uso cotidiano. El alcohol líquido, por su parte, está reservado para desinfectar nuestros cuerpos de forma rápida y precisa ante cualquier contacto sospechoso.
Al terminar de preparar el elixir distribuyo el líquido clorado sobre la cafetera, para limpiarla. Preparo mi primera taza y volteo al reloj. Tengo aún diez minutos. Bebo a sorbos pequeños mi pócima hasta terminarla, dos minutos antes de que suene la alarma. Lavo la taza con esmero y, al final, le aplico un poco de la solución, por si acaso.
El despertador comienza a vociferar de nueva cuenta y camino rápido hacia el cuarto de Diego. Me siento al pie de su cama y forcejeo con él durante algunos minutos. Finalmente se levanta y comienza a vestirse.
Camino de regreso a la cocina y, mientras coloco un par de panes en la tostadora, me dirijo al comedor para desinfectar la computadora portátil de Alondra, que es la que Diego usará durante las siguientes tres horas.
Al terminar, repaso en forma mental, durante unos cinco segundos, si he tocado alguna superficie potencialmente contaminada. Como no estoy seguro, mejor voy al baño a lavarme las manos. Llevo, además, el dispensador de alcohol para lavarlo también, porque no hay que escatimar en cuidados.
Regreso a la cocina y, mientras Alondra prepara huevos revueltos, unto mermelada en los panes, sirvo leche en tres vasos y los llevo al comedor, donde ya me espera Diego. Justo después de eso, saco mi computadora de su maletín y la limpio, porque tengo una reunión importante a las 9 y media con mis colegas del área de finanzas de la empresa.
Son las 8:40 y estamos los tres sentados, masticando en secuencia, como máquinas perfectamente alineadas en torno a una cadena de montaje. No cruzamos palabras para no perder el valioso tiempo que nos tomará asearnos de nueva cuenta, antes de comenzar nuestras rutinas.
Dos minutos antes de las nueve hemos terminado nuestros alimentos. Retiro los platos de la mesa en lo que Diego enciende el aparato e ingresa el usuario y contraseña de la plataforma escolar. Alondra los lava mientras aseo mis dientes y preparo, a la par, los documentos para la reunión.
Regreso a la cocina para secar y guardar los platos. No puedo dejar de extrañar a Marta, nuestra trabajadora doméstica, quien ha tenido que quedarse en su casa a cuidar a su marido, infectado con el virus. No hemos sabido nada de ambos en dos días y sólo esperamos que la enfermedad haya sido benévola con ellos.
Alondra termina de alistarse, para empezar a recibir las llamadas de los interesados en adquirir cubrebocas, que ha comenzado a vender desde hace unas semanas, luego de que el despacho de abogados en el que trabajaba la despidiera, antes de comenzar el encierro.
“Disminución necesaria de recursos”, le dijeron junto a una supuesta promesa de recontratación en algunos meses, cuando amainara la contingencia. Alondra, que es una mujer muy astuta, supo de inmediato que no volverían a llamarla y que tenía que reconvertirse profesionalmente para que pudiéramos mantener nuestro presupuesto.
Salgo de la cocina y veo a Diego, de reojo, con un gran gesto de angustia, mientras una voz, al otro lado de la pantalla, intenta explicarle a él, y otros 25 preadolescentes, un poco de geometría. Lo observo de forma más precisa y me invade rápido un rictus de horror: Diego juguetea sin control con su dedo en la nariz, con una vocación y perseverancia que bien le servirían para entender el tema de la clase de hoy.
Tomo un pañuelo desechable y jalo su mano hacia mí, con cuidado de no aparecer en el ángulo de la cámara. Diego me observa enojado e intenta zafarse. Limpio rápido cualquier vestigio de ese residuo pegajoso que haya quedado entre sus dedos y le aplico una dosis de solución sanitizante. Recibo de su parte algunos gestos que prefiero no descifrar, para no inquietar a la distancia, con tales improperios, a mi pobre madre.
