• Con olor a pasto
  • Vindicación de la Burocracia

Atanor

~ Blog de notas

Publicaciones de la categoría: Los otros relatos

Getto (revisited)

21 sábado Ene 2023

Posted by Edgar Sandoval Gutiérrez in Literatura, Los otros relatos, Pandemia

≈ Deja un comentario

Etiquetas

Literatura

León suspiró profundo y se talló los ojos con fuerza. Estaba exhausto de revisar documentos en la computadora y decidió hacer una pausa. Llevaba ya algunos meses trabajando en su tesis de maestría y, a estas alturas, avanzaba lento en su escritura. Su estómago le recordó, con un fuerte gruñido, que no había comido en un buen rato, y decidió hacer algo para remediarlo.

Se sentía agotado y tenía ánimos para prepararse algo con los pocos insumos que aún quedaban en su refrigerador. Pensó que lo más sencillo sería salir a la tienda de la esquina y comprar alguno de esos paquetes de comida preparada que sólo se meten en el horno de microondas y están listos para comerse.

Tomó su cartera y las llaves del departamento y, antes de partir, miró alrededor para revisar que no olvidara algo importante. Repasó además sus bolsillos, por si acaso. Luego de unos segundos de pensarlo, concluyó que tenía todo lo que necesitaba. Caminó hacia el elevador, pero no dejó de experimentar ese ligero dejo de angustia: mantenía la idea de que algo faltaba, incluso esa sensación que se experimenta cuando uno sueña que sale sin pantalones a la calle.

Decidió dejarle de dar importancia a esa idea. Al abrirse las puertas del elevador, se enfiló, seguro, hacia la salida del edificio. Cruzó el portón y comenzó a caminar hacia la tienda. Repasó mentalmente cuáles podrían ser las opciones de comida a elegir, para llegar con una decisión tomada y no perder tiempo. El hambre le recorría cada vez más fuerte.

Mientras se aproximaba a la tienda, se rascó la cabeza en forma instintiva y, luego, bajó la mano para acomodarse el cubrebocas. Aspiró profundo, abrió aún más los ojos y sintió un golpe seco en el abdomen ¡Eso era lo que había olvidado! Se sentía no sólo desnudo, sino transgresor y suicida.

Cambió, apresurado, el sentido de sus pasos y unos minutos después entró al edificio, mientras observaba alrededor para detectar si alguien lo había visto. Caminó hacia el elevador, aliviado por encontrar despejado el camino, pero justo antes de ingresar se encontró con uno de sus vecinos -un viejo refunfuñón con el que solía discutir en las reuniones vecinales-, quien lo había observado desde su ingreso al edificio.

No había forma de evadirlo. Saludó discretamente, ante la mirada inquisidora del anciano, e ingresó al elevador. De pronto, una ligera cosquilla comenzó a crecer en la nariz de León. Respiró fuerte para contenerla, pero ésta se expandió en forma inevitable hasta salir como estruendoso estornudo. Alcanzó a atajarlo con el antebrazo, como recomendaban los cánones. El viejo le dedicó una mirada de asco, y terror a la vez, y se alejó rápido, sin voltear.

León se sintió derrotado, aunque no sabía si era por ser descubierto sin el cubreboca, o como resultado de esa sensación de cansancio transitorio que queda luego de luchar contra la salida de un estornudo. Regresó a su departamento y ya no tuvo ganas de salir por alimentos. Era mejor cocinarse cualquier cosa. Deseaba que el haberse encontrado expuesto, ante aquel vetusto enemigo, no tuviera consecuencias negativas.

Esa noche durmió tranquilo, pese a todo, y despertó contento. Había descansado lo suficiente y estaba listo para retomar sus actividades, pero antes debía ir al supermercado, pues la noche anterior se había percatado que, con esa última cena improvisada, se habían terminado los víveres.

Lavó sus dientes y rostro, y se puso lo primero que encontró en el guardarropa. Ya se bañaría al regresar de las compras. Tomó lo necesario para ir al supermercado y salió con paso apresurado.

