La vida comienza a diario con el primer aliento de una taza de té. Desde adolescente, Kenzo descubrió su gusto por el Gyokuro, una infusión muy apreciada en su país natal, al que abandonó apenas terminó la universidad. Otra nación lo recibió fraternalmente, aunque siempre sintió nostalgia por el terruño. Por ello, empezar sus días con un poco de Gyokuro era como sentir a Japón en las venas de nuevo, como tocar base.

Ahora, trabajaba como programador en una empresa de gestión de contenidos digitales en esta nación lejana y, con el encierro decretado por el virus, se había convertido en uno de los primeros confinados por la gerencia, pues su trabajo se podía desarrollar perfectamente desde casa.

Con todo, Kenzo no había sufrido ni un poquito el confinamiento. Si una palabra definía su vida, esa era jiyú, que en la traducción más cercana podría definirse como «libertad», como la libertad de ser quien uno es, pero incluso ser libre de sí mismo.

El oficio de programador le daba la libertad de llevar su mente por territorios que la vida «real» jamás le permitiría. No había mayor autonomía que esa. Al mismo tiempo, esa actividad lo alejaba de sí, de sus demonios, de sus nostalgias. Era la mejor forma de pensar sin pensar.

Por esa razón le daba igual estar en casa que en la oficina. Aunque ahora tenía la ventaja de poder decidir cuándo era el mejor momento para ir por provisiones, que era una de las pocas razones que le invitaban a salir del hogar.

Comenzaba su rutina cada día con aquella taza de té verde. Luego, se preparaba un poco de arroz cocido con un trozo de salmón, porque era lo que le resultaba más rápido de cocinar. A veces, cuando sentía ganas de cambiar el menú, sustituía el pescado por una tortilla de huevo. Comía en 25 minutos; luego una ida rápida al baño y después se sentaba frente a la computadora.

Regularmente eran las 8 de la mañana cuando estaba listo para comenzar las labores. Aunque tomaba un receso corto cada noventa minutos, para realizar estiramientos, podían pasar muchas horas antes de que el estómago le advirtiera que era momento de hacer una pausa más larga. Entonces, dedicaba 35 minutos a su alimentación y retomaba la rutina.

Si bien estaba muy involucrado con su trabajo, se prometió suspender su jornada, todos los días, a las nueve de la noche como máximo. A partir de ahí, iniciaba su proceso de preparación para dormir: cenaba ligero, por lo general un pan tostado con mantequilla y una última taza de té. Luego, leía unas quince páginas de la novela que tuviera en turno, se ejercitaba durante diez minutos para relajar el cuerpo, tomaba una ducha con agua tibia y a la cama.

Seguía, casi sin variaciones, esta secuencia de actividades durante seis días de la semana. Los domingos, al contrario, no realizaba ninguna tarea de oficina, pero era común que hiciera alguna lectura relacionada con su oficio, para mantenerse actualizado y, por las tardes, se daba espacio para ver alguna película que tuviera en su lista de pendientes.

Estaba convencido que la única vía para ser libre era la disciplina y, por ello, se sentía orgulloso de haberse adaptado rápido a este régimen de encierro establecido meses atrás. Entre más se parecieran sus días, mejor podía tener control sobre su libertad.

Hoy Kenzo despertó algo fastidiado e inapetente, así es que, además del té, sólo recalentó un poco del arroz del día anterior y se sentó a trabajar. Le molestaba tener que variar la rutina por futilidades como su apetito. Tampoco sentía en ese momento mucha emoción por avanzar en el proyecto que tenía por delante, pero había que enviar pronto un adelanto. Hizo veinte respiraciones profundas y comenzó a teclear.

El tiempo empezó a desvanecerse conforme sus dedos dibujaban nuevos símbolos en la pantalla. Avanzó más rápido de lo que se había programado, por lo que, como meta, se decidió a terminar la primera versión del proyecto al finalizar el día, aunque aún le quedara una semana para la fecha de entrega. El mundo alrededor lucía más bien difuso, lejano, irreal. Todo lo que existía ahora era un montón de códigos sobre un fondo negro.