Me voy al estudio y cierro la puerta para comenzar la reunión. Los de finanzas no parecen tener prisa por desahogar los puntos del orden del día. Yo comienzo a angustiarme porque, al terminar la reunión, tengo que redactar un par de oficios, y luego, aspirar y trapear la casa mientras Alondra comienza la planeación de la comida. Me preocupa pensar que los pisos de la casa estén sin limpiar desde anoche.
Mi mente regresa a la reunión y noto que me he perdido del segundo punto de la agenda. Según recuerdo, no era nada importante, pero ya debo concentrarme. Me acomodo en la silla y emito un pequeño tosido que acallo con la palma de la mano. Abro en exceso los ojos al darme cuenta de mi descuido. Debo lavarme las manos de inmediato.
Observo a los demás para ver si alguien podría descubrir mi ausencia, pero todos están concentrados en seguir al orador en turno. Corro al baño, sigo mi rutina de lavado y regreso al estudio. Respiro agitado, pero he logrado mi objetivo.
La junta ha durado casi tres horas. Me apresuro a terminar mis escritos pendientes y a enviarlos por correo. Regreso a la cocina por la aspiradora y veo a Diego en la misma postura de pesadumbre de hace un rato. Ahora están en clase de biología, revisando las partes de la célula y, si esto sigue igual, tendré que sentarme con él a repasar sus ejercicios y tareas en algún momento de la semana.
Luego de 50 minutos he logrado terminar de limpiar la casa, aunque me han interrumpido en innumerables ocasiones los del departamento de compras de la empresa, que no son capaces de retener una maldita idea de la sesión de la mañana.
Vacío el contenido de la bolsa de la aspiradora en otra de plástico y la dejo, momentáneamente, en la puerta de la entrada. Tomo mi cubrebocas y me pongo los zapatos para salir. Deposito la bolsa en el contenedor de la esquina de mi calle y regreso, apresurado.
De nuevo en casa, limpio con agua clorada la suela de mis zapatos, me lavo las manos, me aplico otra dosis de crema humectante y le pongo alcohol al cubrebocas. Ni bien he hecho esto, Alondra me dice que ha olvidado comprar un par de cosas para la comida de hoy, y que debo ir de inmediato por ellas para que esté a tiempo la comida.
Comienzo a montarme la pesada armadura que adopto para estas ocasiones, y que incluye, además del habitual cubrebocas, una careta, una sudadera y guantes de plástico.
Regreso a mi hogar, luego de 45 tortuosos minutos de tener que esquivar personas, de empacar lentamente mis productos gracias a estos estúpidos guantes que no facilitan las cosas, y de desinfectar el volante y el asiento de mi auto, tanto de ida como de regreso.
Mientras mi esposa lava los productos, yo me aplico la solución de alcohol en todo el cuerpo. No estoy seguro que esto sea suficiente, así es que mejor me doy otra ducha y deposito mi ropa sucia directamente en la lavadora.
Ya son las dos de la tarde y es momento de ver el noticiero, para estar al tanto de la actualización en el número de personas contagiadas y muertas. Desde hace dos semanas nos dicen que estamos por llegar al pico de contagios, pero todos los días registramos más infectados. Las cifras de hoy no son muy diferentes. Lo bueno es que todavía diez países están peor que nosotros.
El conductor ha invitado a un supuesto especialista que dice denunciar una campaña macabra de nuestro gobierno. Habla de un tal «Fucó» y utiliza unos términos que no entiendo. Recuerdo algunos que sonaban un poco chistosos: biopolítica (o algo así) y el gobierno de sí. Me parece un charlatán que sólo busca llamar la atención con palabritas rebuscadas.
Yo estoy agradecido de que el gobierno nos proteja hasta donde puede. Nosotros, como buenos ciudadanos, debemos seguir al pie de la letra sus indicaciones sobre higiene y protección, sin cuestionar nada. Si no nos cuidamos nosotros, nadie más lo hará.
Son las tres de la tarde y todo está listo para comer. Luego del lavado de manos de rigor, comenzamos a engullir con desesperación nuestras viandas. Comentamos algunas cosas sobre lo que ha ocurrido durante el día, pero se siente mucha tensión en el ambiente. Aunque nos hemos adaptado a las nuevas condiciones, seguir esta rutina cansa, y no sé cuánto más podamos hacerlo.