Ni bien había atravesado el pasillo que lo conducía al elevador, notó que tres de los vecinos se asomaron en cuanto él cerró su puerta. Todos le dedicaron miradas de furia, e inmediatamente después, cerraron con fuerza sus entradas. Una cuarta vecina se apresuró para alcanzar el elevador, una vez que León lo había abordado, pero al notar que era el muchacho quien le acompañaría en el viaje, dibujó una expresión de horror y se dio la media vuelta, para tomar las escaleras.

León comenzó a sentirse preocupado. Llego a la planta baja y caminó rumbo a la calle. Ni bien había avanzado unos metros, escuchó un atomizador activarse y luego esa lluvia de partículas alcoholizadas adhiriéndose a su piel y a sus ojos, que ahora estaban irritados y habían quedado momentáneamente inhabilitados para ver.

Luego de unos segundos recuperó la visión y alcanzó a observar al portero, que a una distancia prudente sostenía el aparato desinfectante y le decía que eran nuevas políticas de higiene del edificio, acordadas recién esa mañana. León no respondió nada y continuó su camino, ya algo molesto.

Al regresar del supermercado notó que algunos vecinos del frente del edificio se asomaban, vigilantes, y que en cuanto lo vieron llegar cerraron sus ventanas. Al entrar al edificio notó que no había nadie en los pasillos -lo cual era extraño de por sí- pero, además, observó que en la recepción había un letrero grande que decía: «condómino, si sospecha que está contagiado con el virus, no salga. Sea consciente y cuide a los demás». Algo definitivamente estaba mal en todo esto.

Llegó a su departamento y descubrió que en la puerta estaba pegado un trozo de papel que decía: ¡no salga, sea responsable! Seguramente esto había sido orquestado por el anciano maldito, que algún rumor habría esparcido. No tenía importancia, León no se metía con casi nadie del edificio y no dejaba que nadie interfiriera en su vida.

Siguió con su rutina durante la tarde, pero decidió salir a estirar las piernas al pasillo de su piso. Nuevamente notó puertas que se abrían al mismo tiempo que la suya y personas asomadas por pequeñas rendijas. Caminó a lo largo del pasillo, ahora desafiante, intentando que alguno de los vecinos saliera y le diera la cara. Sólo escuchó puertas cerrarse y, en su paso por alguno de los departamentos, a un vecino llamar al portero y decirle: está afuera.

Un minuto más tarde, notó el sonido de las puertas del elevador al abrirse, y vio salir al conserje para aproximarse un poco, a suficiente distancia de León. Le dijo que otro de los acuerdos de la reunión de la mañana era que no se podía permanecer en los pasillos, pues sólo se podía transitar por ellos para acceder a los elevadores y escaleras. Eran medidas necesarias para evitar posibles contagios, puntualizó.

León estaba preocupado ahora sí. Le parecía excesivo. Emitió un gruñido y regresó a su departamento, de mala gana. Se sentó de nuevo frente a su computadora, siguió tecleando hasta que el cansancio lo derrotó y se fue a dormir. No cenó, porque el suceso de la tarde le había cerrado el estómago.

Despertó a las ocho de la mañana y tomó una ducha. Se sentía un poco mejor, pero comenzaba a tener miedo. No le gustaba la idea de permanecer encerrado por completo en el departamento, y tampoco que se sospechara de su salud. Preparó un gran desayuno, porque no había comido desde la tarde anterior, y lo terminó con calma. Necesitaba pensar el paso siguiente.

Finalmente, luego de analizar lo sucedido con detenimiento, decidió que iba a hablar con el conserje, para solicitar una reunión con los condóminos en la que les informaría que él estaba sano. Era la mejor forma de encarar todo esto.

Recogió los platos del desayuno y los depositó en el fregadero. Se lavó las manos y salió para llevar a cabo su plan. Se enfiló hacia el elevador y se acomodó para esperarlo, pero observó que tenía un letrero que decía: no funciona. Le pareció extraño, pero decidió bajar por las escaleras.

También le sorprendió que en el siguiente piso no hubiera letrero, y que la luz indicadora de la apertura y cierre de puertas estuviera prendida. Mientras lo analizaba, se dirigió a las escaleras nuevamente y comenzó el descenso. Ni siquiera había avanzado tres escalones cuando sintió una marea que, desde arriba, inundaba todo su cuerpo ¡Alguien le había aventado una cubeta con agua!

