Creo estar dormida. De repente, un extraño ruido, distante, va creciendo en intensidad dentro de mis oídos hasta que mi mente, aún difusa, identifica que aquel perturbador sonido pertenece al golpeteo de un martillo. Según parece, proviene de la ventana de uno de mis vecinos, aunque todo alrededor es todavía turbio.

Ni bien he pensado esto, un cuestionamiento, que ha comenzado a inquietarme, asalta mi cabeza: ¿Qué hora es? Abro rápido los ojos y recorro el horizonte visible para obtener una respuesta. La luz inunda mi cuarto, pero eso no representa pista alguna, pues mi departamento suele estar iluminado casi todo el día. Al menos sé que no es de noche, pero eso no es alentador porque puede significar que voy tarde para cualquier cosa.

Observo mi ropa, para ver si eso me da alguna pista de en qué momento estoy. Llevo puesta mi bata y mi pijama. Esto podría darme más información, pero inmediatamente recuerdo que, hace meses, desde el comienzo del confinamiento, suelo usar ropa de dormir durante el día.

De cualquier forma, el golpe de adrenalina que recién experimenté ha terminado de despertarme -ahora sí-, y entonces los recuerdos empiezan a acomodarse. Debí quedarme dormida después de que terminara la clase virtual de Daniel, mi hijo ¡Claro, ya lo recuerdo! Estaba agotada y, al concluir su sesión virtual, lo senté en el sillón de la sala a ver una película y me fui a dormir.

Estiro la mano hacia la cajonera de mi lado izquierdo y agarro mi despertador. Debí haber hecho esto desde el principio, pero todo era confuso. Son las dos de la tarde. Sólo dormí 30 minutos, pero sentí como si hubieran sido tres horas. Debo aprovechar el tiempo que le quede de película a Daniel para darme un baño rápido, cocinar y sentarme a preparar mi clase de las cuatro.

Soy traductora de oficio, y trabajo para una empresa transnacional de componentes electrónicos: realizo las traducciones simultáneas en inglés y francés de las reuniones semanales que sostienen entre las diferentes sedes; y también elaboro, reviso y ajusto las versiones escritas de diferentes documentos de trabajo que utilizan en forma cotidiana.

No obstante, desde que comenzó la pandemia, el flujo de tareas de la empresa disminuyó considerablemente -y mis ingresos también-, por lo que he tenido que ofrecer clases de ambos idiomas para tener el dinero suficiente para cubrir los gastos básicos de la casa.

Edmundo, el papá de Daniel, se fue de casa hace un año y medio y, desde entonces, sólo sabemos de él cada cinco o seis meses, cuando deposita en mi cuenta una cantidad tan ridículamente pequeña que ni siquiera recuerdo el monto, y acompaña el aviso de la transacción realizada con un mensaje en el que le manda saludos a su hijo -para que se los haga llegar yo, claro está-.

A pesar de estar solos, Daniel y yo nos habíamos organizado bastante bien para cumplir con las obligaciones laborales y de la escuela, y para tener un poco de tiempo de convivencia los fines de semana; pero desde que apareció este maldito virus, todo orden posible desapareció.

Desde entonces, mis días transcurren más o menos así: despierto a regañadientes a eso de las 10 de la mañana para darme un baño rápido y luego despertar a Daniel, que me hace el relevo en la regadera mientras le preparo algo para desayunar. Sus sesiones escolares virtuales ocurren de 12 a 2 de la tarde, -aún no sé por qué su maestra eligió ese horario-, y luego tiene que dedicar casi toda la tarde a resolver los ejercicios y tareas, que cada día son más complicados y extensos.

Mientras él toma clase, yo aprovecho para avanzar lo más posible en las traducciones del mes que, aunque ahora son menores, requieren tiempo y concentración; pero como todos mis vecinos están confinados en el edificio, el ruido puede llegar a ser insoportable y no logro avanzar mucho en ese lapso.

Al finalizar las sesiones de Daniel preparo la comida, mientras él limpia un poco nuestro departamento, que no es muy grande. Comemos, y de ahí, cada uno a sus rutinas: él a sufrir con las tareas y yo a preparar clases.