Por la tarde, para que Diego pueda hacer su tarea, debemos limpiar de nueva cuenta el estudio y pelear con él para que se lave las manos después de comer y antes de comenzar sus deberes.
Además de esto, entre la limpieza de los trastes y el reporte urgente que he tenido que terminar en una hora, se me escurre el tiempo. Para Alondra no es diferente, porque tiene que coordinarse con sus repartidores para que mañana hagan las entregas de los pedidos que ha recibido hoy.
Al final de la comida he logrado tomarme otro café para poder aguantar la jornada, y ya perdí la cuenta de las veces que me he lavado las manos. Algunas grietas ya comienzan a aparecer en ellas, a pesar de la crema.
Son las ocho, y mientras Diego se baña, preparamos la cena. Al terminar de comer, en tanto él se asea para dormir, me acomodo en su cama para contarle un cuento. Son las nueve y cuarto, y finalmente ha quedado profundamente dormido.
Lo observo cariñosamente, así, inerte y con su respiración pausada. Apenas puedo creer lo valiente que ha sido al soportar este cambio radical en su rutina. Antes de apagar la luz de su cuarto, y todavía conmovido por observarlo ahí, exhausto, le aplico dos disparos del aspersor que contiene alcohol. Tose un poco y se acomoda en la cama, sin despertarse. Ni hablar, ninguna medida es exagerada.
En la sala me espera Alondra con un vaso de vino que, a estas alturas, es muy necesario. Total, si ya tenemos el cuerpo lleno de alcohol ¡por qué no también las entrañas!
Vemos la película que se nos atraviesa primero en la tele y, al terminar, tras un par de copitas, nos ponemos alegres y juguetones. No hemos cogido en dos semanas, así es que ésta es una buena oportunidad de ponernos al corriente.
Luego de un rato de mutua exploración, y cuando estamos a punto de empezar la parte interesante, ella me interrumpe con una mirada que conozco bien. Cada uno corre rápido a su baño para darse una ducha. En unos cuantos minutos estamos en la cama, de vuelta donde nos habíamos quedado.
El cansancio ha hecho mella en los dos y sólo aguantamos unos 15 minutos, pero han valido la pena. Antes de dormir, como ya se ha vuelto costumbre después del sexo, tomamos otro baño rápido.
Luego de pocos minutos, ella se queda dormida y yo, que no he podido derrotar al insomnio en estos meses, me voy un rato a la sala. Me siento y comienzo a cambiar sin orden ni propósito el canal que aparece en el televisor. Casi no he puesto atención, porque sigo con esa sensación de vacío en el estómago que me acompaña en todo momento. Siento como si mis días fueran más complicados y estresantes que antes de que este maldito virus nos confinara.
Llego a la conclusión de que no resolveré nada por el momento, y que es hora de dormir, porque mañana será un día más ocupado aún. Me acuesto resignado y cierro los ojos. Comienzo a entrar poco a poco en un trance profundo. He dejado de sentir mi cuerpo al fin.
De repente, una idea atraviesa mi cuerpo, lo estremece como si un cuchillo muy afilado lo atravesara. Mi mente se enciende de nueva cuenta. Abro los ojos, horrorizado ante la idea que ahora domina mis pensamientos: ¡Mierda, olvidé lavarme las manos antes de entrar a la cama!
Con el encierro forzado, los víveres se consumen mucho más rápido. No sé si sea la angustia de sentir que moriremos lentamente en este confinamiento, o la de saber que al final no moriremos. Recién anoche me percaté que era hora de comprar algunas provisiones para las siguientes dos semanas.
Ahora adquirir insumos se ha vuelto un asunto sumamente complicado: hay que preparar la cocina con anticipación para recibir más tarde todo y desinfectarlo, usar ropa que cubra el cuerpo lo suficiente para la excursión, dejar listo el cambio de ropa en el baño para llegar directo a la regadera, tener a la mano la solución clorada para los zapatos, ponerse los incómodos guantes que me harán sudar y que evitarán a toda costa que pueda tomar cualquier objeto con precisión, pero sobre todo, ajustarme al rostro ese incómodo trozo de tela que hace mi respiración más densa, que aprieta demasiado mi nariz y que ha comenzado a lacerar mis orejas.
