Es un mal cuento haber crecido leyendo sobre las estepas rusas, sobre los largos inviernos que se extienden como un manto impoluto, y ver a tu alrededor el desierto que va rondando como una hiena la región donde habitas. El sol se levanta temprano. Límpido, redondo y puro. Es calor y es luz, es el renacimiento del mundo y una hoguera. Las ventanas de delgadas cortinas se encienden, los colores se avivan y parece que resurge el poder de un dios antiguo. La noche, con su oscuridad y su aire tímido se han olvidado. Quizá todo fue un sueño, la imaginación de un duende bajo una gruta profunda. En el mundo real no hay más que luz, un viento ardiente y un solitario árbol abajo, al final de la calle.

Escribo en el sótano de una oficina, con un rayo de sol cayendo sobre el piso. El clima artificial del lugar, con su aire frío y seco, me provocan un súbito cambio de aliento al entrar, tras haber caminado cincuenta metros hasta la tienda más cercana. A mi lado, tengo una botella de agua saborizada, también fría. Afuera, más de 30 grados centígrados, un sol atroz que aplasta a los hombres, las sombras deben ser los residuos que vamos dejando, una materia secundaria que gotea de los cuerpos sólidos por tanta luz.