La ira comenzó a bordársele en las entrañas. Esto como broma había ido demasiado lejos. Retiró el resto de humedad del cuerpo y, al bajar el brazo, observó que su camisa se había desteñido ¡Estos imbéciles me acaban de aventar agua con cloro! gritó con todas sus fuerzas, al tiempo que el enojo comenzaba a convertirse en pánico. Corrió escaleras arriba hasta su departamento, lo cerró con llave y se dio nuevamente un baño para retirar cualquier residuo clorado.

No reconocía ni sus pensamientos y su cuerpo temblaba sin control, envuelto aún en esa amalgama que había forjado entre la ira y el pánico. Salió de la ducha y se tendió sobre la cama, en posición fetal, mientras lloraba con fuerza. La gente había enloquecido con esta maldita pandemia, alcanzó a pensar entre sollozos.

El resto del día permaneció en su cuarto, casi en estado vegetativo. Sólo por la noche decidió acudir a la cocina, pero su hambre seguía en pausa de cualquier forma. Tomó una fruta al azar y apenas si la mordisqueó. Se tiró nuevamente sobre la cama, a terminar el día como fuera posible.

Estaba exhausto, pero no lograba conciliar el sueño. Una y otra vez tenía la sensación de aquel líquido quebrantando su cuerpo, y luego imaginaba que su piel se desprendía poco a poco, mientras sus músculos, articulaciones y huesos se diluían hasta formar un charco. Despertó en cuanto se percató de lo absurdo de esa idea. Estaba teniendo una pesadilla.

Volteó a ver al reloj de pared. Eran las cuatro de la mañana. Intentó dormir de nuevo, pero sólo consiguió hacerlo por espacios cortos, que eran interrumpidos por cualquier sonido que viniera de la calle.

Recién como a las siete y media de la mañana, más por cansancio que otro motivo, el sueño finalmente lo cobijó un par de horas. Despertó con una terrible punzada en la cabeza. Tomó agua y se recostó de nuevo. Una hora después, sin lograr dormir de nuevo, se sentó en la cama. No podía estar así por siempre.

Lo más sensato era salir a practicarse un examen y esperar los resultados para mostrárselos a todos ¡Eso iba a hacer! Se lavó la cara y los dientes, se cambió de ropa y se dirigió a la entrada. Tomó la perilla y la giró. Cuando se dispuso a avanzar, la puerta no se movió y él, que no dejó que avanzar, terminó chocando con aquel objeto.

Se sorprendió y lo intentó nuevamente. Obtuvo el mismo resultado, pero esta vez escuchó que la puerta avanzaba un poco, aunque topaba con alguna cosa al otro lado.

Empujó nuevamente con más fuerza, pero la puerta apenas se alcanzó a desplazar medio centímetro. Eso era suficiente para observar lo que había tras la entrada. Era un mueble que la tapaba por completo. Sintió nuevamente pánico y pensó que ahora sí iba a morir pronto, una vez que sus provisiones se terminaran, porque definitivamente no volvería a salir de ahí.

Ese día, de nueva cuenta, lo pasó casi inmóvil, pero ahora tirado en el suelo de su sala. No alcanzaba a comprender los motivos de un plan tan siniestro como éste. Decidió quedarse ahí, quieto, a esperar la muerte. Como había descansado poco, cerró los ojos, permaneció dormido buena parte del día y continuó así toda la noche.

A la mañana siguiente, ya descansado y con la mente más clara, decidió que no iba a morir de esa manera y que tenía que salir a practicarse una prueba. Si no podía hacerlo por la puerta, lo haría por la ventana. Se asomó y vio que como a un metro de la cornisa estaba una escalera de emergencia.

Tendría que avanzar un poco, sorteando el vacío que se asomaba a un costado, pero si lo hacía lento, y luego pegaba un pequeño brinco, podía alcanzar la escalera. Avanzó a pesar del vértigo que sufría en ese momento. Era más fuerte su deseo por terminar con esta mala experiencia.

