Ilustración: Sylvaine Nieto
Mientras camina alrededor del parque, Aine siente que libra la más importante batalla de su vida. El aire se le espesa cada vez que intenta recorrer sus pulmones. Conforme avanza por aquellas paredes mucosas, la bocanada sabe a incendio, pero también duele y rasga todo a su paso. Aunque no es una sensación nueva, esta vez le resulta casi insoportable.
Tal vez lo que le horroriza es haber descubierto que ha vivido muchos años con esta enfermedad a cuestas, con aquella inquebrantable sensación de asfixia, como si algo fatal estuviera a punto de ocurrir en cualquier instante; como si el motivo principal de su respiración, todos estos años, hubiera sido la inexorable extinción.
La mirada se le comienza a nublar mientras piensa en esto. Se detiene un momento y dirige su mirada al vacío aquel, adornado de nubes, que la observa desde arriba. Siente aquella luminosidad septentrional asomarse, temerosa, hasta posarse en su piel e hincharla poco a poco.
Este sol que ahora la cobija, jubiloso, parece estar dispuesto a consumir su cuerpo hasta que no quede rastro alguno. En el fondo, es como si este instante abrumador le dijera lo que siempre supo: que se repudiaba tanto como la vida solía hacerlo.
Esa sensación de rechazo era muy antigua, pero en realidad Aine la asociaba en forma más clara con el momento en que decidió estudiar medicina para complacer a su familia, -particularmente a su padre, que había elegido esa misma profesión-, pese a lo mucho que odiaba el mundo de lo verificable y de lo que intenta ser curado.
Aine había pasado toda su adolescencia deseando viajar a los lugares más insólitos, por el simple placer de redescubrirse en cada uno de ellos; por el deseo de perder su nombre en el viaje y asumir tantas personalidades como la imaginación le proveyera.
Luego de esas aventuras, tal vez dedicaría su vida a contar sus historias, o quizás a acumular nuevas ¡Qué más daba! Ya lo descubriría con los años. Por eso este anclaje forzoso de seguir la vocación paterna le pesaba hasta sentir aquella sensación de ahogo, que no mataba, pero tampoco le dejaba hacer mucho más.
Aunque fue una alumna destacada y se graduó con honores, esos años de universidad fueron un tormento que le comenzó a envenenar el alma. Se volvió dura consigo misma y no se permitió mostrar sentimiento alguno desde entonces.
Por momentos, pensaba en aquellos años de planes fantásticos y, unos instantes después, se avergonzaba por seguir guardando esos recuerdos, para luego sentirse fatal por esa vergüenza venenosa. Al final, esa sensación en espiral descendente la iba envenenando de a poquito. Era como si un virus se le diseminara sobre los recuerdos y los infectara sin remedio, gracias a esa culpa maldita.
Durante sus años universitarios no se le conoció novio alguno, pese a que sus padres insistían cada vez más en señalarle que, mientras avanzaba en edad, perdía la carrera por encontrar un esposo que la protegiera y que le garantizara un futuro estable. –Mira que no eres una mujer linda y no puedes darte el lujo de despreciar prospectos- le dijo su madre en más de una ocasión.
Ella no sabía definir en forma precisa si era bella o no, pero definitivamente aquellas palabras le reforzaban la sensación de enfermedad. No es que le atrajera la idea de tener a un hombre a su lado. De hecho, no estaba segura de que sólo ellos le gustaran, porque en ocasiones eran las mujeres las que le resultaban atractivas.
En realidad le seducía, en el fondo, la posibilidad de conocer a las personas, de interesarse por sus vidas -aunque muy pronto ese impulso era sustituido por el de malestar generalizado, y terminaba por cobijarse con aquella indiferencia hacia los demás-.
Había decidido especializarse en ginecología, más por elegir cualquier alternativa que por verdadera vocación. Debido a su inquebrantable talante, había terminado su especialidad con altas notas, y con el prestigio entre los colegas de tener una capacidad de diagnóstico envidiable.
Gracias a ello, había conseguido ser contratada por un hospital privado de renombre en la ciudad, y percibía un ingreso mucho más alto que el del resto de sus colegas de generación.
