La vida comienza, a diario, con el primer aliento de una taza de té. Desde adolescente, Kenzo descubrió su gusto por el Gyokuro, una infusión muy apreciada en su país natal, al que abandonó apenas terminó la universidad. Aunque otra nación lo recibió fraternalmente, siempre sintió nostalgia por el terruño. Por ese motivo, empezar sus días con un poco de Gyokuro era como sentir a Japón en las venas de nuevo, como tocar base.

Ahora trabajaba como programador en una empresa de gestión de contenidos digitales y, con el encierro decretado por el virus, se había convertido en uno de los primeros empleados confinados por la gerencia, pues su trabajo se podía desarrollar perfectamente desde casa.

Kenzo, en realidad, siempre estuvo preparado para este momento: anhelaba desde mucho antes poder pasar todo el día en aquel pequeño edén que había ensamblado en su departamento para trabajar.

Amaba poder estar en aquella silla ergonómica color azul con reposapiés y soporte lumbar, situada frente al escritorio de 79 centímetros de altura -como lo recomendaban los parámetros más actualizados en el tema-, sobre el cual se posaba su teclado con switches optomecánicos mejorados y un travel distance of the keyboard largo, para evitar lesiones por esfuerzo repetitivo; luego del cual se desplegaban, cual centinelas imponentes, dos monitores de 24 pulgadas, ángulo de visión de 178 grados y revestimiento antideslumbrante, que eran acompañados en forma tímida por su bocina inteligente, siempre preparada para reproducir, una y otra vez si era necesario, aquella lista musical tan ecléctica, que incluía lo mismo a rage against the machine o the cranberries que a moby, daft punk o the goo goo dolls.

Era un inmejorable oasis, tanto para los tiempos contingentes en los que vivía en ese momento, como para aquella época en que podía recorrer las calles libremente, aunque decidiera casi siempre no hacerlo.

Prefería estar en casa que en la oficina, porque ya no tenía que lidiar con aquellas distracciones indeseadas, como las de los colegas que se asomaban de repente para contarle chistes malos o para enseñarle fotos de sus hijos realizando las cosas más banales e insulsas.

Desde casa podía poner en práctica por fin aquella técnica del deep work de la que había estado leyendo, y que le planteaba la posibilidad de estar absolutamente concentrado en sus tareas: una suerte de posbudismo para la vida laboral que se había convertido en su anhelado nirvana desde antes del encierro.

Por esas razones, Kenzo no había sufrido ni un poquito el largo confinamiento. Si una palabra definía su vida, esa era jiyú, que podría traducirse como «libertad»: la necesaria para ser quien uno es, pero incluso para ser libre de sí mismo.

El arte de programar, y de hacerlo en aquel espacio tan perfecto, le daba la independencia suficiente para llevar su mente por territorios que la vida “real» y cotidiana jamás le permitiría. No había mayor autonomía que estar enfocado exclusivamente en ese presente simbólico que se le mostraba en pantalla y, al mismo tiempo, estar a una distancia prudente de sí, de sus demonios, de sus nostalgias. Era la mejor forma de pensar sin pensar.

Tenía el control absoluto de su tiempo y podía decidir, incluso, cuándo era el mejor momento para salir del hogar, para ir por provisiones o para cualquier otro asunto, aunque se le ocurrían pocos motivos para abandonar su departamento, salvo el de mantener un acervo suficiente de comida e insumos para la limpieza personal y de su espacio vital.

Su rutina comenzaba cada día con aquella taza de té verde. Luego, se preparaba un poco de arroz cocido con un trozo de salmón, porque era lo que podía cocinar más rápido. A veces, cuando sentía ganas de cambiar el menú, sustituía el pescado por una tortilla de huevo. Comía en 25 minutos. Luego, una ida rápida al baño y después se sentaba frente a la computadora.

Regularmente eran las ocho de la mañana cuando estaba listo para comenzar las labores. Aunque tomaba un receso corto cada noventa minutos, para realizar estiramientos, podían pasar muchas horas antes de que el estómago le advirtiera que era momento de hacer una pausa más larga. Entonces, dedicaba 35 minutos a su alimentación y retomaba la rutina. Era una versión mejorada por él, y ajustada a sus necesidades, de la famosa técnica del pomodoro que tan famosa se había hecho entre sus colegas.

Si bien estaba muy involucrado con su trabajo, se había prometido suspender su jornada, todos los días, a las nueve de la noche como máximo. A partir de ahí, iniciaba su proceso de preparación para dormir: cenaba ligero, por lo general un pan tostado con mantequilla y una última taza de té; luego, leía unas quince páginas de la novela que tuviera en turno; se ejercitaba durante diez minutos para relajar el cuerpo, con la práctica de algunos ejercicios de aikido; para luego tomar una ducha con agua tibia y, de ahí, a la cama.