En los días buenos imparto hasta cuatro sesiones de una hora, por lo que termino entre 8 y 9 de la noche. Aunque esos días son desgastantes, son los que permiten que pueda obtener una parte importante del ingreso necesario para completar los gastos del mes. No todas las semanas son buenas, pero hasta ahora he podido lidiar con el pago de las cosas más importantes.

Al terminar la última clase, preparamos la cena y, después de alimentarse, mi hijo se va a la cama, ya exhausto, aunque pide que lo acompañe unos 10 minutos, en lo que concilia el sueño. Luego retomo ya con más velocidad y concentración las traducciones y, si me da la energía, avanzo un poco en la planeación de clase. Por lo regular son las 3 o 4 de la mañana cuando aterrizo finalmente en cama.

Muchas veces no tengo ni idea de la hora que es, pues dejé de usar reloj de mano debido a las medidas sanitarias, y ahora ya ni siquiera tiene pila. Lo que me salva es que tengo programadas más de diez alarmas en mi celular, para que me avisen de las cosas urgentes.

El tiempo se ha vuelto tan borroso en estos meses. Un día puede parecer tan similar al siguiente o ser completamente distinto, pero eso no depende de la secuencia de actividades, sino de qué tantos imprevistos aparecen, precisamente por no tener una noción clara de las horas y los minutos.

Hoy, luego de muchas semanas de actividad continua, decidí dormir una siesta porque ya no soporto más el cansancio, pero siento que el resto de mi día se volverá insoportable por haberme permitido este pequeño lujo.

Siento a mi cuerpo muy torpe y a mis pensamientos aún más. Tengo la impresión de estar todavía en el umbral de los sueños y, al mismo tiempo, de que el mundo avanza rápido mientras lo veo pasar ante mis ojos. Me ha tomado unos 15 minutos retomar el ritmo de lo cotidiano.

Termino de preparar la comida con aquello que voy encontrando de las sobras de otros días. Estoy muy inquieta, porque no logro recordar dónde dejé mis apuntes de clase. Le pregunto a Daniel, pero tampoco lo recuerda en ese momento, y además no me presta mucha atención, porque ya lidia con sus propias angustias al tener que resolver problemas de geometría.

Poco a poco mis ideas y movimientos regresan al ritmo normal, pero sigo sin encontrar mis papeles y ya sólo falta media hora para la clase. Engullo rápido y sin ver lo que llevo a la boca, porque mi mente sigue concentrada en la revisión de cada espacio de la casa para averiguar dónde se encuentran mis apuntes.

Finalmente, dos bocados antes de terminar, recuerdo dónde los dejé y voy hasta allá. Me olvido por completo de mi comida y reviso lo que tengo que exponer hoy. Quedan cinco minutos para comenzar la conexión. Mientras leo apresurada mis notas me pongo un saco que hoy combina perfecto con mi playera y mis pantalones de pijama.

Tengo previamente seleccionadas seis combinaciones de prendas que me permiten lucir profesional frente a la cámara -sin perder la comodidad de mi atuendo cotidiano-, y cada semana hago combinaciones distintas con ellas.

La angustia de no estar preparada me ha dejado un poco acelerada -y mis alumnos de la primera clase lo notan-, porque me detienen constantemente para repasar algunos conceptos que no han quedado claros. Puedo notar en sus rostros algo de molestia. Espero no decidan abandonar el curso.

Conforme avanza la tarde he ido recuperando ritmo, pero todavía me siento algo aturdida. Luego de un café entre clases y algunos ejercicios de respiración cierro la sesión de las ocho, ya en buena forma.

Regreso con Daniel, que hoy ha terminado antes sus pendientes, por lo que mira la televisión desde hace un rato. Le preparo de cenar mientras él alista su cama para dormir. Está agotado también y no tarda mucho en dormirse.

Retomo la traducción de un comunicado que enumera las medidas que adoptará la empresa para tener una ocupación presencial del 40 por ciento de trabajadores en sus sedes: Uso obligatorio de cubrebocas y mascarilla durante toda la jornada laboral, que no podrá ser mayor a 6 horas; distancia forzosa de dos metros entre cada estación de trabajo; pausas escalonadas de cinco minutos para que el personal reciba limpieza y desinfección por turnos: cada 60 minutos los empleados que tienen algún trato con proveedores o público, cada 90 aquellos que están obligados a moverse por diferentes módulos de trabajo y, finalmente, cada 120 minutos quienes están asignados a una tarea específica durante toda la jornada.