Aunque no se sentía orgullosa de eso, pensaba que el rápido ascenso le podía permitir un poco de aceptación de su padre, no para que la quisiera más sino, al menos, para que no tuviera expectativas inalcanzables sobre ella.
No obstante, su papá insistía en recordarle que la especialización por la que había optado era para médicos de segunda clase, para mediocres que no habían aprendido casi nada de la profesión.
Mientras le recitaba esa cantaleta, una y otra vez, ella iba sintiendo de nueva cuenta la sensación de descomposición. Podía percibir claramente cómo se le necrosaban las ideas. Así, fue distanciando progresivamente las visitas a casa.
Luego de mucha insistencia, aceptó salir con un médico asistente de su padre que había suspirado por ella, desde los tiempos en que ambos eran compañeros de aula. No tenía ilusiones respecto del encuentro, pero sabía que si le daba entrada podría sortear un poco los reclamos familiares.
Esa primera cita fue algo tormentosa, porque podía oler la desesperación del muchacho. Durante la reunión, mantuvo un aire distante y, en ocasiones, se mostró incluso hiriente y petulante con su compañero de cita. A pesar de eso, el médico insistió en un siguiente encuentro.
A partir de ahí, Aine encontró una nueva diversión: cuanto más se comportara en forma ruda con su pretendiente, más sentía consuelo, como si de alguna manera pudiera transferir, por un rato, esa sensación de enfermedad a este tipo.
Decidió llevar al extremo su experimento, para poder salvaguardar ese pequeño archipiélago de salud que experimentaba al rechazar al doctor. Aceptó la propuesta de ser su pareja y comenzó esa rutina de sobrellevar una relación, que aunque le fastidiaba, se había convertido en su único espacio de alivio.
Desde entonces, algo de vida volvió a su corazón. No porque experimentara algún sentimiento amoroso por aquel sujeto, sino porque tenía un motivo de diversión, una excusa para respirar.
Disfrutaba, por ejemplo, verlo temeroso mientras expresaba sus sentimientos con efusividad. Podía sentir perfecto el ritmo vertiginoso de aquel corazón que se le desbocaba, de tal forma, que las palabras se le entrecortaban mientras soltaba su discurso.
Luego del tremendo esfuerzo desplegado por el doctor -ya agotado-, la miraba en espera de alguna respuesta. Aine tenía una única postura ante ello: lo miraba fijamente, pero su rostro permanecía libre de emoción alguna. Su respiración era pausada y eso le ayudaba a mantener el aire de tensión en el ambiente.
Aguardaba, impávida, durante uno o dos minutos. Pestañeaba un par de veces, tragaba saliva lentamente y abría ligeramente la boca. Un tímido “gracias” se asomaba y no pronunciaba ninguna otra palabra. El muchacho respiraba al fin un poco, y la sensación agridulce de quien obtiene una victoria pírrica se le dibujaba en el rostro.
Aine asumió, luego de unas tres o cuatro veces de practicar este ritual, que el médico terminaría por hartarse, pero eso nunca ocurrió.
Entonces, intentó otras opciones de diversión que pretendían lograr el fastidio de su novio. Por ejemplo, le daba por hacerlo esperar por más de una hora para llegar a las citas acordadas o, incluso, en una ocasión, por no llegar siquiera. Estas acciones le llenaban de placer momentáneo, que luego era seguido por un ligero remordimiento.
Aine se preguntaba continuamente si podía vivir en ese estado de placer efímero durante el resto de su vida o si, en algún momento, podría volver a experimentar algo de la emoción de aquella adolescente idealista y aventurera que había sido.
Pensó que tal vez un giro discreto podría darle un mejor futuro. En cierta ocasión, durante una de esas fases de tormenta causadas por su comportamiento con el doctor, cruzó por su mente la idea de que, tal vez, no le había dado una oportunidad verdadera. A lo mejor si dejaba de resistirse podía sentir algo por aquel tipo.
Decidió cambiar la estrategia como experimento. Al recibirlo en su casa, lo abrazó y le dijo al oído que lo había extrañado. Se separó de él y lo que encontró fue un gesto de desconcierto, incluso de un poco de horror, de parte del muchacho.
