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Ante la perspectiva de estar aburrido durante una hora y media, opté por solicitar un libro cualquiera para matar el tiempo. Me ofrecieron Caín, de Saramago, y Los Miserables, de Hugo. Me decidí por el segundo y el tremendo peso de un volumen de 1100 páginas contrastó con mi reciente costumbre de literatura «ligera». Había olvidado por un momento a los extensos ejemplares del siglo XIX.
El tiempo se agotó como un vaso de limonada en un día de verano. Yo estaba en la página 26 del libro, habiendo recorrido aquellas páginas que hace mucho tiempo leí, páginas que se habían borrado de mi memoria. Ignoro si sea el redescubrimiento feliz de una gracia elemental, pero encontré un autor profundo, sabio, enriquecedor. Un eficaz retratista de los tipos y las situaciones humanas. Una lectura magnífica.
Me conmovió una imagen: un sencillo sacerdote que hace un voto personal de pobreza. No un voto solemne, sino simplemente una conducta alejada del parnaso, de los candelabros, de las cortes. Un sacerdote que ante su vida de entrega y trabajo cotidiano, se queda solo y alejado del mundo. Del mundo superficial, no sé si me entienden. Y Hugo agrega: ningún aspirante, ningún seminarista se acerca a este personaje, pues nadie espera tener en él un padrino para el ascenso cortesano.
Siempre termino volviendo a los clásicos. Bueno. ¿Quién no?