Justo en la orilla, a punto de brincar, se resbaló un poco, pero alcanzó a estirar su brazo y a agarrar la escalera, aunque se dio un buen golpe contra ella y quedó sólo agarrado de esa mano. Rápidamente usó la otra para afianzarse y puso su pie izquierdo en el escalón más cercano. Luego de eso, bajó por completo y se dirigió al laboratorio más cercano. El cuerpo le dolía, pero la necesidad de llegar a su destino le servía un poco de anestesia.

Tras 45 minutos de espera, finalmente pudo realizarse la prueba y regresó a casa. Entró por la puerta principal, confiado, y dedicó una mirada de desprecio al portero, que lo observaba sorprendido. Subió por el elevador y, al llegar a su puerta, empujó la cómoda que impedía el paso a su hogar.

Ya adentro, se sintió más tranquilo y se dedicó al avance de su tesis durante los siguientes dos días. Había dejado de trabajar demasiado y tenía que recuperar el ritmo de escritura. Exactamente 55 horas después, recibió un correo electrónico con los resultados. Lo abrió nervioso y miró al final del informe: “resultado negativo al virus”. Soltó una risa nerviosa y respiró aliviado.

Después de eso, imprimió muchas copias del examen y las pegó en cuanto espacio común pudo. Quería gritarles a todos sus vecinos que ellos eran los verdaderos enfermos, pero se contuvo. Regresó al departamento y permaneció ahí el resto del día.

A la mañana siguiente decidió salir a comprar algo para desayunar, y de paso ver si había resultado bien su estrategia. Se encontró con algunos vecinos, y recibió lo mismo miradas de tímido arrepentimiento que de indiferencia, pero ninguna que mostrara empatía. Era como si la hoja de resultados estuviera escrita en otro idioma o que anunciara, con desgano, la noticia que estuvo en los diarios la semana anterior.

No le importaba ya. Aunque no pensaba hacerlo aún, terminaría por vender ese departamento e irse de ahí, sin importar que hubiera sido la única herencia que le dejó su padre. No quería saber nada de ese lugar. Compró la comida y regresó al edificio. En la entrada estaba nuevamente aquel anciano inmundo. Decidió no regalarle ni una pista de su enojo. Le dijo buenos días y siguió caminando.

El viejo le dedicó la mirada de desprecio acostumbrada y, antes de que entrara León al elevador, le lanzó un disparo de solución alcoholizada. El muchacho lo miró sorprendido y el señor le contestó burlón: ¡Por si acaso!

León soltó una carcajada, todavía molesto y cruzó la puerta. Pensó entonces que el mundo se había vuelto ininteligible desde la llegada del virus. O tal vez sólo se mostraba, al fin desnudo, tal cual había sido siempre.

Circadiano (revisited)

22 jueves Sep 2022

Posted by Edgar Sandoval Gutiérrez in Literatura, Los otros relatos, Pandemia

≈ Deja un comentario

Creo estar dormida. De repente, un extraño ruido, distante, va creciendo en intensidad dentro de mis oídos hasta que mi mente, aún difusa, identifica que aquel perturbador sonido pertenece al golpeteo de un martillo. Según parece, proviene de la ventana de uno de mis vecinos, aunque todo alrededor es todavía turbio.

Ni bien he pensado esto, un cuestionamiento, que ha comenzado a inquietarme, asalta mi cabeza: ¿Qué hora es? Abro rápido los ojos y recorro el horizonte visible para obtener una respuesta. La luz inunda mi cuarto, pero eso no representa pista alguna, pues mi departamento suele estar iluminado casi todo el día. Al menos sé que no es de noche, pero eso no es alentador porque puede significar que voy tarde para cualquier cosa.

Observo mi ropa, para ver si eso me da alguna pista de en qué momento estoy. Llevo puesta mi bata y mi pijama. Esto podría darme más información, pero inmediatamente recuerdo que, hace meses, desde el comienzo del confinamiento, suelo usar ropa de dormir durante el día.

De cualquier forma, el golpe de adrenalina que recién experimenté ha terminado de despertarme -ahora sí-, y entonces los recuerdos empiezan a acomodarse. Debí quedarme dormida después de que terminara la clase virtual de Daniel, mi hijo ¡Claro, ya lo recuerdo! Estaba agotada y, al concluir su sesión virtual, lo senté en el sillón de la sala a ver una película y me fui a dormir.

