Con el encierro forzado, los víveres se consumen mucho más rápido. No sé si sea la angustia de sentir que moriremos lentamente en este confinamiento, o la de saber que al final no moriremos. Recién anoche me percaté que era hora de comprar algunas provisiones para las siguientes dos semanas.

Ahora adquirir insumos se ha vuelto un asunto sumamente complicado: hay que preparar la cocina con anticipación para recibir más tarde todo y desinfectarlo, usar ropa que cubra el cuerpo lo suficiente para la excursión, dejar listo el cambio de ropa en el baño para llegar directo a la regadera, tener a la mano la solución clorada para los zapatos, ponerse los incómodos guantes que me harán sudar y que evitarán a toda costa que pueda tomar cualquier objeto con precisión, pero sobre todo, ajustarme al rostro ese incómodo trozo de tela que hace mi respiración más densa, que aprieta demasiado mi nariz y que ha comenzado a lacerar mis orejas.

Desde la salida de mi casa, camino rápido y con la vista puesta al frente hasta llegar a la tienda, apenas a tres calles, por fortuna. Recibo, en la entrada, una dosis de gel antibacterial para estas manos que, aunque ya cubiertas, tocarán las más sospechosas superficies.

Todo es muy accidentado a partir de este momento. Un empleado se me atraviesa. Por un momento pienso que va a chocar conmigo y que tendré que estar confinado, bajo sospecha de contagio, pero el tipo resulta hábil y me esquiva rápido, al tiempo que me dispara líquido de solución alcoholizada sobre el manubrio del carrito contenedor.

Observo a las personas alrededor mío y percibo esa pesada angustia que sé que compartimos todos. Aunque no puedo ver por completo los rostros, sus expresiones son elocuentes hasta en lo mínimo. Cualquier sobresalto o preocupación se les nota en la mirada.

Ya en la sección de verduras observo a una chica de mirada luminosa que estudia y elige cuidadosamente unos mangos ¡Todo en ella es hermoso! Sus ojos almendrados -que ahora diseccionan con paciencia la fruta- y que exudan pasión; su figura voluptuosa, disimulada un poco tras un atuendo deportivo ligeramente ajustado, pero sobre todo la cabellera ondulada que le cae hasta los hombros y que danza vigorosa con su contoneo.

Tomo cualquier objeto, para disimular mi contemplación, pero luego me quedo inmóvil, seguramente sedado por sus movimientos. Algo la hace cambiar su foco de atención. Levanta la cabeza y rastrea esa sensación extraña que ha detectado en el ambiente.

Se topa de pronto con mis ojos y dibuja un gesto de satisfacción ante su búsqueda. Intento desviar la mirada pero me es imposible. Ella tampoco se mueve. Nos observamos fijamente algunos segundos y, detrás del inmenso cubrebocas, se esboza lo que parece ser una sonrisa. Rompe el contacto visual y sigue su camino. Yo regreso a mi lista de compras, excitado y con el corazón batiente.

Ha sido estupendo, y muy necesario, tener este brevísimo encuentro con la chica. Recorro disimuladamente las frutas, elijo mientras observo a los alrededores para ver si ella sigue cerca. Ha desaparecido, me decepciono. Esta contingencia no es buena para el amor.

Regreso a mi contenedor y veo en su interior un pequeño trozo de papel. Lo tomo con sumo cuidado, lo desenvuelvo: «hola, soy Alika. Mi número. Llámame», para luego desplegar aquellos diez gloriosos dígitos que representan mi más cercana posibilidad de relacionarme con alguien desde que comenzó el encierro. Una partícula de esperanza en medio de esta zozobra prolongada.

Mi cuerpo se estremece sin remedio. Me entra una prisa loca por enviarle un mensaje. Hora y media después, apenas llego a casa, alcanzo a quitarme los zapatos y depositar mis compras en la cocina. Saco rápido mi celular y el trozo de papel. Escribo en mi libreta de contactos: Alika Supermercado (la urgencia es una eficaz asesina de la creatividad) e inmediatamente le envío un mensaje: «Hola, me llamo Antoine. Nos vimos hace un rato en el supermercado y no he podido dejar de pensar en ti. Quiero verte».

Inmediatamente después, comienzo a sentir una culpa inmensa por haber roto algunas de las normas sanitarias, gracias a este impulso absurdo de contactar a la chica. Embadurno mi aparato con gel antibacterial y me meto a bañar en espera de recibir una contestación igual de abrupta que la mía. Cinco minutos después salgo de la regadera y me visto apresurado, con la esperanza de ver ya la respuesta de Alika.

