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Hubo una época en que me gustaba escribir poesía. Nunca fue muy buena, pero aun guardo las hojas de cuaderno donde escribí retazos de ilusiones y sufrimientos. Hubo una tiempo, muy lejano (y cualquier lector que quiera saber de él deberá remitirse al post inicial de Atanor), en que escribía hasta 3 poemas diarios. Las ideas abundaban y la escritura era aparentemente sencilla de llevar a cabo: sólo se trataba de buscar palabras que rimaran en conjuntos de cuatro líneas no muy largas. A ritmo de rima fácil fui capaz de escribir libros enteros para las musas de mi adolescencia.

Luego de un poco más de un año de seguir esta cómoda fórmula, algún amigo nos contó sobre el verso libre y la idea nos convenció a varios (me parece que el autor de la sugerencia fue el otro co-bloguero de Atanor). A partir de entonces mi estilo y ritmo de escritura cambiaron irremediablemente. Escribir se volvió menos simple, pero más gratificante. Dejé de decir cosas que rimaran para decir cosas que quería decir… y eso toma más tiempo que lo que se suele pensar, así es que ahora escribía uno o dos poemas por semana.

Acabo de encontrarme una carpeta con algunos textos de mi pasado (no aquellos donde usaba la rima fácil, debo advertir) y quiero compartirlos con ustedes y platicarles un poco, a través de mis textos, de algunos trozos de mi vida. 

Las primeras cosas realmente dichas.

Hubo una época en la que conocí a una muchacha que, después de un tiempo, se convirtió en mi primer amor. Como muchos inicios en la vida, éste fue accidentado y breve. Luego de unos cuantos días de relación, sobrevino el final. Dediqué a su recuerdo una cantidad abundante de textos que aun reflejaban esa fase de la que hablaba al principio: aunque ya sin rima, escribía sin poder expresar lo que realmente quería.

Un tiempo después llegó la tan anhelada segunda oportunidad y con ella una chica menudita que decidió quedarse más tiempo en mi vida. Su predecible partida, además del luto riguroso y la melancolía que exije el caso, me regaló mi primer trozo de piedra filosofal: al fin un texto donde podía plasmar lo que realmente quería decir.

CONFESIÓN

Me atreví a

acusarte

de exilio,

de eyaculación

precoz y después

prolongada sequía.

Te llamé cobarde,

facilitadora de

desvelos,

prisionera de burbujas…

Tras el suicidio

de las palabras

sobrevino la obviedad:

tus ojos eran

sólo Espejo

dibujándome.

Le dediqué, además, un largo tratado autoterapéutico en el que todos mis yo se confesaban ante ella. Ahora sólo recuerdo el final, que creo es lo más rescatable de aquellas casi cuatro cuartillas.

Al amanecer,

entre la ciudad

somnolienta

y las calles

en ausencia de

siluetas

acudimos a su

funeral,

y en su lápida

derramamos palabras,

«De ella fueron

mis pupilas,

mis labios,

mis primeros

balbuceos

a las seis

de la mañana

y mi leche tibia

antes de dormir,

mi hambruna y

exceso,

mi comparsa

y antítesis,

mi penitenciaría

y hoy que yace

aquí,

sin vida,

se lleva consigo

esta dictadura»,

El tiempo

se desliza ante nosotros,

transparente,

súbito e incorruptible…

es hora de partir.

Existió también una mujer que apareció de la nada, en tiempo y forma, para rescatarme y recordarme de las cosas simples de la vida. Fue, sin duda, una de esas bocanadas de aire fresco a mitad del verano.

ASI DE SIMPLE

¿Y si te dijera

que esta noche,

-más allá de besos

y piel-

me llevo a casa

el recuerdo de

tu cuerpo

dorrmido,

tu cansancio

acumulado

que me abraza

y tu pequeña

mirada

despertando

un instante

para desearme

buenas noches?