Estiro la mano hacia la cajonera de mi lado izquierdo y agarro mi despertador. Debí haber hecho esto desde el principio, pero todo era confuso. Son las dos de la tarde. Sólo dormí 30 minutos, pero sentí como si hubieran sido tres horas. Debo aprovechar el tiempo que le quede de película a Daniel para darme un baño rápido, cocinar y sentarme a preparar mi clase de las cuatro.

Soy traductora de oficio, y trabajo para una empresa transnacional de componentes electrónicos: realizo las traducciones simultáneas en inglés y francés de las reuniones semanales que sostienen entre las diferentes sedes; y también elaboro, reviso y ajusto las versiones escritas de diferentes documentos de trabajo que utilizan en forma cotidiana.

No obstante, desde que comenzó la pandemia, el flujo de tareas de la empresa disminuyó considerablemente -y mis ingresos también-, por lo que he tenido que ofrecer clases de ambos idiomas para tener el dinero suficiente para cubrir los gastos básicos de la casa.

Edmundo, el papá de Daniel, se fue de casa hace un año y medio y, desde entonces, sólo sabemos de él cada cinco o seis meses, cuando deposita en mi cuenta una cantidad tan ridículamente pequeña que ni siquiera recuerdo el monto, y acompaña el aviso de la transacción realizada con un mensaje en el que le manda saludos a su hijo -para que se los haga llegar yo, claro está-.

A pesar de estar solos, Daniel y yo nos habíamos organizado bastante bien para cumplir con las obligaciones laborales y de la escuela, y para tener un poco de tiempo de convivencia los fines de semana; pero desde que apareció este maldito virus, todo orden posible desapareció.

Desde entonces, mis días transcurren más o menos así: despierto a regañadientes a eso de las 10 de la mañana para darme un baño rápido y luego despertar a Daniel, que me hace el relevo en la regadera mientras le preparo algo para desayunar. Sus sesiones escolares virtuales ocurren de 12 a 2 de la tarde, -aún no sé por qué su maestra eligió ese horario-, y luego tiene que dedicar casi toda la tarde a resolver los ejercicios y tareas, que cada día son más complicados y extensos.

Mientras él toma clase, yo aprovecho para avanzar lo más posible en las traducciones del mes que, aunque ahora son menores, requieren tiempo y concentración; pero como todos mis vecinos están confinados en el edificio, el ruido puede llegar a ser insoportable y no logro avanzar mucho en ese lapso.

Al finalizar las sesiones de Daniel preparo la comida, mientras él limpia un poco nuestro departamento, que no es muy grande. Comemos, y de ahí, cada uno a sus rutinas: él a sufrir con las tareas y yo a preparar clases.

En los días buenos imparto hasta cuatro sesiones de una hora, por lo que termino entre 8 y 9 de la noche. Aunque esos días son desgastantes, son los que permiten que pueda obtener una parte importante del ingreso necesario para completar los gastos del mes. No todas las semanas son buenas, pero hasta ahora he podido lidiar con el pago de las cosas más importantes.

Al terminar la última clase, preparamos la cena y, después de alimentarse, mi hijo se va a la cama, ya exhausto, aunque pide que lo acompañe unos 10 minutos, en lo que concilia el sueño. Luego retomo ya con más velocidad y concentración las traducciones y, si me da la energía, avanzo un poco en la planeación de clase. Por lo regular son las 3 o 4 de la mañana cuando aterrizo finalmente en cama.

Muchas veces no tengo ni idea de la hora que es, pues dejé de usar reloj de mano debido a las medidas sanitarias, y ahora ya ni siquiera tiene pila. Lo que me salva es que tengo programadas más de diez alarmas en mi celular, para que me avisen de las cosas urgentes.

El tiempo se ha vuelto tan borroso en estos meses. Un día puede parecer tan similar al siguiente o ser completamente distinto, pero eso no depende de la secuencia de actividades, sino de qué tantos imprevistos aparecen, precisamente por no tener una noción clara de las horas y los minutos.

Hoy, luego de muchas semanas de actividad continua, decidí dormir una siesta porque ya no soporto más el cansancio, pero siento que el resto de mi día se volverá insoportable por haberme permitido este pequeño lujo.