Recupero su calma habitual y su alegría. Ese era el territorio libertario que tanto le emocionaba, y que ahora estaba ahí, abrazándolo y diciéndole al oído que el mundo podía esperar. En el fondo era su verdadera patria y, por esa razón, podía estar en éste o en otro país, en la sala de estar o en el cubículo del corporativo. El hogar lo llevaba siempre a cuestas.

Eran las 2:45 de la tarde. Kenzo estaba en el punto más importante del proceso de codificación cuando alcanzó a percibir, distante, una voz que le resultaba familiar. Tardó algunos segundos en fijar la atención en aquel sonido, porque no estaba seguro de reconocerlo del todo, pero finalmente pudo percibir, nítido, aquel llamado que le hacía desear salir de su encierro para conectar con el mundo.

La voz se aproximó cada vez más hasta ser totalmente reconocible y avisarle a Kenzo que el objeto deseado se aproximaba: ¡eloooooteeees! gritaba la voz de un anciano. Aunque el muchacho basaba casi toda su alimentación en la comida japonesa, este manjar lo había seducido irremediablemente desde su llegada al país.

La sola imagen de aquella mazorca embadurnada en crema y queso rallado, adornada con unos toques de limón y sal, le producía una cosquilla en las quijadas y luego aquella secreción que se le desbordaba entre los labios. Para terminar de confirmar el antojo, de su abdomen nació un enérgico reclamo que le pedía ir en busca de aquella maravillosa vianda.

Conocía bien, por el sonido, la distancia a la que se encontraría el vendedor en este momento y calculó que le daba suficiente tiempo para ir por su cubrebocas y bajar los tres pisos que lo separaban de la calle. Además, el señor de los elotes solía detenerse por algunos minutos en espera de que aparecieran los clientes.

Se paró de la mesa y fue directo a su recamara, donde recordaba haber dejado el cubrebocas. Revisó en las cajoneras a cada lado del colchón, pero no tuvo éxito. Se sorprendió un poco, pero pensó que tal vez lo habría dejado guardado en alguno de los anaqueles del armario. Todavía tenía tiempo suficiente para alcanzar al vendedor.

Exploró cada uno de los compartimentos en forma rápida y fue dejando la ropa en desorden, pero en el mismo sitio. Ninguna señal de aquel maldito trozo de tela. Su corazón comenzó a acelerarse. Buscó en la sección de zapatos, pues a lo mejor lo había tirado ahí mientras revolvía la ropa. Aún nada.

Pensó que, aunque era improbable, pudo haberlo dejado en el baño, pues al regresar de la última ocasión en que salió al supermercado tomó una ducha. Se paró en la entrada de esa habitación y la recorrió con la mirada, más bien a la expectativa de que el artefacto se asomara y le dijera ¡aquí estoy! Ningún objeto se movió de su lugar.

Kenzo sudaba ya, mientras pensaba que poco a poco se alejaba su posibilidad de degustar aquel delicioso elote. En un acto desesperado, corrió a la cocina y abrió las puertas de la alacena. Un conjunto de botellas con especias y enlatados resguardaban el lugar. Arriba de ellos, el papel de baño, algunos artículos de limpieza y las servilletas, inmóviles, parecían compadecerse de él. Ningún hallazgo todavía.

Su respiración comenzó a acelerar mientras abandonaba la cocina, porque escuchó la voz del anciano alejarse en forma lenta pero inexorable. Corrió hacia la sala y una silla se le atravesó en el camino. Dio un giro completo que habría sido la envidia de cualquier gimnasta y aterrizó en el sillón. Se compuso rápido y levantó los cojines, desesperado, pero ahí tampoco estaba el cubrebocas.

