El día arranca, violento, con los alaridos del despertador: entre sueños, alcanzo a ver que son las 6 de la mañana, mientras el aparato emite alertas intermitentes. Salvo por esta breve interrupción, la casa está completamente revestida de silencio. Mi familia duerme aún, pero yo debo comenzar el trajín matutino.

La alerta declarada ante la mortal enfermedad se mantiene sin fecha final próxima, igual que el encierro en el que se encuentra la mayoría de las personas. Pero yo pertenezco al grupo de los que han tenido que regresar a laborar desde hoy, pues la empresa en la que trabajo realiza actividades permitidas por el gobierno en esta fase.

Me baño en unos cuantos minutos -sin esperar a que caliente el agua-, para continuar con el vacío sonoro que mantiene el ambiente aletargado en casa, y me seco con igual rapidez, por la misma razón, pero también para ganar un poco de calor. Me enfundo en forma lenta pero precisa el uniforme del trabajo y me acomodo el cabello con los dedos.

Salgo hacia la cocina y tomo una pieza de pan dulce, que mastico en forma lenta pero sistemática, mientras caliento agua en un pocillo para mezclarla después con una cucharada de café soluble en una taza. El choque de ambos artefactos es el único sonido que puedo permitirme en estos momentos. Bebo el café con prisa, e inevitablemente me quemo la lengua un par de veces.

Enjuago ligeramente el tarro y me aproximo a la puerta. Tomo el cubrebocas y la careta que recién me han enviado de la empresa. Mientras salgo a la calle, voy sintiendo una creciente aglomeración en la panza. No sé si es el café con pan o la angustia. Es la primera vez que uso estos objetos sobre el rostro y también la primera en que estaré casi todo el día fuera de casa.

Apenas atravieso el umbral de mi guarida, puedo percibir, nítida, la muerte de aquel silencio doméstico: además de los sonidos que emiten algunos pájaros y los vehículos que pasan por la calle, mi espacio auditivo comienza a saturarse con una angustiosa melodía: es mi respiración encapsulada, que batalla para abrirse paso por los resquicios que deja el cubrebocas.

Ese sonido, que crece y decrece en forma constante, me produce desesperación y amenaza con enloquecerme durante los primeros metros de mi caminata pero, conforme avanzo, la sensación cambia y ahora ese balanceo continuo de mi respiración me va sedando progresivamente hasta convertirme en un autómata. Sin notarlo, ya he avanzado un par de calles bajo esta melodía infinita.

También tengo que enfrentar el asunto de la mascarilla, que por mucho que proteja el rostro, ha distorsionado por completo mi percepción de los espacios: ahora todo parece estar más próximo y, constantemente, tengo el temor de chocar con personas y objetos. Aunque parezca absurdo, es como si ese trozo de plástico tapara mis oídos por completo y pusiera en predicamento el balance de mis pisadas.

Además, mi respiración escapa de entre los huecos del cubrebocas y empaña la mascarilla. No sé si lo que me molesta más es que puedo escuchar, nítido, el sonido del vapor impregnarse sobre la superficie plástica, o que tengo que limpiarla cada tres segundos con un pañuelo.

Otra calamidad: el sonido hueco de mis pasos no me deja saber si en verdad alcanzan a tocar el suelo, por lo que tengo la fatídica sensación de que de un momento a otro terminaré por caerme. Para sumar un acorde más a esta fatídica canción, el resorte de la careta y el del cubrebocas aprietan de tal forma que continuamente me rasco la cabeza, y la quijada y el rasgar de mis uñas sobre la piel suena amplificado y se suma a esta acústica machacona.

Para describirlo en breve, me siento como si fuera una mezcla entre astronauta prisionero de la gravedad y automóvil sin parabrisas, en medio de una tormenta. Creo que prefiero mil veces el silencio de casa -pese a los infinitos esfuerzos que hago por mantenerlo mientras me alisto-, que este novedoso concierto que emana de mi cuerpo amurallado.

He avanzado apenas unas calles en los últimos cinco minutos. Parece que nunca fuera a llegar a la estación del subterráneo. Ahora debo atravesar el parque de la colonia que, a pesar del encierro, luce bastante transitado.