Seguía esta secuencia de actividades, casi sin variaciones, durante seis días de la semana. Los domingos, al contrario, no realizaba ninguna tarea de oficina, pero era común que hiciera alguna lectura relacionada con su oficio -para mantenerse actualizado- que generalmente provenía de alguno de los seis diferentes boletines informativos a los que estaba suscrito, de acuerdo con los diferentes intereses creativos y profesionales en los que había catalogado sus gustos un par de años atrás. Por las tardes se daba espacio para ver alguna película que tuviera en su lista de pendientes.

Estaba convencido que la única vía para ser libre era la disciplina y, por ello, se sentía orgulloso de haberse adaptado rápido a este régimen de encierro establecido meses atrás. Entre más se parecieran sus días, mejor podía tener control sobre su libertad. Era como decía aquel personaje de esa serie koreana que había visto un tiempo atrás: “sólo quiero que en mi vida no pase nada”.

Hoy, Kenzo despertó algo fastidiado e inapetente, así es que, además del té, sólo recalentó un poco del arroz del día anterior y se sentó a trabajar. Le molestaba tener que variar la rutina por asuntos fútiles como su apetito o la falta de él. Tampoco sentía en ese momento mucha emoción por avanzar en el proyecto que tenía por delante, pero había que enviar pronto un adelanto. Hizo algunas respiraciones profundas y comenzó a teclear.

El tiempo empezó a desvanecerse conforme sus dedos dibujaban nuevos símbolos en la pantalla. Avanzó más rápido de lo que había calculado inicialmente, por lo que tomó la decisión de terminar la primera versión del proyecto al finalizar el día, aunque aún le quedara una semana para la fecha de entrega.

El mundo alrededor lucía más bien difuso, lejano, irreal. Todo lo que existía ahora era un montón de caracteres de colores sobre un fondo azulado. Ese era su amado espacio vital, delineado sobre un perfecto solarized dark y cuyas fronteras terminaban en aquel par de monitores, pero que podían extenderse por los confines del espacio digital.

Recuperó su calma habitual y su alegría. Ese era el territorio libertario que tanto le emocionaba y que ahora estaba ahí, abrazándolo y diciéndole al oído que el mundo podía esperar. En el fondo esa era su verdadera patria y, por ello, a pesar de las minucias de lo cotidiano, podía vivir en éste o en otro país, en la sala de estar o en el cubículo del corporativo: el hogar lo llevaba siempre a cuestas.

Eran las 2:45 de la tarde. Kenzo estaba en el punto más importante del proceso de codificación cuando alcanzó a percibir, distante, una voz que le resultaba familiar. Tardó algunos segundos en fijar la atención en aquel sonido, porque no estaba seguro de reconocerlo del todo, pero finalmente pudo percibir, nítido, aquel llamado que le hacía desear salir de su encierro para conectar con el mundo.

La voz se aproximó cada vez más hasta ser totalmente reconocible y avisarle a Kenzo que el objeto deseado se aproximaba: ¡eloooooteeees! gritaba la voz de un anciano. Aunque el muchacho basaba la mayor parte de su alimentación en la comida japonesa, este manjar lo había seducido irremediablemente desde su llegada al país, y era uno de los pocos motivos que podían hacer que abandonara su nación simbólica por algunos minutos.

La sola imagen de aquella mazorca embadurnada en crema y queso rallado, adornada con unos toques de limón y sal, le producía una cosquilla en las quijadas y una abundante secreción que se le desbordaba entre los labios. Como confirmación del antojo, de su abdomen nació un enérgico reclamo que le pedía ir en busca de aquella maravillosa vianda.

Conocía bien, por el sonido, la distancia a la que se encontraría el vendedor en ese momento y calculó que le daba suficiente tiempo para ir por su cubrebocas y bajar los tres pisos que lo separaban de la calle. Además, el señor de los elotes solía detenerse por algunos minutos en espera de que aparecieran los clientes.

Se paró de la mesa y fue directo a su recamara, donde creyó haber dejado el cubrebocas. Revisó en las cajoneras, a cada lado del colchón, pero no tuvo éxito. Se sorprendió un poco, pero pensó que tal vez lo habría dejado guardado en alguno de los anaqueles del armario. Todavía tenía tiempo suficiente para alcanzar al vendedor.

Exploró cada uno de los compartimentos en forma rápida y fue dejando la ropa en desorden, pero en el mismo sitio. Ninguna señal de aquel maldito trozo de tela. Su corazón comenzó a acelerarse. Buscó en la sección de zapatos, pues a lo mejor lo había tirado ahí mientras revolvía la ropa. Aún nada.

Pensó que podría haberlo dejado en el baño, pues al regresar de la última ocasión en que salió al supermercado tomó una ducha, aunque en realidad era improbable. Se paró en la entrada de esa habitación y la recorrió con la mirada, más bien a la expectativa de que el artefacto se asomara y le dijera ¡aquí estoy! Ningún objeto se movió de su lugar.