Siento a mi cuerpo muy torpe y a mis pensamientos aún más. Tengo la impresión de estar todavía en el umbral de los sueños y, al mismo tiempo, de que el mundo avanza rápido mientras lo veo pasar ante mis ojos. Me ha tomado unos 15 minutos retomar el ritmo de lo cotidiano.

Termino de preparar la comida con aquello que voy encontrando de las sobras de otros días. Estoy muy inquieta, porque no logro recordar dónde dejé mis apuntes de clase. Le pregunto a Daniel, pero tampoco lo recuerda en ese momento, y además no me presta mucha atención, porque ya lidia con sus propias angustias al tener que resolver problemas de geometría.

Poco a poco mis ideas y movimientos regresan al ritmo normal, pero sigo sin encontrar mis papeles y ya sólo falta media hora para la clase. Engullo rápido y sin ver lo que llevo a la boca, porque mi mente sigue concentrada en la revisión de cada espacio de la casa para averiguar dónde se encuentran mis apuntes.

Finalmente, dos bocados antes de terminar, recuerdo dónde los dejé y voy hasta allá. Me olvido por completo de mi comida y reviso lo que tengo que exponer hoy. Quedan cinco minutos para comenzar la conexión. Mientras leo apresurada mis notas me pongo un saco que hoy combina perfecto con mi playera y mis pantalones de pijama.

Tengo previamente seleccionadas seis combinaciones de prendas que me permiten lucir profesional frente a la cámara -sin perder la comodidad de mi atuendo cotidiano-, y cada semana hago combinaciones distintas con ellas.

La angustia de no estar preparada me ha dejado un poco acelerada -y mis alumnos de la primera clase lo notan-, porque me detienen constantemente para repasar algunos conceptos que no han quedado claros. Puedo notar en sus rostros algo de molestia. Espero no decidan abandonar el curso.

Conforme avanza la tarde he ido recuperando ritmo, pero todavía me siento algo aturdida. Luego de un café entre clases y algunos ejercicios de respiración cierro la sesión de las ocho, ya en buena forma.

Regreso con Daniel, que hoy ha terminado antes sus pendientes, por lo que mira la televisión desde hace un rato. Le preparo de cenar mientras él alista su cama para dormir. Está agotado también y no tarda mucho en dormirse.

Retomo la traducción de un comunicado que enumera las medidas que adoptará la empresa para tener una ocupación presencial del 40 por ciento de trabajadores en sus sedes: Uso obligatorio de cubrebocas y mascarilla durante toda la jornada laboral, que no podrá ser mayor a 6 horas; distancia forzosa de dos metros entre cada estación de trabajo; pausas escalonadas de cinco minutos para que el personal reciba limpieza y desinfección por turnos: cada 60 minutos los empleados que tienen algún trato con proveedores o público, cada 90 aquellos que están obligados a moverse por diferentes módulos de trabajo y, finalmente, cada 120 minutos quienes están asignados a una tarea específica durante toda la jornada.

Como última, pero no menos importante disposición, todos los empleados deberán llevar su propia comida y consumirla en su puesto de trabajo. Al finalizar esto, deberán limpiar los recipientes con toallas sanitarias dispuestas en cada módulo y sus manos con gel desinfectante, provisto también para cada empleado. Todos los desechos deberán ser depositados en contenedores especiales.

Aunque traducir esto no es complicado, me detengo varias veces en el proceso porque no puedo dejar de pensar en cómo se le puede explicar a las personas, en el idioma que sea, que no volverán a sus rutinas acostumbradas, que estarán aisladas y monitoreadas a partir de ahora, como si fueran una máquina más. Imagino sus rostros intranquilos al leer este trozo de papel que ahora configuro en otras lenguas.

Me sorprende, además, la obsesiva exigencia de las instrucciones. Todo estará medido y calculado en forma precisa. Recuerdo entonces haber leído en un viejo texto de la universidad, en la clase de administración, que este modelo de trabajo ya existía hace mucho. Le llamaban Ford-taylorismo y basaba su éxito en esa cadencia ininterrumpida de movimientos alineados a una cadena de montaje.

Se supone que habíamos superado eso hace mucho, pero todo parece siempre retornar al mismo punto, tarde o temprano. Mientras pienso esto último, tengo la impresión de haberlo leído ya en alguna parte, pero no recuerdo dónde.

