Con este encierro forzado los víveres se consumen mucho más rápido. Recién anoche me percaté que era hora de comprar algunas provisiones para las siguientes dos semanas.
Afortunadamente tengo un supermercado a tres calles de mi casa, porque adquirir insumos se ha vuelto un asunto sumamente complicado: preparar la cocina para recibir todo lo adquirido y desinfectarlo, usar ropa que cubra el cuerpo lo suficiente, dejar listo el cambio de ropa en el baño para llegar directo a la regadera, tener a la mano la solución clorada para los zapatos, ponerse los incómodos guantes que harán sudar mis dedos y que no me permitirán tomar ningún objeto con precisión, ajustarme este pseudo rostro de tela que hace mi respiración más densa, aprieta demasiado mi nariz y ha comenzado a lacerar mis orejas.
Camino rápido y con la vista puesta al frente hasta llegar a la tienda. Recibo la dosis de gel antibacterial para unas manos que, aunque ya cubiertas, tocarán las más sospechosas superficies. Nunca está de más cualquier precaución.
Me dirijo a tomar un contenedor para objetos y un empleado se me adelanta para depositar un disparo líquido de solución alcoholizada sobre la manija. Por un momento pienso que va a chocar conmigo y que tendré que estar confinado durante 15 días, mientras averiguo si soy una nueva víctima del virus, pero el tipo resulta hábil y me esquiva rápido.
Observo a las personas que han acudido a hacer sus compras y no puedo dejar de notar esa pesada angustia que comparten conmigo en este momento. Aunque no puedo ver del todo sus rostros, sus expresiones dicen mucho más de lo que ellos pueden notar. Me aproximo a la sección de verduras para comenzar con esta empresa y observo, a tres metros de distancia, a una chica de mirada luminosa que elige cuidadosamente unos mangos.
No puedo dejar de notar que es hermosa, con esos ojos almendrados que diseccionan con paciencia la fruta, una figura voluptuosa que se esconde tras un atuendo deportivo ajustado y esa cabellera ondulada que le cae hasta los hombros. Tomo cualquier objeto, para disimular que la observo, pero luego me quedo inmóvil, mientras disecciono sus movimientos.
Algo hace que ella cambie su foco de atención. Levanta la cabeza y rastrea esa sensación extraña que ha tenido hace un par de segundos. Se topa de pronto con mis ojos y dibuja un gesto de satisfacción ante su búsqueda. Intento desviar la mirada pero me es imposible. Ella tampoco se mueve. Nos observamos fijamente unos 20 segundos y luego su quijada hace un movimiento que bien podría ser una sonrisa. No tengo certeza de ello, porque su cubrebocas tapa buena parte de su cara.
Rompe el contacto visual y sigue su camino. Yo regreso a mi lista de compras. Ha sido estupendo y muy necesario tener este brevísimo encuentro con la chica. Hago un recorrido puntual por la sección de frutas y, antes de regresar a depositar lo seleccionado en mi contenedor, echo una rápida vista a los alrededores para ver si la muchacha sigue cerca.
Me decepciono rápidamente, porque no queda ni rastro de ella. Me aproximo al vehículo y veo un pequeño trozo de papel que definitivamente no estaba ahí cuando llegué a este lugar. Lo tomo con sumo cuidado y lo desenvuelvo. La nota dice: «hola, soy Alika. Este es el número de mi móvil. Llámame», para luego desplegar aquellos diez gloriosos números que representan la maravillosa posibilidad de relacionarme al fin con alguien durante el encierro. Me siento esperanzado en medio de esta zozobra prolongada que empezó en un tiempo que, aunque no ha sido tanto, me parece muy lejano ya.
Aunque algo distraído ante la posibilidad de un encuentro con esta mujer, continúo mi camino. Me la topo nuevamente en un par de ocasiones y recibo, en ambas, un guiño coqueto de su parte. Mi cuerpo se estremece sin remedio. Tengo una prisa loca por regresar a casa y poder sacar mi móvil para enviarle un mensaje.