Me asomo al celular y siento un poco de decepción, porque no he recibido notificación alguna. Asumo, para consolarme, que ella aún estará de camino a casa. Decido comenzar el arduo proceso de lavado de los productos que he adquirido.

De nuevo me topo con la longitud flexible del tiempo, madre de esta desesperación que se ha vuelto común en estas semanas. Resignado a terminar la rutina de limpieza incluso olvido, por algunos minutos, revisar mi teléfono. Estoy a dos zanahorias de terminar y volteo por curiosidad a la pantalla, para descubrir que tengo al fin un mensaje de esta mujer.

Hago una pausa para revisar el texto. El estómago se me cierra y el corazón reclama airado: «Tampoco he dejado de pensar en ti. Te propongo vernos en cuatro días, en un sitio que conozco donde venden café para llevar. Te mando la dirección mañana. Ahí decidimos si vamos a tu departamento o al mío».

Me falta el aire, me mareo e intuyo una sonrisa imborrable en mi cara y unas ganas de gritar que casi no puedo contener. Es lo más emocionante que me ha ocurrido en mucho tiempo. Aunque cuatro días de espera parecen demasiado, sabré aguantar. Le contestó que estoy de acuerdo y comenzamos un intercambio de mensajes solo interrumpido en las madrugadas, para descansar un poco, y durante algunas horas del día, para atender asuntos laborales urgentes.

Platicamos de nuestros gustos, de nuestra experiencia en el encierro. Sostenemos algunas charlas eróticas, no obstante hemos convenido que no nos enviaremos fotos de nuestros rostros descubiertos ni haremos videollamadas, para sostener el misterio. Nos descubriremos por completo hasta estar frente a frente.

También hemos llegado al acuerdo de hacernos una prueba rápida de detección del virus y mostrarla al comenzar nuestro encuentro. Aunque parezca exagerado, ambos sabemos que no podemos correr el más mínimo riesgo en estos tiempos.

Al fin llega el día pactado. Dos horas antes tomo un baño, y estoy listo y ansioso en la puerta de mi departamento. En cuanto llega el tiempo prudente para partir saco mis mejores guantes (de plástico reforzado) y el cubrebocas más caro, que justo conseguí en días pasados. Añado a mi atuendo, por último, una careta que he adquirido especialmente para la ocasión. También esto forma parte de lo acordado con Alika, al menos para llevar durante el tiempo que estaremos en la calle.

Llego al sitio acordado cinco minutos antes. Las manos me sudan, no sólo por el plástico de los guantes, sino porque estoy completamente nervioso. Trato de inhalar y exhalar tranquilo, pero el cubrebocas no deja entrar mucho oxígeno. Afortunadamente Alika no tarda, también se anticipa a la hora acordada.

Nos saludamos, a la distancia, y nos miramos fijamente a los ojos, nítidos, a pesar de las caretas. Pagamos un par de cafés y, mientras nos los entregan, nos mostramos aquellos trozos de papel con los anhelados “negativo” de nuestras pruebas virales. Luego de compartir este alivio por haber minimizado el riesgo, comenzamos con una charla casual sobre las vicisitudes experimentadas de camino al sitio. Con los cafés en la mano, luego de algunos cálculos, acordamos ir a su casa, a menos de dos kilómetros.

Caminamos lento, pero con la distancia prudente entre nosotros y siempre al compás de esa danza contemporánea que resulta de esquivar transeúntes para evitar cualquier contacto. En el trayecto nos vamos contando hasta qué punto hemos estado aislados, salvoconducto para lo explícito, una nueva manera de seducirnos uno al otro, y ambos sonreímos complacidos.

Llegamos a su edificio. Dos pisos arriba, en la frontera de su departamento, nos quitamos los zapatos y los depositamos en un cajón a la entrada. Ella toma un atomizador y rocía sobre mi cuerpo un poco de alcohol. Yo repito la misma acción sobre el suyo y suelto la botella, que abraza al suelo, estrepitosa.

Entiende la señal y bajamos nuestros cubrebocas. Sus labios gruesos lucen deliciosos y listos para ser recorridos por los míos. Son incluso más apetitosos que lo que había imaginado ese día en el supermercado. Aproximo mi rostro al de ella, lentamente, mientras cierra los ojos, en espera de que nuestras bocas se fundan. Junto mis párpados también y respiro agitado, mientras imagino con prisa ese primer contacto húmedo.