Imagino sus nuevas rutinas, prácticamente carcelarias, y las comparo con las mías. En realidad no hay gran diferencia. Yo soy esclava de la ambigüedad del tiempo tanto como ellos lo son de la higiene y la distancia.

Por un instante añoro esa vieja libertad que tenía hace algunos meses, antes de que comenzara todo esto, pero rápidamente cambio de parecer, pues acabo de recordar que en realidad sólo transitaba entre mis rutinas laborales y las domésticas.

Se me escapa una risa irónica. En realidad lo único diferente ahora es que estoy consciente de que nunca fui libre. Mi corazón se estruja al pensarlo ¡Quisiera mandar a la mierda todo! Inmediatamente después de pensarlo sonrío, con gesto irónico. De todos modos, no sé qué otra cosa podría hacer de mi vida, salvo esto, así es que abandono mis intenciones libertarias.

Entre ideas y tecleos, mis párpados comienzan a juntarse. Mi noción de lo real es cada vez más espesa y borrosa. Sin consultar el reloj, asumo que es muy tarde ya. En algún momento, que no identifico bien, dejo de estar despierta.

Todo vuelve a ser calma y silencio. Mi mente reposa al fin en las mansas aguas del sueño. Puedo sentirme cobijada dulcemente por mi respiración pausada.

Despierto de pronto, asustada, y en automático estoy casi de pie, a la orilla de mi cama. Mi respiración está agitada. He tenido un sueño en el que un terrible virus obligaba a la humanidad a mantenerse confinada durante semanas o meses. Era desesperante.

Soñé también que Daniel y yo éramos esclavos de la ausencia de tiempo y que nos convertíamos en autómatas ¿o no era un sueño? Me invade un calor expansivo en la boca del estómago. Volteo a verme y me descubro en pijama. Doy una mirada rápida alrededor y veo que ya es de día, pero no sé si eso sea suficiente información.

Volteo a ver el despertador. Son las siete de la mañana. Creo que sólo fue un engaño de mi mente, una broma pesada. Quiero dormir unos minutos más antes de comenzar la rutina que me llevará a la oficina. Cierro los ojos, aunque mantengo un poco el estado de alerta. Me sumerjo de nuevo en la somnolencia.

Despierto nuevamente agitada ¿cuánto tiempo ha pasado desde que cerré los ojos? Me duele la cabeza demasiado. La luz me invade la mirada, la desborda y engulle. No alcanzo a reconocer el sitio en el que estoy, ni la hora que es. Sólo alcanzo a percibir, entre penumbras, esa extraña sensación de estar dormida.

BURBUJA

16 martes Ago 2022

Posted by Edgar Sandoval Gutiérrez in Los otros relatos

≈ Deja un comentario

Etiquetas

Literatura

Ilustración: Sylvaine Nieto

Mayu piensa con una rapidez que no deja de sorprender a sus colegas. A base de práctica, ha logrado convertirse en una máquina de procesamiento de información y de análisis preciso de escenarios de riesgo. Ha debido hacerlo así porque una mujer, en el mundo financiero, tiene que desarrollar habilidades extraordinarias para despuntar.

Está muy cerca de convertirse en socia senior de su compañía y no puede permitirse distracciones en la oficina que la desvíen de este propósito. Por ello, se ha ganado fama de antipática entre sus compañeros, pero, al mismo tiempo, es tan buena en su trabajo que todos han tenido que recurrir a su ayuda en algún momento.

No les desagrada, pues incluso la han invitado a salir después de la jornada -en varias ocasiones-, pero Mayu siempre rechaza las invitaciones con el argumento de que tiene pendientes por resolver.

Hoy, jueves, ha sido un día particularmente duro en el trabajo, y esta chica ha tenido que salvar la jornada en varias ocasiones. Mientras resuelve contingencias, Mayu ha estado fantaseando con llegar a casa y echarse en el sillón, con una cerveza en mano, para escuchar su respiración y distinguirla del silencio que desea como aderezo de esta apetitosa escena.

Luego, le encantaría poder tomar un baño y sentir que el agua le arranca la rutina del cuerpo y le permite percibir cada centímetro de su piel, hasta reconstruir un mapa exacto de sus huesos, músculos, folículos y articulaciones.