Kenzo sudaba ya, mientras pensaba que poco a poco se alejaba su posibilidad de degustar aquel delicioso elote. En un acto desesperado, corrió a la cocina y abrió las puertas de la alacena. Un conjunto de botellas con especias y enlatados resguardaban el lugar. Arriba de ellos, el papel de baño, algunos artículos de limpieza y las servilletas, inmóviles, parecían compadecerse de él. Ningún hallazgo todavía.

Su respiración comenzó a acelerar mientras abandonaba la cocina, porque escuchó la voz del anciano alejarse en forma lenta pero inexorable. Corrió hacia la sala y una silla se le atravesó en el camino. Dio un giro completo, que habría sido la envidia de cualquier gimnasta, y aterrizó en el sillón. Se compuso rápido y levantó los cojines, desesperado, pero ahí tampoco estaba el cubrebocas.

Se quedó inmóvil, por un instante, mientras repasaba en su mente si le faltaba algún sitio del departamento por revisar. La voz del elotero se percibía a una distancia cada vez mayor. Se dirigió al trinchador y abrió los cajones de los cubiertos y la vajilla. Un segundo después, soltó una risa irónica al confirmar su hipótesis de que era una estupidez que estuviera ahí.

Se sintió derrotado. Bajó los brazos y comenzó a sollozar. Era inaceptable haber perdido el cubrebocas. En ese momento un pensamiento lo invadió y se sintió horrorizado ¿Cómo iba a poder salir ahora? ¿Cómo haría para abastecerse? Imaginó entonces que, gradualmente, la muerte llegaría por él. Se visualizó tendido sobre el piso de la sala, deshidratado y hambriento, mientras los vestigios de su respiración se le escapaban del cuerpo.

Del pensamiento fatal pasó al enojo. Cayó en cuenta que, hasta hace algunos meses, él podía decidir si quería permanecer en casa o salir. No importaba que casi no hiciera uso de ese derecho, al menos tenía la posibilidad de elegir. También era libre para sentir el aire entrar directo en sus pulmones, sin esa muralla de tela que lo obligaba a administrar sus inhalaciones.

Cerró los puños y apretó la mandíbula. Parecía como si estuviera a punto de descargar su furia sobre algún objeto pero, en lugar de eso, liberó la tormenta que ya comenzaba a asomarse por sus ojos. Mientras fluía el llanto, se sentía decepcionado por haberse considerado libre hasta ahora. En verdad era un tonto. Su sensación de independencia era tan frágil que aquel pequeño dispositivo desaparecido le había truncado toda posibilidad de moverse más allá de la puerta de su casa.

Se reprendió de inmediato y cortó las lágrimas. Había sido demasiado permisivo con esto de comprar elotes y eso lo había distraído de su proyecto. Se sentó de nuevo frente a la computadora, mientras quitaba con las manos la humedad alojada en su rostro. Observó de vuelta la pantalla y sintió que la temperatura de su cuerpo se elevaba ahora, mientras una punzada aparecía en su cabeza.

Era incapaz de descifrar aquellos símbolos que hasta hace unos minutos eran su idioma favorito. Intentó enfocar un par de veces, pero seguía sin entender nada. Frotó sus ojos, pero eso no mejoró el resultado. Aproximó sus manos a la cabeza y tomó entre sus dedos aquellos cabellos lacios que no había cortado desde hacía mucho tiempo.

Talló con fuerza el cráneo, suspiró profundo y comenzó a resignarse. Bajó las manos lentamente hasta llegar al cuello. Ni bien habían aterrizado sus dedos ahí, registraron de inmediato esa sensación áspera de aquel retazo por el que había emprendido una búsqueda frenética: todo el tiempo había estado ahí, sobre su cuello, ocultándose en el sitio más visible.

Kenzo comenzó a reír. Más bien se le desbordó, durante un buen rato, una mezcla extraña entre carcajadas y sollozos. No podía parar de hacerlo y, al mismo tiempo, no quería. Era lo más cercano que había experimentado a la libertad en toda su vida.

Se dejó caer y rodó por el piso sin control, mientras transitaba por esta amalgama de emociones. No quería detenerse hasta estar seguro de haberse vaciado de sentido. Al fin, luego de un tiempo, paró, miró al techo y se levantó. Se sentía ligero. Miró por la ventana para cerciorarse que nadie lo había observado a la distancia. De inmediato, llamó su atención el arco iris que ahora se asomaba entre los edificios.

Observó las ventanas con mayor detenimiento y se percató que estaban húmedas también. Entendió que el cielo lo había acompañado en esta extraña catarsis y se sintió agradecido. Tomó el cubrebocas y lo subió hasta la nariz. Agarró las llaves y la cartera y se dirigió hacia la puerta. Había una ciudad entera por descubrir allá afuera.