Luego de una hora y media (el tiempo necesario para realizar compras se ha vuelto tortuosamente largo desde que comenzó esta pandemia), logro al fin salir de aquel lugar y llegar a casa. Apenas alcanzo a quitarme los zapatos y depositar mis compras en la cocina. Saco apresuradamente mi celular y el trozo de papel. Escribo en mi libreta de contactos: Alika Supermercado (¡menudo nombre para mi nueva y potencial conquista!) e inmediatamente le envío un mensaje: «Hola, me llamo Antoine. Nos vimos hace una hora en el supermercado y no he podido dejar de pensar en ti. Quiero verte».
Inmediatamente después, comienzo a sentir una culpa inmensa por haber roto algunas de las normas sanitarias gracias a este impulso absurdo, pero maravilloso, de contactar a la chica. Embadurno mi aparato con gel antibacterial y me voy a bañar, en espera de recibir una respuesta a mi mensaje.
Cinco minutos después salgo de la regadera y me visto apresurado, con la esperanza de tener ya la respuesta de Alika. Me asomo al celular y siento un poco de decepción, porque no tiene ninguna notificación nueva. Asumo, para consolarme, que ella aún estará de camino a casa. Comienzo el arduo proceso de lavado de los productos que he adquirido. El tiempo nuevamente se estira demasiado y me hace experimentar una desesperación que ha sido muy común en estas semanas.
Me he resignado a terminar la rutina de limpieza e incluso olvido, por algunos minutos, revisar mi teléfono. Estoy a dos zanahorias de terminar y volteo por curiosidad a la pantalla, para descubrir que tengo al fin un mensaje de esta mujer.
Hago una pausa para revisar el texto. El estómago se me cierra y el corazón reclama airado. «Tampoco he dejado de pensar en ti. Te propongo vernos en cuatro días, en un sitio donde venden café para llevar. Te mando la dirección mañana. Nos reunimos en ese sitio y de ahí vamos a tu departamento o al mío».
Me falta el aire y siento algo de mareo, combinado con una sonrisa imborrable y unas ganas de gritar que apenas puedo contener. Es lo más emocionante que me ha ocurrido en muchas semanas. Aunque cuatro días de espera suena a muchísimo tiempo. Pero sabré aguantar.
Le contestó que estoy de acuerdo y, a partir de ese momento, comenzamos un intercambio de mensajes que sólo se ve interrumpido en las madrugadas, para descansar un poco y, durante algunas horas del día, para atender asuntos laborales urgentes. Platicamos de nuestros gustos y de nuestra experiencia en el encierro; pero también sostenemos algunas charlas eróticas que le han añadido un toque interesante a la espera. No obstante, hemos convenido que no nos enviaremos fotos de nuestros rostros descubiertos, que nos quitaremos los cubrebocas hasta estar frente a frente.
También acordamos mantener medidas de higiene y cuidado, por si acaso. Me he comunicado con un amigo médico y me consiguió una prueba casera de detección del virus que arroja resultados en 48 horas. Justo el tiempo necesario para llegar tranquilo a mi encuentro.
Al fin llega el día acordado. Dos horas antes tomo un baño y estoy listo y ansioso en la puerta de mi departamento. En cuanto llega el tiempo prudente para partir, sin llegar demasiado temprano, saco mis mejores guantes para la ocasión y el cubrebocas más caro que tengo. Añado a mi atuendo, por último, una careta que he adquirido especialmente para la ocasión. También esto forma parte de lo acordado con Alika, al menos para el tiempo que estaremos en la calle.
Llego al sitio acordado cinco minutos antes. Las manos me sudan no sólo por el plástico de los guantes, sino porque estoy completamente nervioso. Trato de inhalar y exhalar tranquilo, pero el cubrebocas no deja entrar mucho oxígeno. Afortunadamente Alika se presenta tres minutos antes de la hora acordada. Nos saludamos a la distancia recomendada y nos miramos fijamente a los ojos, que alcanzamos a percibir a pesar de las caretas. Pagamos un par de cafés y, mientras nos los entregan, comenzamos con una charla casual sobre cómo estuvo nuestro camino para llegar a este sitio.
Recibimos el pedido y hacemos una pausa. No hemos decidido a donde iremos para continuar con nuestra cita. Luego de algunos breves cálculos, acordamos ir a su casa, que está a menos de dos kilómetros. Caminamos lento, pero con la distancia prudente entre nosotros y siempre al compás de esa danza que resulta de esquivar transeúntes.
