El sol cala fuerte conforme avanza el día. Las calles de esta ciudad, que hasta hace unos días se desbordaban de paseantes, exhiben ahora un letargo digno de cualquier crónica apocalíptica. Todo ha sido producto del decreto emitido por el gobierno central en el que se estableció un encierro obligatorio ante la amenaza inminente, y que sólo permitía la realización “allá afuera” de algunas actividades indispensables.
A mitad de una de estas desamparadas calles se encuentra un conjunto habitacional color ocre, hasta donde el desgaste de los años permite percibir al ojo común, cuya entrada está resguardada por un olmo. Sobre la banqueta, una sábana de hojas se extiende y vuelve difícil el paso de cualquier transeúnte que intente pasar por ahí.
Parecería como que este árbol centinela ha decidido construir una muralla adicional para proteger a sus habitantes del inevitable peligro. A pesar de esta barrera orgánica y aparentemente intencional, es posible observar, desde la ventana más cercana del edificio, a nivel de calle, a una joven familia que sobrevive a esta reclusión que amenaza con ser infinita.
Un hombre de unos 35 años está sentado sobre la mesa del comedor y revisa un documento de un grosor cercano al de un tabique. Su rostro anuncia una profunda concentración, pero también angustia. Con el lápiz, que sostiene con su mano derecha, traza líneas imaginarias sobre una de las páginas y se detiene, de cuando en cuando, a plasmar algún garabato.
Hay una prisa inconfundible en sus gestos pero, al mismo tiempo, parecería que no quiere terminar de revisar este texto, como si con el final de la tarea sobreviniera un infierno al que definitivamente no quiere volver.
Fija la mirada en una coordenada particular de la hoja y se concentra tanto en ella que, por unos segundos, parecería como si hubiera logrado detener el tiempo. Ni siquiera su respiración se puede ver o escuchar. Hay tensión en el ambiente y una quietud insoportable.
Súbitamente aparece al fondo, tras cruzar la puerta que resguarda la espalda del hombre, una niña de unos cinco años. Su cabello castaño enmarañado cubre la mitad de su rostro, como si se tratase de una superheroína que busca proteger su identidad mientras combate al crimen.
Sobre la comisura del labio visible de la pequeña nace una profusa mancha negra que se extiende sobre el resto de su fisonomía. Antes de formar parte de su disfraz, pudo haber sido perfectamente un caramelo que, a fuerza de restregarse sobre su piel, terminó por derretirse sin remedio y tatuar a esta pequeña combatiente, que ahora avanza tras su objetivo.
Lleva en sus manos un automóvil a escala y un martillo de plástico, que seguramente son las letales armas con que enfrentará al adversario. Avanza firme, alrededor de la mesa, hasta que encuentra a su padre y lo mira con una devoción digna de cualquier ritual religioso. Abre los brazos, también invadidos de la pegajosa savia, y se adhiere al torso de su redentor.
El hombre despierta rápido del letargo en el que se encuentra y levanta la mirada, por reflejo. Un segundo después, la mente le indica que es al sur donde debe dirigir sus ojos, para descubrir al embate intruso que acaba de sacarlo de concentración. Observa a la pequeña con una mueca que combina enojo con asco, ahora que ha sentido sobre su brazo esta suerte de moco que se le adhiere a la piel y que proviene de esta enana mutante.
-Adela, la niña está en el comedor y no me deja trabajar, ven por ella- vocifera de manera firme y fuerte mientras, con su mano, marca la distancia necesaria para mantenerla lejos del texto que aún revisa. Ninguna respuesta allende la puerta. -Papá, vamos a jugar a las aventuras ¿sí? estamos en una misión espacial súper secreta para descubrir nuevos planetas y tú eres el piloto de mi nave ¡Vamos!- sentencia la pequeña con una mirada pícara que intenta convencer al hombre. -No, Cata, papá está trabajando en algo importante y tengo que estar concentrado. Ve a tu cuarto a jugar y al rato te alcanzo- responde, un poco enfadado, pero seguro de resultar convincente.
-No, papá, tu nunca quieres jugar conmigo. Hoy no vas al trabajo como siempre y quiero que estés conmigo-. Un espasmo punzante ataca al pecho del padre. Pareciera saber que lo que esta pequeña le acaba de decir es cierto, pero su expresión corporal indica que no sabe cómo acercársele, o incluso que no está seguro si quiere tenerla cerca.
Se recompone, luego de dedicarle un par de segundos a pensar en este asunto. Piensa entonces que, ya después, cuando los ingresos mejoren, podrá compensarle todas las ausencias, pero que por ahora no puede distraerse. Voltea hacia la pequeña y la observa severo. -No puedo, Cata- alcanza a decir resignado, mientras respira muy hondo, antes de dirigir su reclamo hacia otro lado. -¡Adela! ¿Dónde carajos estás? ¡Esta niña no me deja trabajar!- suelta ahora un poco más exaltado.
Aparece de pronto la mujer, ataviada con vestimenta deportiva y un estropajo en la mano. -¿Tú crees que yo estoy descansando, Francisco? ¡Estoy lavando el baño, que tú tienes a bien ensuciar cada vez que usas, y que ni por asomo limpias! Juega con tu hija cinco minutos, que buena falta que les hace a ambos convivir- responde, al tiempo que gira el cuerpo para regresar a su tarea. En su mirada se asoma un poco de fastidio, pero también un estado de irritación que parece formar ya parte de su rostro de forma permanente desde que comenzó el encierro.
