Sólo percibo silencio. A la distancia, puedo sentir mi cuerpo inmóvil, flotando. Podría vivir eternamente en este estado de perfección. De pronto, un sonido infame interrumpe mi sueño. Giro la vista hacia la izquierda y observo que el despertador marca las siete y media.
Casi en automático, levanto mi cuerpo y lo dirijo, con un solo ojo abierto como almirante, hacia el baño. Bajo mis pantalones en busca de un poco de redención pero, de súbito, recuerdo que he olvidado lavarme las manos primero. Me reprendo un par de veces, mientras observo mi rostro turbio en el espejo. Aunque al día de hoy ejecuto la rutina de limpieza casi a la perfección, en ocasiones tengo algunos olvidos peligrosos.
Comienzo entonces el ritual al que más dedico tiempo en el día: Un chorrito de jabón en las manos, luego un poco de agua, después froto las palmas durante diez segundos, entonces cruzo los dedos y enjabono las uñas, posteriormente los pulgares, después el dorso de las manos, luego las muñecas, y enjuago.
Al tiempo que repito mentalmente la secuencia -que acompaño con alguna canción que me guste como fondo, para hacer más llevadera la limpieza- cuento el número de segundos que dedico a esta tarea, que nunca debe ser menor a 25, de acuerdo con todas las recomendaciones médicas.
Termino el lavado y me dirijo rápido hacia el inodoro, antes de que esta inminente explosión se me desborde fuera de la taza. Apenas termino, vuelvo al rezo de este nuevo credo sanitario que domina mis días. Justo después de eso, tomo un poco de crema para aminorar la ya notoria deshidratación en mis manos.
Mi esposa Alondra aún duerme tranquila -y lo hará durante veinte minutos más-, antes de que vuelva a sonar el despertador y tenga que entrar a la ducha, mientras yo despierto a nuestro hijo Diego, que debe estar listo a las nueve para comenzar su clase virtual.
Cuento con el tiempo suficiente para bañarme y tomar un café antes de que la velocidad de la jornada acelere sin control. Entro a la regadera y, cobijado por la tibia humedad, tallo tres veces todo mi cuerpo con jabón, para exfoliarlo lo suficiente y despojarlo de cualquier vestigio virulento que pudiera estar posado sobre mi piel, expectante y listo para invadirme.
Al final, termino adolorido pero con una sensación de tranquilidad que me durará un par de horas. Luego de esta inicial batalla contra la epidermis, me seco y me visto con el cambio de ropa que he dejado preparado la noche anterior. Salgo en silencio y camino despacio para no interrumpir el sueño de mi familia. Afortunadamente el encierro me ha librado de usar zapatos y mis sandalias son mucho menos ruidosas.
Entro a la cocina y preparo la diaria solución clorada que nos permite mantener limpios los diferentes objetos de uso cotidiano. El alcohol líquido, por su parte, está reservado para desinfectar nuestros cuerpos de forma rápida y precisa ante cualquier contacto sospechoso.
Al terminar de preparar el elixir distribuyo el líquido clorado sobre la cafetera, para limpiarla. Preparo mi primera taza y volteo al reloj. Tengo aún diez minutos. Bebo a sorbos pequeños mi pócima hasta terminarla, dos minutos antes de que suene la alarma. Lavo la taza con esmero y, al final, le aplico un poco de la solución, por si acaso.
El despertador comienza a vociferar de nueva cuenta y camino rápido hacia el cuarto de Diego. Me siento al pie de su cama y forcejeo con él durante algunos minutos. Finalmente se levanta y comienza a vestirse.
Camino de regreso a la cocina y, mientras coloco un par de panes en la tostadora, me dirijo al comedor para desinfectar la computadora portátil de Alondra, que es la que Diego usará durante las siguientes tres horas.
Al terminar, repaso en forma mental, durante unos cinco segundos, si he tocado alguna superficie potencialmente contaminada. Como no estoy seguro, mejor voy al baño a lavarme las manos. Llevo, además, el dispensador de alcohol para lavarlo también, porque no hay que escatimar en cuidados.
Regreso a la cocina y, mientras Alondra prepara huevos revueltos, unto mermelada en los panes, sirvo leche en tres vasos y los llevo al comedor, donde ya me espera Diego. Justo después de eso, saco mi computadora de su maletín y la limpio, porque tengo una reunión importante a las 9 y media con mis colegas del área de finanzas de la empresa.
Son las 8:40 y estamos los tres sentados, masticando en secuencia, como máquinas perfectamente alineadas en torno a una cadena de montaje. No cruzamos palabras para no perder el valioso tiempo que nos tomará asearnos de nueva cuenta, antes de comenzar nuestras rutinas.