Desde la salida de mi casa, camino rápido y con la vista puesta al frente hasta llegar a la tienda, apenas a tres calles, por fortuna. Recibo, en la entrada, una dosis de gel antibacterial para estas manos que, aunque ya cubiertas, tocarán las más sospechosas superficies.
Todo es muy accidentado a partir de este momento. Un empleado se me atraviesa. Por un momento pienso que va a chocar conmigo y que tendré que estar confinado, bajo sospecha de contagio, pero el tipo resulta hábil y me esquiva rápido, al tiempo que me dispara líquido de solución alcoholizada sobre el manubrio del carrito contenedor.
Observo a las personas alrededor mío y percibo esa pesada angustia que sé que compartimos todos. Aunque no puedo ver por completo los rostros, sus expresiones son elocuentes hasta en lo mínimo. Cualquier sobresalto o preocupación se les nota en la mirada.
Ya en la sección de verduras observo a una chica de mirada luminosa que estudia y elige cuidadosamente unos mangos ¡Todo en ella es hermoso! Sus ojos almendrados -que ahora diseccionan con paciencia la fruta- y que exudan pasión; su figura voluptuosa, disimulada un poco tras un atuendo deportivo ligeramente ajustado, pero sobre todo la cabellera ondulada que le cae hasta los hombros y que danza vigorosa con su contoneo.
Tomo cualquier objeto, para disimular mi contemplación, pero luego me quedo inmóvil, seguramente sedado por sus movimientos. Algo la hace cambiar su foco de atención. Levanta la cabeza y rastrea esa sensación extraña que ha detectado en el ambiente.
Se topa de pronto con mis ojos y dibuja un gesto de satisfacción ante su búsqueda. Intento desviar la mirada pero me es imposible. Ella tampoco se mueve. Nos observamos fijamente algunos segundos y, detrás del inmenso cubrebocas, se esboza lo que parece ser una sonrisa. Rompe el contacto visual y sigue su camino. Yo regreso a mi lista de compras, excitado y con el corazón batiente.
Ha sido estupendo, y muy necesario, tener este brevísimo encuentro con la chica. Recorro disimuladamente las frutas, elijo mientras observo a los alrededores para ver si ella sigue cerca. Ha desaparecido, me decepciono. Esta contingencia no es buena para el amor.
Regreso a mi contenedor y veo en su interior un pequeño trozo de papel. Lo tomo con sumo cuidado, lo desenvuelvo: «hola, soy Alika. Mi número. Llámame», para luego desplegar aquellos diez gloriosos dígitos que representan mi más cercana posibilidad de relacionarme con alguien desde que comenzó el encierro. Una partícula de esperanza en medio de esta zozobra prolongada.
Mi cuerpo se estremece sin remedio. Me entra una prisa loca por enviarle un mensaje. Hora y media después, apenas llego a casa, alcanzo a quitarme los zapatos y depositar mis compras en la cocina. Saco rápido mi celular y el trozo de papel. Escribo en mi libreta de contactos: Alika Supermercado (la urgencia es una eficaz asesina de la creatividad) e inmediatamente le envío un mensaje: «Hola, me llamo Antoine. Nos vimos hace un rato en el supermercado y no he podido dejar de pensar en ti. Quiero verte».
Inmediatamente después, comienzo a sentir una culpa inmensa por haber roto algunas de las normas sanitarias, gracias a este impulso absurdo de contactar a la chica. Embadurno mi aparato con gel antibacterial y me meto a bañar en espera de recibir una contestación igual de abrupta que la mía. Cinco minutos después salgo de la regadera y me visto apresurado, con la esperanza de ver ya la respuesta de Alika.
Me asomo al celular y siento un poco de decepción, porque no he recibido notificación alguna. Asumo, para consolarme, que ella aún estará de camino a casa. Decido comenzar el arduo proceso de lavado de los productos que he adquirido.
De nuevo me topo con la longitud flexible del tiempo, madre de esta desesperación que se ha vuelto común en estas semanas. Resignado a terminar la rutina de limpieza incluso olvido, por algunos minutos, revisar mi teléfono. Estoy a dos zanahorias de terminar y volteo por curiosidad a la pantalla, para descubrir que tengo al fin un mensaje de esta mujer.