Aine no esperaba, definitivamente, esa respuesta. Lanzó un comentario sobre lo bien que se le veía el atuendo elegido para la ocasión pero, de nueva cuenta, recibió una reacción de incomodidad. Decidió abandonar el intento y volver al gesto acostumbrado de indiferencia.
El muchacho respiró de nuevo y su expresión fue la de alguien a quien se la ha concedido, de último minuto, la oportunidad de librar la muerte. De pronto retomó la galantería acostumbrada, como si nada.
Aine se sintió decepcionada. En realidad ella, y este sujeto, no eran más que dos enfermos terminales que se resistían a morir, pero también a curarse. Sin embargo, le daba gusto mantener ese reducto de alivio, en medio de la enfermedad que era esta relación disfuncional. Estaba resignada a seguir con el ritual hasta que la muerte la alcanzara.
No pasó mucho tiempo antes de que la estela fúnebre se asomara. Precisamente esta tarde, antes de ir al parque, su novio le propuso, finalmente, matrimonio; algo que Aine había visto venir desde unos meses atrás, pero que el muchacho no se atrevía a concretar. Ese día, con mucho esfuerzo, finalmente había logrado hacer la propuesta.
Luego de escuchar un montón de palabras inconsistentes y apresuradas, lo miró fijamente durante un minuto y disfrutó, una vez más, de aquella angustia extranjera que consumía a este remedo de hombre, que ahora la miraba suplicante. Dio un trago a su copa de vino y dejó que el contenido se paseara en su boca durante un par de minutos más. Tragó finalmente y contestó con un seco “sí, por supuesto”.
El muchacho, invadido por la taquicardia, balbuceó tembloroso un par de sílabas y la abrazó efusivo. Aine posó ligeramente sus manos en aquellos hombros, unos instantes nada más, y luego lo alejó. –Tenemos muchas cosas que planear- le dijo él. –Tenemos mucho tiempo para hacerlo- contestó ella, en forma mordaz.
Aunque sabía que aquel era su destino irrenunciable, algo dentro de su cuerpo, alrededor del pecho, se le quebró, para su sorpresa. Era como si le hubieran anunciado que su padecimiento crónico estaba a punto de llevarla a despedirse de esa vida que algún día había deseado.
-¿Quieres que vayamos con tus padres para anunciarles nuestro compromiso?- le dijo entusiasmado el doctor. –Ya habrá tiempo para eso- atajó ella en forma fría. El muchacho aceptó, un poco desilusionado, su respuesta.
Se levantaron de la mesa y se despidieron con un beso muy breve. Él se quedó inmóvil y ella le dijo que caminaría un poco. El doctor se dirigió hacia su auto, mientras la volteaba a ver en repetidas ocasiones, y ella giró en sentido contrario, sin voltear atrás.
Mientras avanzaba, Aine sentía una embriaguez incómoda, que le impedía pensar en forma clara. Algo, que no alcanzaba a definir con palabras, le incomodaba demasiado. Siguió su paso, con las ideas peleándose en su cabeza. Sin darse cuenta, había llegado hasta la casa de sus padres.
Tomó un instante para volver inteligible el momento presente. Respiró profundo y supo, por primera vez en mucho tiempo, lo que quería hacer. Avanzó hacia la puerta y tocó el timbre. Su padre la recibió con cierta indiferencia. Se descubrió a sí misma invadida, otra vez, por aquella necesidad de obtener su aprobación pero, en esta ocasión, no dijo nada.
Avanzó hacia la sala, donde la esperaban su madre y él, sentados, y anticipó, sin dudas, que ya sabían la noticia y que esperaban la confirmación de su parte. Se sentó y permaneció callada durante algunos minutos, ante la mirada sorprendida de sus dos anfitriones.
No es que no tuviera algo que decir, sino que había experimentado, de súbito, una visión, sobre el futuro, que la aterrorizó. Se vio a sí misma postrada en una cama, algo vieja, con esa sensación de enfermedad acostumbrada, pero ya sin que le molestara por completo. Su rostro amargado se había convertido en su máscara definitiva. Ya no se le podía distinguir de esa sombra virulenta que, unos años atrás, le había cambiado la vida.
La escena le pareció insoportable. Valía más enfrentar una muerte temprana, al menos la muerte que sobrevendría con el desprecio de aquellos que ahora tenía enfrente, que asumir en forma definitiva esta nacionalidad infecta que estaba por abrazar.