Dos minutos antes de las nueve hemos terminado nuestros alimentos. Retiro los platos de la mesa en lo que Diego enciende el aparato e ingresa el usuario y contraseña de la plataforma escolar. Alondra los lava mientras aseo mis dientes y preparo, a la par, los documentos para la reunión.
Regreso a la cocina para secar y guardar los platos. No puedo dejar de extrañar a Marta, nuestra trabajadora doméstica, quien ha tenido que quedarse en su casa a cuidar a su marido, infectado con el virus. No hemos sabido nada de ambos en dos días y sólo esperamos que la enfermedad haya sido benévola con ellos.
Alondra termina de alistarse, para empezar a recibir las llamadas de los interesados en adquirir cubrebocas, que ha comenzado a vender desde hace unas semanas, luego de que el despacho de abogados en el que trabajaba la despidiera, antes de comenzar el encierro.
“Disminución necesaria de recursos”, le dijeron junto a una supuesta promesa de recontratación en algunos meses, cuando amainara la contingencia. Alondra, que es una mujer muy astuta, supo de inmediato que no volverían a llamarla y que tenía que reconvertirse profesionalmente para que pudiéramos mantener nuestro presupuesto.
Salgo de la cocina y veo a Diego, de reojo, con un gran gesto de angustia, mientras una voz, al otro lado de la pantalla, intenta explicarle a él, y otros 25 preadolescentes, un poco de geometría. Lo observo de forma más precisa y me invade rápido un rictus de horror: Diego juguetea sin control con su dedo en la nariz, con una vocación y perseverancia que bien le servirían para entender el tema de la clase de hoy.
Tomo un pañuelo desechable y jalo su mano hacia mí, con cuidado de no aparecer en el ángulo de la cámara. Diego me observa enojado e intenta zafarse. Limpio rápido cualquier vestigio de ese residuo pegajoso que haya quedado entre sus dedos y le aplico una dosis de solución sanitizante. Recibo de su parte algunos gestos que prefiero no descifrar, para no inquietar a la distancia, con tales improperios, a mi pobre madre.
Me voy al estudio y cierro la puerta para comenzar la reunión. Los de finanzas no parecen tener prisa por desahogar los puntos del orden del día. Yo comienzo a angustiarme porque, al terminar la reunión, tengo que redactar un par de oficios, y luego, aspirar y trapear la casa mientras Alondra comienza la planeación de la comida. Me preocupa pensar que los pisos de la casa estén sin limpiar desde anoche.
Mi mente regresa a la reunión y noto que me he perdido del segundo punto de la agenda. Según recuerdo, no era nada importante, pero ya debo concentrarme. Me acomodo en la silla y emito un pequeño tosido que acallo con la palma de la mano. Abro en exceso los ojos al darme cuenta de mi descuido. Debo lavarme las manos de inmediato.
Observo a los demás para ver si alguien podría descubrir mi ausencia, pero todos están concentrados en seguir al orador en turno. Corro al baño, sigo mi rutina de lavado y regreso al estudio. Respiro agitado, pero he logrado mi objetivo.
La junta ha durado casi tres horas. Me apresuro a terminar mis escritos pendientes y a enviarlos por correo. Regreso a la cocina por la aspiradora y veo a Diego en la misma postura de pesadumbre de hace un rato. Ahora están en clase de biología, revisando las partes de la célula y, si esto sigue igual, tendré que sentarme con él a repasar sus ejercicios y tareas en algún momento de la semana.
Luego de 50 minutos he logrado terminar de limpiar la casa, aunque me han interrumpido en innumerables ocasiones los del departamento de compras de la empresa, que no son capaces de retener una maldita idea de la sesión de la mañana.
Vacío el contenido de la bolsa de la aspiradora en otra de plástico y la dejo, momentáneamente, en la puerta de la entrada. Tomo mi cubrebocas y me pongo los zapatos para salir. Deposito la bolsa en el contenedor de la esquina de mi calle y regreso, apresurado.
De nuevo en casa, limpio con agua clorada la suela de mis zapatos, me lavo las manos, me aplico otra dosis de crema humectante y le pongo alcohol al cubrebocas. Ni bien he hecho esto, Alondra me dice que ha olvidado comprar un par de cosas para la comida de hoy, y que debo ir de inmediato por ellas para que esté a tiempo la comida.
Comienzo a montarme la pesada armadura que adopto para estas ocasiones, y que incluye, además del habitual cubrebocas, una careta, una sudadera y guantes de plástico.
Regreso a mi hogar, luego de 45 tortuosos minutos de tener que esquivar personas, de empacar lentamente mis productos gracias a estos estúpidos guantes que no facilitan las cosas, y de desinfectar el volante y el asiento de mi auto, tanto de ida como de regreso.
Mientras mi esposa lava los productos, yo me aplico la solución de alcohol en todo el cuerpo. No estoy seguro que esto sea suficiente, así es que mejor me doy otra ducha y deposito mi ropa sucia directamente en la lavadora.