Hago una pausa para revisar el texto. El estómago se me cierra y el corazón reclama airado: «Tampoco he dejado de pensar en ti. Te propongo vernos en cuatro días, en un sitio que conozco donde venden café para llevar. Te mando la dirección mañana. Ahí decidimos si vamos a tu departamento o al mío».
Me falta el aire, me mareo e intuyo una sonrisa imborrable en mi cara y unas ganas de gritar que casi no puedo contener. Es lo más emocionante que me ha ocurrido en mucho tiempo. Aunque cuatro días de espera parecen demasiado, sabré aguantar. Le contestó que estoy de acuerdo y comenzamos un intercambio de mensajes solo interrumpido en las madrugadas, para descansar un poco, y durante algunas horas del día, para atender asuntos laborales urgentes.
Platicamos de nuestros gustos, de nuestra experiencia en el encierro. Sostenemos algunas charlas eróticas, no obstante hemos convenido que no nos enviaremos fotos de nuestros rostros descubiertos ni haremos videollamadas, para sostener el misterio. Nos descubriremos por completo hasta estar frente a frente.
También hemos llegado al acuerdo de hacernos una prueba rápida de detección del virus y mostrarla al comenzar nuestro encuentro. Aunque parezca exagerado, ambos sabemos que no podemos correr el más mínimo riesgo en estos tiempos.
Al fin llega el día pactado. Dos horas antes tomo un baño, y estoy listo y ansioso en la puerta de mi departamento. En cuanto llega el tiempo prudente para partir saco mis mejores guantes (de plástico reforzado) y el cubrebocas más caro, que justo conseguí en días pasados. Añado a mi atuendo, por último, una careta que he adquirido especialmente para la ocasión. También esto forma parte de lo acordado con Alika, al menos para llevar durante el tiempo que estaremos en la calle.
Llego al sitio acordado cinco minutos antes. Las manos me sudan, no sólo por el plástico de los guantes, sino porque estoy completamente nervioso. Trato de inhalar y exhalar tranquilo, pero el cubrebocas no deja entrar mucho oxígeno. Afortunadamente Alika no tarda, también se anticipa a la hora acordada.
Nos saludamos, a la distancia, y nos miramos fijamente a los ojos, nítidos, a pesar de las caretas. Pagamos un par de cafés y, mientras nos los entregan, nos mostramos aquellos trozos de papel con los anhelados “negativo” de nuestras pruebas virales. Luego de compartir este alivio por haber minimizado el riesgo, comenzamos con una charla casual sobre las vicisitudes experimentadas de camino al sitio. Con los cafés en la mano, luego de algunos cálculos, acordamos ir a su casa, a menos de dos kilómetros.
Caminamos lento, pero con la distancia prudente entre nosotros y siempre al compás de esa danza contemporánea que resulta de esquivar transeúntes para evitar cualquier contacto. En el trayecto nos vamos contando hasta qué punto hemos estado aislados, salvoconducto para lo explícito, una nueva manera de seducirnos uno al otro, y ambos sonreímos complacidos.
Llegamos a su edificio. Dos pisos arriba, en la frontera de su departamento, nos quitamos los zapatos y los depositamos en un cajón a la entrada. Ella toma un atomizador y rocía sobre mi cuerpo un poco de alcohol. Yo repito la misma acción sobre el suyo y suelto la botella, que abraza al suelo, estrepitosa.
Entiende la señal y bajamos nuestros cubrebocas. Sus labios gruesos lucen deliciosos y listos para ser recorridos por los míos. Son incluso más apetitosos que lo que había imaginado ese día en el supermercado. Aproximo mi rostro al de ella, lentamente, mientras cierra los ojos, en espera de que nuestras bocas se fundan. Junto mis párpados también y respiro agitado, mientras imagino con prisa ese primer contacto húmedo.
Un estruendo interrumpe nuestro acoplamiento. Hemos olvidado quitarnos las caretas, que ahora han chocado irremediablemente. Nos reímos un poco del suceso y las tiramos al suelo. Al fin puedo sentir su aliento tibio en medio del oleaje que recorre las bocas.
