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Siempre quise, con esa lucidez que sólo da la inmadurez, pasar una temporada en el infierno. Era joven, muy joven. Tenía más libros en el cerebro de los que ahora tengo en mi computadora; y creía con firmeza en los autores malditos. No concebía el talento en la medianía, toda joya debía estar en el pantano, entre cadáveres disolviéndose suavemente, sin prisa, como madurando una nueva fragancia.

En aquella época yo escribía poesía, una poca cantidad de textos seleccionados, pulidos y olvidados más tarde. Eran días sin vino y sin rosas, de ensoñación futura, de desesperanza romántica y pantalones desajustados. Eran la juventud y el vacío.

Decidí que un día, con sencillez, debía encerrarme en un cuarto de hotel sin más provisiones que una botella de licor, papel y lápiz suficiente (las computadoras portátiles eran ciencia ficción). Y escribir sin parar, escribirlo todo, vaciar las ideas, los demonios, las visiones. Agotar cada vaso hasta dejar el mundo cristalino.

Ahora, mucho tiempo más tarde, comparto lo cotidiano con una mesa vacía, una computadora de escritorio y series de televisión. El internet me apresa como un grillete reluciente, soberbio. En la calle los niños patean balones y sus madres lavan escuchando esa música que detesto. Caen las noches una tras otra, capas de ceniza sobre una alfombra enmohecida.

Trato de decir que nunca lo hice. Sigo teniendo muchos libros en la cabeza y ya no creo en los autores malditos, no. Ahora mi fe se encuentra en los libros, no en los hombres. Libros diabólicos escritos por jóvenes de 19 años, libros sádicos escritos por maestras de escuela primaria, libros eróticos escritos por conserjes y dependientes de bar, y muchos libros escritos por los impolutos editores de Joaquín Mortiz.