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Vi que apretaba entre las manos un libro. Le pregunté qué era.
-Los poseídos o, según creo, Los demonios
de Fyodor Dostoievski -me replicó no sin vanidad.
-Se me ha desdibujado. ¿Que tal es?

J.L. Borges, El otro

Hace poco menos de un año, le obsequié Sinuhé, el egipcio. Del libro conservaba la impresión de un destierro y de un médico de  los faraones. Es un libro lejano, contaminada su memoria por El etrusco, y disuelta su imagen por diez años al menos de su lectura. En especial, no sabía si era un libro triste o un libro feliz. Le pregunté el final. «Es un final triste».

Algunos datos extra me dió sobre la obra. Recordaba yo las trepanaciones, pero no las intrigas palaciegas. Olvidé la referencia a Moisés, al posible nacimiento regio, al incomprendido faraón del sol, constructor de la ciudad que yo creí era Heliópolis.

Entiendo que de los libros conservamos poco más que su inexacta memoria: una frase, un personaje, un espíritu resplandeciente. Me pregunto qué ha quedado de tantos libros. Del péndulo, la nostalgia de lo que no fue; de La insoportable levedad del ser, tan sólo, una paloma entre las manos.