Un estruendo interrumpe nuestro acoplamiento. Hemos olvidado quitarnos las caretas, que ahora han chocado irremediablemente. Nos reímos un poco del suceso y las tiramos al suelo. Al fin puedo sentir su aliento tibio en medio del oleaje que recorre las bocas.

Desabotono su camisa y mordisqueo sus hombros, mientras observo cómo se estremece despacito. Beso metódicamente esa parte de su cuerpo durante algunos minutos, y me voy acostumbrando poco a poco a este sabor amargo y alcohólico que ha dejado el atomizador en su piel. De pronto me detengo. La observo angustiado y reconozco mi sensación en sus pupilas. Aunque la misma idea pasa por nuestras cabezas, ninguno se atreve a decirla.

Finalmente tomo la iniciativa y le propongo que tomemos un baño, juntos. A lo mejor esto sirve para encender el encuentro. Ella acepta gustosa, va por un par de toallas. La duda de si alguna partícula del virus pudiera estar alojada en sus hombros me tiene un poco preocupado. Le pregunto si tiene enjuague bucal con alcohol y me responde afirmativamente. Creo que con eso bastará.

Entramos al baño y nos desnudamos rápido, pero jugueteando un poco. Su piel marrón es la mejor estampa para adornar este cuerpo de proporciones perfectas. Ella nota con agrado el júbilo meridional con el que recibo su desnudez. Extiende su mano y me invita a entrar con ella a la regadera. La sigo, me detiene. Me susurra que, por recomendación sanitaria, ella siempre se enjabona cada parte de su cuerpo durante, al menos, 30 segundos. Después de decirme eso con un tono serio, sonríe en forma seductora y me propone que ambos limpiemos el cuerpo del otro.

Reconozco que no ha sido muy excitante la tarea de contar los segundos que tardo en enjabonar cada parte, pero al menos he podido tocarla por completo. Justo al final de la rutina tomo un poco de agua en la palma de mi mano y lavo su vulva, mientras mis dedos recorren libres este nuevo territorio. Hemos recuperado la intensidad del encuentro. Mientras toco algunos acordes sobre su sexo, ella los acompaña con agudas notas que han hecho trabajar bastante a sus cuerdas vocales.

Tomamos las toallas y nos secamos rápido. Al fin tenemos vía franca para el amor. Nos besamos, mientras avanzamos en forma atropellada hacia su cuarto. Aterrizamos en su cama y me abandono en esta nueva misión de reconocer y conquistar cada pliegue de su anatomía. Mientras nos recorremos en esta feroz lucha, no dejo de pensar en la posibilidad de que el virus esté alojado ahí, observante de la escena, burlándose de nosotros, que hemos creído esquivar su presencia.

Pero algo diferente me ocurre ahora. Me excita la posibilidad de pensar que esta piel virulenta ha comenzado a infectarme sin remedio. Ya lo puedo notar ahora: la temperatura de mi cuerpo ha subido a niveles insospechados y casi no me permite pensar con claridad.

Estoy atado sin remedio al ardor de Alika, que también es mío. Todas mis articulaciones y huesos duelen sin remedio ahora que hemos adoptado este cadencioso vaivén. Mi garganta, la de ella también, probablemente, duelen de tanto gemir. Luego de llegar al límite de nuestra presión arterial, nos desplomamos a la par. Hemos alcanzado la inmunidad de rebaño. Quedamos exhaustos y nos miramos, sin palabras de por medio, durante un buen rato.

Estamos a punto de abrazarnos pero, de nueva cuenta, nos detenemos. Todavía sin hablar, entendemos cuál es el siguiente paso. Nos paramos de la cama y nos dirigimos a la ducha. En esta ocasión, la limpieza ha corrido a cargo de cada uno y hemos sido expeditos. Regresamos a la cama y comenzamos a charlar. Tengo unas ganas incontrolables de abrazarla y puedo asegurar que ella también, pero ambos mantenemos el protocolo de distanciamiento, tanto como nuestras ganas nos lo han permitido. Desliza su mano a unos centímetros de la mía y juntamos las yemas de los dedos. Aunque no la puedo tener tan cerca, la siento muy próxima. Alika me encanta, aunque no pueda controlar del todo esta culpa que siento por haber roto el cerco. Respiro profundo y sigo contagiándome de su mirada.