Les contó a sus padres de la reciente propuesta del novio y, ante la emoción materna y una ligera sonrisa de aprobación esbozada por el padre, estiró su mano, pidiendo que detuvieran su júbilo, y siguió su discurso. Añadió que, aunque eso le resolvía muchas cosas del futuro, también la condenaba a una agonía infinita, una que no estaba dispuesta a seguir experimentando.
Los párpados de sus oyentes se estiraron progresivamente, en señal de alerta. Algo no estaba sucediendo conforme a lo planeado. Aine pidió sólo un minuto más para terminar su explicación.
Les habló de los muchos sueños que se le habían quedado atorados en el pasado, de la frustración tan grande que la cobijó después de su elección de profesión y, sobre todo, de esa sensación infecciosa que le carcomía el corazón cada vez que intentaba librarse de este destino que ellos le habían trazado, y que ella había adoptado sin resistencia.
Abrazó el silencio, entonces, y esperó una respuesta. La madre rompió en llanto y decretó el destierro emocional que ella tanto esperaba. Giró la vista hacia el padre, esperando un resultado similar, pero lo vio ahí, inmóvil, empequeñecido, sin poder articular alguna idea coherente. Su mirada extraviada le añadía una nota adicional de angustia a este instante.
El doctor parpadeó un par de veces y finalmente pudo hablar. -¿qué va a decir tu abuelo? Estaba muy ilusionado con esta boda. Seguramente me echará la culpa por tus decisiones- le restregó a Aimé, aunque su tono era más de derrota que de reclamo. La muchacha se sintió desconcertada durante algunos instantes, pero inmediatamente observó a aquel gigante desmoronarse y, tras de él, vio a un infante encogido y lloroso que se parecía mucho a ella.
Decidió abandonar la escena, triunfante, pero muy desconcertada. Todas las emociones se le agolpaban en el pecho y le dificultaban respirar. Tras cerrar la puerta, aspiró fuerte y marcó a su prometido, antes de que sobreviniera la debacle, para comunicarle su cambio de decisión y desearle buena suerte en el futuro, con otras personas.
Lo hizo en un tono ligeramente más cálido, pero sin romper con ese ritual maldito que habían instaurado los dos desde el comienzo. El muchacho, por supuesto, rompió en llanto y comenzó las súplicas, pero ella estaba exhausta y no iba a soportar una vez más esas escenas. Colgó rápido y avanzó.
Pensó en sentarse un momento en alguna banca del parque aquel, a unas cuadras de distancia, en el que había pasado tantos momentos felices en su infancia y hacia allá se dirigió.
Le pesaba avanzar. Pensó que al encarar a sus padres se sentiría finalmente liberada y, aunque algo había de esa sensación en su mente, le pesaba haber descubierto lo profundamente infecciosa que era esa culpa, que no sólo la atormentaba a ella, sino también a sus padres ¿Cuántos más en su linaje habrían pasado por ahí?
En el fondo, le preocupaba no poder librarse por completo de esta herencia fatal, y cargar a cuestas con esa voz tormentosa que la regañaría cada vez que experimentara un poco de placer o de amor.
Se dio cuenta de su llegada al parque, justamente, porque aquellos dedos largos e incandescentes que la invadían desde el cielo le dieron un regalo inesperado: por primera vez en mucho tiempo sentía algo, aunque sólo fuera esta expansión incandescente dentro de su cuerpo.
Volteó al cielo y dejó que la luminosidad la cegara. Cerró los ojos y se quedó con el rostro en aquella dirección durante un buen rato. Tanto, que le pareció desaparecer. Sintió el aire abrazar su rostro y envolver su cuerpo. Volvió a percibir cada centímetro de aquel cadáver en el que se había convertido, mientras renacía en medio de la floresta, y de esta calidez a la que había renunciado muchos años atrás.
Volvió en sí, poco a poco, y sonrío. Estaba segura que la enfermedad buscaría regresar cada vez que ella sintiera alguna duda, pero estaba preparada para encararla. Una anomalía en el sistema le había regalado el anticuerpo necesario y ahora se encontraba, por fin, lista para andar la vida de frente. Avanzó despacio, sin rumbo claro, y contenta.