Como última, pero no menos importante disposición, todos los empleados deberán llevar su propia comida y consumirla en su puesto de trabajo. Al finalizar esto, deberán limpiar los recipientes con toallas sanitarias dispuestas en cada módulo y sus manos con gel desinfectante, provisto también para cada empleado. Todos los desechos deberán ser depositados en contenedores especiales.

Aunque traducir esto no es complicado, me detengo varias veces en el proceso porque no puedo dejar de pensar en cómo se le puede explicar a las personas, en el idioma que sea, que no volverán a sus rutinas acostumbradas, que estarán aisladas y monitoreadas a partir de ahora, como si fueran una máquina más. Imagino sus rostros intranquilos al leer este trozo de papel que ahora configuro en otras lenguas.

Me sorprende, además, la obsesiva exigencia de las instrucciones. Todo estará medido y calculado en forma precisa. Recuerdo entonces haber leído en un viejo texto de la universidad, en la clase de administración, que este modelo de trabajo ya existía hace mucho. Le llamaban Ford-taylorismo y basaba su éxito en esa cadencia ininterrumpida de movimientos alineados a una cadena de montaje.

Se supone que habíamos superado eso hace mucho, pero todo parece siempre retornar al mismo punto, tarde o temprano. Mientras pienso esto último, tengo la impresión de haberlo leído ya en alguna parte, pero no recuerdo dónde.

Imagino sus nuevas rutinas, prácticamente carcelarias, y las comparo con las mías. En realidad no hay gran diferencia. Yo soy esclava de la ambigüedad del tiempo tanto como ellos lo son de la higiene y la distancia.

Por un instante añoro esa vieja libertad que tenía hace algunos meses, antes de que comenzara todo esto, pero rápidamente cambio de parecer, pues acabo de recordar que en realidad sólo transitaba entre mis rutinas laborales y las domésticas.

Se me escapa una risa irónica. En realidad lo único diferente ahora es que estoy consciente de que nunca fui libre. Mi corazón se estruja al pensarlo ¡Quisiera mandar a la mierda todo! Inmediatamente después de pensarlo sonrío, con gesto irónico. De todos modos, no sé qué otra cosa podría hacer de mi vida, salvo esto, así es que abandono mis intenciones libertarias.

Entre ideas y tecleos, mis párpados comienzan a juntarse. Mi noción de lo real es cada vez más espesa y borrosa. Sin consultar el reloj, asumo que es muy tarde ya. En algún momento, que no identifico bien, dejo de estar despierta.

Todo vuelve a ser calma y silencio. Mi mente reposa al fin en las mansas aguas del sueño. Puedo sentirme cobijada dulcemente por mi respiración pausada.

Despierto de pronto, asustada, y en automático estoy casi de pie, a la orilla de mi cama. Mi respiración está agitada. He tenido un sueño en el que un terrible virus obligaba a la humanidad a mantenerse confinada durante semanas o meses. Era desesperante.

Soñé también que Daniel y yo éramos esclavos de la ausencia de tiempo y que nos convertíamos en autómatas ¿o no era un sueño? Me invade un calor expansivo en la boca del estómago. Volteo a verme y me descubro en pijama. Doy una mirada rápida alrededor y veo que ya es de día, pero no sé si eso sea suficiente información.

Volteo a ver el despertador. Son las siete de la mañana. Creo que sólo fue un engaño de mi mente, una broma pesada. Quiero dormir unos minutos más antes de comenzar la rutina que me llevará a la oficina. Cierro los ojos, aunque mantengo un poco el estado de alerta. Me sumerjo de nuevo en la somnolencia.

Despierto nuevamente agitada ¿cuánto tiempo ha pasado desde que cerré los ojos? Me duele la cabeza demasiado. La luz me invade la mirada, la desborda y engulle. No alcanzo a reconocer el sitio en el que estoy, ni la hora que es. Sólo alcanzo a percibir, entre penumbras, esa extraña sensación de estar dormida.