El tipo comienza a respirar más rápido y a sentir cómo el enojo crece en su interior. El rictus que dibuja ahora es el de un tirano que acaba de ser desafiado por uno de sus súbditos. Mientras se asoma en su rostro una profunda mueca de incredulidad, la molestia por no ver cumplidos sus designios es evidente. Ambos gestos se tocan y se funden en una estampa que no vaticina nada bueno.
-Ni se te ocurra irte- le advierte a la mujer. -Esta entrega la debo tener lista para mañana o no tendremos dinero suficiente para sobrevivir este mes-. Hace una pausa muy corta, como para tomar impulso y seguir con los embates. Las palabras que a continuación expresa buscan, sin duda, encender la discusión con su adversaria: -Además ¿qué tanto tiempo te puede tomar la limpieza de esta jaula de 60 metros cuadrados en la que vivimos?- dice ya claramente exaltado.
La mujer echa ligeramente para atrás su cuerpo y sus ojos se contraen un poco, como si esta irónica afirmación le hubiera atravesado el pecho y la dejara malherida.
Aprieta las manos para tomar impulso y emprende la contraofensiva: -Si es tan fácil de limpiar deberías hacerlo tú. Por lo que te pagan, a lo mejor si te dedicas a limpiar casas podemos vivir mucho mejor- responde mientras siente cómo el enojo la va infectando progresivamente y sin remedio.
-Pues ese trabajo al menos me mantiene lejos de este asqueroso lugar ¡No sabes cuánto me asfixia tener que vivir en esta ratonera porque no pudimos pagar otra cosa!- dice el tipo, que ya ha perdido casi por completo el control de sus palabras y de sus movimientos pues, mientras reclama, hace avances erráticos y amenazantes hacia la mujer.
El rostro de la mujer proyecta ahora una amarga mueca que desnuda una ira contenida de muchos años. Está lista y dispuesta a dar una última batalla contra este infame que ahora se muestra bravucón. -¡Pues vete ya de esta prisión, como tú la llamas! ¡Sal a la calle a encontrar la muerte, a ver si así terminas con esta pesadilla que es tu vida!- remata mientras las lágrimas se le escapan.
La niña, que al comienzo de la diatriba había decidido continuar con su juego, poco a poco comienza a poner atención a la escena, al principio con un poco de curiosidad pero, conforme suben los decibeles, con una sensación de angustia, cada vez más grande, que termina por aproximarse peligrosamente al miedo. Su carita desencajada parece advertir, como el más certero de los oráculos, el tramo que seguirá en esta representación.
-Te vas a arrepentir de tus palabras- grita el hombre encolerizado, mientras su puño derecho se encoge y se enfila hacia el rostro de este enemigo que lo desafía de una forma imperdonable con sus palabras.
A unos milímetros de aterrizar en aquella quijada comprende que está cometiendo un error e intenta detener el impulso, pero ya es tarde. La cara de la mujer se descoloca y su cuerpo gira sobre su eje para luego desplomarse. El hombre horrorizado cae de rodillas con el mismo impulso de aquel puñetazo que acaba de asestar y, al instante siguiente, comienza a suplicar perdón entre sollozos.
La niña corre asustada a abrazar a su mamá, pero ella la separa de su cuerpo. Se pone de pie y, mientras se aleja, lanza a aquel hombre una final advertencia: -¡Nunca más!- le grita, mientras corre y va dejando una estela de lágrimas tras su paso.
El hombre intenta ir tras ella, pero su expresión dice claramente que sabe que ha hecho algo imperdonable. La niña llora desconsolada y el hombre, casi intuitivamente, regresa con ella y la abraza fuerte, al tiempo que sus lágrimas se unen a este canto desgarrado de la pequeña.
Los dos cuerpos, abrazados, tiemblan al mismo ritmo, en una lúgubre danza que no parece tener fin. Por las expresiones de todos, se podría decir que esta escena se ha repetido demasiadas veces en este sitio.
No se puede entender por qué han llegado a este punto, si tienen cosas que muchas otras personas, “allá afuera”, les envidiarían: techo, comida, compañía y un mínimo de certeza que, ante la amenaza que emerge fuera de esas paredes, vale más que cualquier dinero. Al menos yo no puedo entenderlo. Me alejo rápido de aquella ventana, todavía confundido.
Son las dos de la tarde y todavía no sé si podrán admitirme esta noche en el albergue en el que he pernoctado desde que comenzó la contingencia. Estoy acostumbrado a dormir en las calles, pero ya los policías no me dejan hacerlo desde que pararon casi todo en esta ciudad.
Ni siquiera estoy seguro de poder tener monedas suficientes para comprar algo de comida hoy. Avanzo unos pasos y aclaro mi garganta para emitir el aviso que podría atraerme algún dinero: -¡Haaaay eloooteeees calientitooos, compreeee eloootees calientes!-. Ninguna persona alrededor. Espero tres minutos a ver si alguien se asoma, pero es inútil. Avanzo desconsolado a la siguiente calle, en espera de mejor suerte.
No obstante, mientras camino, siento un poco de alivio por no estar preso en un lugar como el que acabo de mirar. No sé si podría soportar ese sufrimiento profundo que se respira en aquel sitio. A fin de cuentas, mi mayor dolor proviene de estos huesos viejos que tengo que arrastrar para ganarme el pan.
Cuando menos, tengo libertad para recorrer esta ciudad, que durante estos días me ha pertenecido por completo, aunque este reinado transitorio no tenga gran cosa que ofrecerme para subsistir. Miro hacia el frente y avanzo lento, en dirección a cualquier parte, en espera de que estas calles no decidan acabar conmigo pronto.