Ya son las dos de la tarde y es momento de ver el noticiero, para estar al tanto de la actualización en el número de personas contagiadas y muertas. Desde hace dos semanas nos dicen que estamos por llegar al pico de contagios, pero todos los días registramos más infectados. Las cifras de hoy no son muy diferentes. Lo bueno es que todavía diez países están peor que nosotros.
El conductor ha invitado a un supuesto especialista que dice denunciar una campaña macabra de nuestro gobierno. Habla de un tal «Fucó» y utiliza unos términos que no entiendo. Recuerdo algunos que sonaban un poco chistosos: biopolítica (o algo así) y el gobierno de sí. Me parece un charlatán que sólo busca llamar la atención con palabritas rebuscadas.
Yo estoy agradecido de que el gobierno nos proteja hasta donde puede. Nosotros, como buenos ciudadanos, debemos seguir al pie de la letra sus indicaciones sobre higiene y protección, sin cuestionar nada. Si no nos cuidamos nosotros, nadie más lo hará.
Son las tres de la tarde y todo está listo para comer. Luego del lavado de manos de rigor, comenzamos a engullir con desesperación nuestras viandas. Comentamos algunas cosas sobre lo que ha ocurrido durante el día, pero se siente mucha tensión en el ambiente. Aunque nos hemos adaptado a las nuevas condiciones, seguir esta rutina cansa, y no sé cuánto más podamos hacerlo.
Por la tarde, para que Diego pueda hacer su tarea, debemos limpiar de nueva cuenta el estudio y pelear con él para que se lave las manos después de comer y antes de comenzar sus deberes.
Además de esto, entre la limpieza de los trastes y el reporte urgente que he tenido que terminar en una hora, se me escurre el tiempo. Para Alondra no es diferente, porque tiene que coordinarse con sus repartidores para que mañana hagan las entregas de los pedidos que ha recibido hoy.
Al final de la comida he logrado tomarme otro café para poder aguantar la jornada, y ya perdí la cuenta de las veces que me he lavado las manos. Algunas grietas ya comienzan a aparecer en ellas, a pesar de la crema.
Son las ocho, y mientras Diego se baña, preparamos la cena. Al terminar de comer, en tanto él se asea para dormir, me acomodo en su cama para contarle un cuento. Son las nueve y cuarto, y finalmente ha quedado profundamente dormido.
Lo observo cariñosamente, así, inerte y con su respiración pausada. Apenas puedo creer lo valiente que ha sido al soportar este cambio radical en su rutina. Antes de apagar la luz de su cuarto, y todavía conmovido por observarlo ahí, exhausto, le aplico dos disparos del aspersor que contiene alcohol. Tose un poco y se acomoda en la cama, sin despertarse. Ni hablar, ninguna medida es exagerada.
En la sala me espera Alondra con un vaso de vino que, a estas alturas, es muy necesario. Total, si ya tenemos el cuerpo lleno de alcohol ¡por qué no también las entrañas!
Vemos la película que se nos atraviesa primero en la tele y, al terminar, tras un par de copitas, nos ponemos alegres y juguetones. No hemos cogido en dos semanas, así es que ésta es una buena oportunidad de ponernos al corriente.
Luego de un rato de mutua exploración, y cuando estamos a punto de empezar la parte interesante, ella me interrumpe con una mirada que conozco bien. Cada uno corre rápido a su baño para darse una ducha. En unos cuantos minutos estamos en la cama, de vuelta donde nos habíamos quedado.
El cansancio ha hecho mella en los dos y sólo aguantamos unos 15 minutos, pero han valido la pena. Antes de dormir, como ya se ha vuelto costumbre después del sexo, tomamos otro baño rápido.
Luego de pocos minutos, ella se queda dormida y yo, que no he podido derrotar al insomnio en estos meses, me voy un rato a la sala. Me siento y comienzo a cambiar sin orden ni propósito el canal que aparece en el televisor. Casi no he puesto atención, porque sigo con esa sensación de vacío en el estómago que me acompaña en todo momento. Siento como si mis días fueran más complicados y estresantes que antes de que este maldito virus nos confinara.
Llego a la conclusión de que no resolveré nada por el momento, y que es hora de dormir, porque mañana será un día más ocupado aún. Me acuesto resignado y cierro los ojos. Comienzo a entrar poco a poco en un trance profundo. He dejado de sentir mi cuerpo al fin.
De repente, una idea atraviesa mi cuerpo, lo estremece como si un cuchillo muy afilado lo atravesara. Mi mente se enciende de nueva cuenta. Abro los ojos, horrorizado ante la idea que ahora domina mis pensamientos: ¡Mierda, olvidé lavarme las manos antes de entrar a la cama!