A los estridentes cantos de las aves se suman ahora las pisadas de los deportistas madrugadores que circulan sin detenerse; los chirridos de las ramas de la escoba del señor que limpia el parque; el aterrizaje de los escupitajos que los señores aventuran a la acera, sin la menor observancia a las reglas sanitarias; además de los tosidos pobremente atajados por el puño de un anciano que está sentado en una de las bancas cercanas. Esta jungla que recién descubro anticipa, con sus notas musicales, lo que vendrá cuando aborde el transporte público.

Voy a la mitad de mi recorrido por la arboleda cuando un tipo me ataja. Lleva cubrebocas también e intenta preguntarme algo, pero sólo puedo percibir algunos balbuceos que salen de su boca. Le hago una seña para indicarle que no alcanzo a escucharlo y, con mirada de fastidio, alza la voz para preguntarme si conozco la calle de Castaños.

Apenas logro escucharlo, pero comienzo a darle indicaciones, aunque él me detiene con su mano sobre mi hombro para indicarme que ahora es él quien no escucha nada. Una sensación de calor vaporoso sube desde mi estómago hasta la cabeza y, en un tono más alto y enfurecido, comienzo la explicación ante su mirada atenta.

Repite, en forma de pregunta, las últimas dos instrucciones, ya con los decibeles bastante subidos, y contesto en tono afirmativo y con mayor volumen de voz aún. Los habitantes transitorios del parque voltean a vernos, alarmados por los gritos con que nos hemos comunicado. Nos despedimos brevemente y continuamos nuestros caminos.

Justo en las lindes del parque hay un puesto de comida, atendido por una señora de edad avanzada, en el que aguarda una larga fila de personas que no cumplen con la distancia obligada entre ellos. Desde donde estoy, todavía alejado de la cola, se puede escuchar la melodía burbujeante del aceite hirviendo que les anticipa a los clientes un delicioso manjar. La señora utiliza el cubrebocas por debajo de la nariz y se lo quita constantemente para aproximarse a retirar los alimentos del proceso de fritura.

Mientras lo hace, puedo jurar que escucho las gotitas de saliva que abandonan su garganta y aterrizan en el aceite con un tímido blup por sonido final, para confundirse con la ebullición que ya ocurre en aquel cazo. Aunque el olor me seduce, haber imaginado esa escena (¿o sí la vi?), inhibe mi apetito.

Me enfilo a la siguiente calle, que es bastante estrecha, y comienzo el sangoloteo de mi cuerpo -a un ritmo que bien podría ser de mambo-, para esquivar transeúntes, aunque no siempre lo logro: a veces alcanzo a tocar –apenas- una mano por aquí o una pierna por allá. Me he percatado que mi respiración encapsulada sirve como percusión para este pegajoso y obligatorio ritmo que sigo ahora para poder avanzar.

Estoy cubierto de sudor, en parte gracias a la careta empañada, pero también a la tensión que siento en todo el cuerpo ante la posibilidad de exponerme al contagio y diseminar el virus entre mi familia. Conforme camino más, percibo las palpitaciones agitadas del resto, que también retumban en esta serenata mañanera que entonamos todos los caminantes.

Estoy a una calle de llegar a la estación y mi corazón late vigoroso como preludio sonoro de lo que está por ocurrir. Desde donde estoy, alcanzo a escuchar un coro que va subiendo de tono conforme avanzo. Es el bullicio jubiloso de las multitudes que me esperan en la entrada al transporte subterráneo, que ahora se asoma ante mí, imponente.

Sus rumores ensordecedores, que asemejan a cualquier estadio de futbol, me engullen ahora. Adentro me espera esa normalidad que jamás se detuvo, tan virulenta y rítmica. El verdadero concierto empieza ahora. Cierro los ojos, mientras avanzo, y me santiguo.

Desciendo por las escaleras de este novel averno y los sonidos se vuelven cada vez más nítidos: las conversaciones se registran a un volumen más alto que allá afuera, porque muchos de los residentes de la estación lucen orgullosamente desnudo el rostro, y otros simulan usar un cubrebocas que apenas si alcanza a cobijar sus barbillas.

Los rugidos furibundos de la multitud me van envolviendo mientras espero el tren. Imagino las millones de gotículas lanzadas venturosas al aire, en una suerte de marcha fúnebre aleatoria que comienza a asfixiarme con sus acordes infectos. Un sudor frío se abre camino entre mi rostro. Mi corazón comienza un súbito beat que acelera sin descanso dentro de mi pecho y que pronto alcanzará la velocidad de la luz.