En el trayecto le he mostrado los resultados de mis análisis, que anuncian ese anhelado «negativo» que es mi salvoconducto para, al fin, poder tener sexo con esta chica. Ella hace lo propio y ambos sonreímos complacidos. Llegamos a su departamento, luego de subir dos pisos, y nos quitamos los zapatos. Ella toma un atomizador y rocía sobre mi cuerpo un poco de alcohol. Yo repito la misma acción sobre su cuerpo y suelto la botella.
Ella entiende la señal y nos despojamos de los cubrebocas. Sus labios gruesos lucen deliciosos y listos para ser recorridos por los míos. Aproximo mi rostro al suyo lentamente y ella cierra los ojos, en espera de que mi boca aterrice al fin en la suya. Junto mis párpados también y respiro agitado, en espera de sentir ese primer contacto húmedo. Un estruendo interrumpe nuestro acoplamiento. Hemos olvidado quitarnos las caretas, que ahora han chocado irremediablemente. Nos reímos un poco del suceso y las tiramos al suelo. Al fin puedo sentir su aliento tibio en medio de este oleaje que recorre nuestras bocas.
Comienzo a quitarle la ropa. Desabotono su camisa y mordisqueo un poco sus hombros, mientras observo como se estremece despacito. Beso ahora profusamente esa parte de su cuerpo durante algunos minutos, pero de pronto me detengo, preocupado. La observo con algo de angustia y reconozco mi sensación en sus pupilas. Aunque la misma idea pasa por nuestras cabezas, ninguno se atreve a decirla.
Finalmente tomo la iniciativa y le propongo que tomemos un baño juntos. A lo mejor esto sirve además para encender el encuentro. Ella acepta gustosa y va por un par de toallas. La duda de si alguna partícula del virus estaría alojada en sus hombros me tiene un poco preocupado. Le pregunto si tiene enjuague bucal con alcohol y me responde afirmativamente. Creo que con eso bastará.
Entramos al baño y nos desnudamos rápido, pero jugueteando un poco. Su piel marrón es la mejor estampa para adornar este cuerpo de proporciones perfectas. Ella nota con agrado, al sur de mi cuerpo, el júbilo con el que recibo su desnudez. Extiende su mano y me invita a entrar con ella a la regadera. La sigo e intento aproximarme rápido a su cuerpo, pero me detiene.
Me susurra que, por recomendación sanitaria, ella siempre se enjabona cada parte de su cuerpo durante, al menos, 30 segundos; pero después de decirme eso con un tono serio, sonríe en forma seductora y me propone que ambos limpiemos el cuerpo del otro.
Reconozco que no ha sido muy excitante la tarea de contar los segundos que gasto con el jabón en cada parte, pero al menos he podido tocarla por completo. Justo al final de la rutina, tomo un poco de agua en la palma de mi mano y lavo su vulva, mientras mis dedos recorren libres este nuevo territorio. Hemos recuperado la intensidad del encuentro. Mientras toco algunos acordes sobre su sexo, ella los acompaña con unas agudas notas que han hecho trabajar bastante a sus cuerdas vocales.
Tomamos nuestras toallas y nos secamos rápido. Al fin tenemos vía franca para el amor. Nos fundimos en un beso mientras avanzamos hacia su cuarto y ahí, interpretamos nuestra mejor actuación. Quedamos exhaustos y nos miramos, sin palabras de por medio, durante un buen rato.
Estamos a punto de abrazarnos pero de nueva cuenta nos detenemos. Todavía sin hablar, entendemos cual es el siguiente paso. Nos paramos de la cama y nos dirigimos a la ducha. En esta ocasión, la limpieza ha corrido a cargo de cada uno de nosotros y hemos sido rápidos.
Regresamos a la cama y comenzamos a charlar. Tengo unas ganas incontrolables de abrazarla y puedo asegurar que ella también, pero ambos mantenemos el protocolo de distancia tanto como nuestras ganas nos lo han permitido. Ella desliza su mano a unos centímetros de la mía y yo pego las yemas de mis dedos a las suyas. Aunque no la puedo tener tan cerca, la siento muy próxima. Definitivamente me encanta Alika, aunque no pueda controlar del todo esta culpa que siento por haber roto con el cerco. Respiro profundo y sigo mirándola.