Desabotono su camisa y mordisqueo sus hombros, mientras observo cómo se estremece despacito. Beso metódicamente esa parte de su cuerpo durante algunos minutos, y me voy acostumbrando poco a poco a este sabor amargo y alcohólico que ha dejado el atomizador en su piel. De pronto me detengo. La observo angustiado y reconozco mi sensación en sus pupilas. Aunque la misma idea pasa por nuestras cabezas, ninguno se atreve a decirla.
Finalmente tomo la iniciativa y le propongo que tomemos un baño, juntos. A lo mejor esto sirve para encender el encuentro. Ella acepta gustosa, va por un par de toallas. La duda de si alguna partícula del virus pudiera estar alojada en sus hombros me tiene un poco preocupado. Le pregunto si tiene enjuague bucal con alcohol y me responde afirmativamente. Creo que con eso bastará.
Entramos al baño y nos desnudamos rápido, pero jugueteando un poco. Su piel marrón es la mejor estampa para adornar este cuerpo de proporciones perfectas. Ella nota con agrado el júbilo meridional con el que recibo su desnudez. Extiende su mano y me invita a entrar con ella a la regadera. La sigo, me detiene. Me susurra que, por recomendación sanitaria, ella siempre se enjabona cada parte de su cuerpo durante, al menos, 30 segundos. Después de decirme eso con un tono serio, sonríe en forma seductora y me propone que ambos limpiemos el cuerpo del otro.
Reconozco que no ha sido muy excitante la tarea de contar los segundos que tardo en enjabonar cada parte, pero al menos he podido tocarla por completo. Justo al final de la rutina tomo un poco de agua en la palma de mi mano y lavo su vulva, mientras mis dedos recorren libres este nuevo territorio. Hemos recuperado la intensidad del encuentro. Mientras toco algunos acordes sobre su sexo, ella los acompaña con agudas notas que han hecho trabajar bastante a sus cuerdas vocales.
Tomamos las toallas y nos secamos rápido. Al fin tenemos vía franca para el amor. Nos besamos, mientras avanzamos en forma atropellada hacia su cuarto. Aterrizamos en su cama y me abandono en esta nueva misión de reconocer y conquistar cada pliegue de su anatomía. Mientras nos recorremos en esta feroz lucha, no dejo de pensar en la posibilidad de que el virus esté alojado ahí, observante de la escena, burlándose de nosotros, que hemos creído esquivar su presencia.
Pero algo diferente me ocurre ahora. Me excita la posibilidad de pensar que esta piel virulenta ha comenzado a infectarme sin remedio. Ya lo puedo notar ahora: la temperatura de mi cuerpo ha subido a niveles insospechados y casi no me permite pensar con claridad.
Estoy atado sin remedio al ardor de Alika, que también es mío. Todas mis articulaciones y huesos duelen sin remedio ahora que hemos adoptado este cadencioso vaivén. Mi garganta, la de ella también, probablemente, duelen de tanto gemir. Luego de llegar al límite de nuestra presión arterial, nos desplomamos a la par. Hemos alcanzado la inmunidad de rebaño. Quedamos exhaustos y nos miramos, sin palabras de por medio, durante un buen rato.
Estamos a punto de abrazarnos pero, de nueva cuenta, nos detenemos. Todavía sin hablar, entendemos cuál es el siguiente paso. Nos paramos de la cama y nos dirigimos a la ducha. En esta ocasión, la limpieza ha corrido a cargo de cada uno y hemos sido expeditos. Regresamos a la cama y comenzamos a charlar. Tengo unas ganas incontrolables de abrazarla y puedo asegurar que ella también, pero ambos mantenemos el protocolo de distanciamiento, tanto como nuestras ganas nos lo han permitido. Desliza su mano a unos centímetros de la mía y juntamos las yemas de los dedos. Aunque no la puedo tener tan cerca, la siento muy próxima. Alika me encanta, aunque no pueda controlar del todo esta culpa que siento por haber roto el cerco. Respiro profundo y sigo contagiándome de su mirada.