Se quedó inmóvil, por un instante, mientras repasaba en su mente si le faltaba revisar algún sitio del departamento. El llamado de allá afuera ya lucía a una distancia mayor a una calle. Se dirigió al trinchador y abrió los cajones de los cubiertos y la vajilla. Un segundo después, soltó una sonrisa irónica al confirmar su hipótesis de que era una estupidez que estuviera ahí.

Se sintió derrotado. Bajó los brazos y comenzó a sollozar. Era inaceptable haber perdido el cubrebocas. En ese momento, un pensamiento lo invadió. Se sintió horrorizado ¿Cómo iba a poder salir ahora? ¿Cómo haría para abastecerse? Imaginó entonces la forma en que, gradualmente, la muerte llegaría por él. Se visualizó tendido sobre el piso de la sala, deshidratado y hambriento, mientras los vestigios de su respiración se le escapaban del cuerpo.

Del pensamiento fatal pasó al enojo. Cayó en cuenta que, hasta hace algunos meses, él podía decidir si quería permanecer en casa o salir. No importa que casi no hiciera uso de ese derecho, al menos tenía la posibilidad de elegir. También era libre para sentir el aire entrar directo en sus pulmones, sin esa muralla que lo obligaba a administrar sus inhalaciones.

Cerró los puños y apretó la mandíbula. Parecía como si estuviera a punto de descargar su furia sobre algún objeto pero, en lugar de eso, liberó la tormenta que ya comenzaba a asomarse por sus ojos. Mientras fluía el llanto, se sentía decepcionado por haberse considerado libre hasta ahora. En verdad era un tonto. Su sensación de independencia era tan frágil que aquel pequeño dispositivo desaparecido le había truncado toda posibilidad de moverse más allá de la puerta de su casa.

Se reprendió de inmediato y cortó las lágrimas. Había sido excesivamente permisivo con esto de comprar elotes y eso lo había distraído de su proyecto. Se sentó de nuevo frente a la computadora, mientras recogía con las manos la humedad alojada en su rostro. Observó de vuelta los códigos en la pantalla y sintió que la temperatura de su cuerpo se elevaba, mientras una punzada aparecía en su cabeza.

Era incapaz de descifrar aquellos símbolos que hasta hace una hora eran su idioma favorito. Intentó enfocar un par de veces, pero seguía sin entender nada. Talló sus ojos, pero eso no mejoró el resultado. Aproximó sus manos a la cabeza y tomó entre sus dedos aquellos cabellos lacios que no había cortado desde hacía muchas semanas.

Talló con fuerza el cráneo. Suspiró profundo y comenzó a resignarse. Bajó las manos lentamente hasta llegar al cuello. Ni bien habían aterrizado sus dedos ahí, registraron de inmediato esa sensación áspera de aquel retazo por el que había emprendido una búsqueda frenética. Todo el tiempo había estado ahí, sobre su cuello, ocultándose en el sitio más visible.

Kenzo comenzó a reír. Más bien, se le desbordó una mezcla extraña entre carcajadas y sollozos durante un buen rato. No podía parar de hacerlo y, al mismo tiempo, no quería. Era lo más cercano que había experimentado a la libertad en toda su vida.

Mientras experimentaba esta amalgama de emociones, se dejó caer y rodó por el piso sin control. No quería detenerse hasta estar seguro de haberse vaciado de sentido. Al fin, luego de un tiempo, el muchacho se detuvo. Miró al techo y se levantó. Se sentía ligero. Miró por la ventana para cerciorarse que nadie lo había observado a la distancia, pero de inmediato llamó su atención el arco iris que ahora se asomaba entre los edificios.

Observó las ventanas más a profundidad y se percató que estaban húmedas también. El cielo lo había acompañado en esta extraña catarsis. Se sintió agradecido. Tomó el cubrebocas y lo subió hasta la nariz. Agarró las llaves y la cartera y se dirigió hacia la puerta. Había una ciudad entera por descubrir allá afuera.