Tras la ducha, una taza de té y algún platillo delicioso que se prepararía especial y cuidadosamente para la ocasión y, después, retomar alguna lectura pendiente o tal vez mirar un poco de televisión, como pretexto para imaginar todos esos posibles futuros que considera inalcanzables, o para escuchar y abrazar un poco sus pensamientos, o simplemente para regresar al silencio y contemplarlo, con la parafernalia del show bussiness como música de fondo.

Después, imagina aterrizar en cama, rozar un poco aquellas sábanas que le cuidan el sueño cada noche, y jugar un poco a tocar tímidamente sus ingles y observar a la piel contraerse.

A partir de ahí, le gustaría sentir ese desborde lento, húmedo e inexorable que nace en sus entrañas hasta asomarse por la vulva; aproximar las yemas de los dedos para explorar esta bahía en que el oleaje amenaza ya con desbordársele; y emprender finalmente la minuciosa expedición -sin prisa-, hasta arribar a esa explosión fatídica que desarticule su espíritu del cuerpo por algunos instantes.

Le encantaría entonces dejarse caer durante algunos minutos –exhausta-, para abrazar los jadeos y sentir esa otra humedad, que desde su frente emprende rutas insospechadas y termina por colisionar en sus sábanas. De ahí, una vuelta rápida al baño para asearse un poco, y de regreso a la cama, rumbo al territorio onírico.

Hoy ha tenido esta fantasía tres veces. Regresa de la ensoñación cada vez más emocionada pero, al mismo tiempo, lo hace con la ineludible sensación de culpa de quien ha desperdiciado minutos valiosos para la resolución de problemas reales.

Por la noche, al salir de la oficina, Mayu vuelve a imaginar distintos escenarios de disfrute mientras va camino a casa. Luego de 35 minutos de viaje, finalmente estaciona el auto, sube las escaleras de su edificio y toma las llaves de su bolso para abrir la segunda puerta del pasillo de la izquierda.

Ni bien ha terminado de girar la perilla, Keimusho, su novio, aparece en la entrada y la recibe con un beso cálido, aunque prudente. Mayu recuerda de pronto que hace dos años ha decidido iniciar una vida con él, y que ahora comparten hogar. No siempre tiene activo ese recuerdo.

En particular hoy, tras las ensoñaciones, lo ha olvidado y, por eso, una sensación de desilusión visita su mente al verlo, aunque la reprime rápido. Ella estuvo convencida, en su momento, de tomar este paso y no debe dar marcha atrás, pese a la sensación de insatisfacción que ocasionalmente experimenta al compartir espacio con este sujeto.

Luego de superar esta breve duda, ha notado que Keimusho está vestido de forma elegante. Al menos más que de costumbre. Le dedica una mirada suspicaz, tras lo cual el muchacho sonríe y le devela el plan de esta noche: uno de sus colegas de trabajo le ha contado de un lugar nuevo, en el que se puede bailar y beber hasta tarde, y ha decidido que esta noche es una buena ocasión para explorarlo.

Mayu siente una pereza inmensa tan sólo de escuchar el plan, pero despide -con un dejo de tristeza- sus ensoñaciones de este día, para comenzar a vestirse para la ocasión. No quiere contrariar a Keimusho y piensa que tal vez sea bueno hacer algo diferente. Más bien, intenta convencerse de ello.

Durante una hora Mayu prácticamente no ha cruzado palabra con Keimusho. No ha hecho falta. Por un lado, el muchacho se ha dedicado a platicarle sobre su día, sin preguntarle nada sobre el de ella, y por otro, insiste en apresurarla mientras charla.

No es la primera vez que lo hace -y ella odia esa estresante rutina-, pero algo en su interior le impide poner un alto. A veces se siente culpable por no asumir de forma optimista la actitud de Keimusho; y otras, imagina que si detiene la actitud impetuosa y nefasta de su novio, le romperá el corazón y terminará por destruirlo. Desde pequeña ha fantaseado con la idea de que sus palabras destruyen.

Últimamente ha intentado algo nuevo para relajarse un poco ante este escenario. En cuanto Keimusho comienza a hablar, toma -al azar- cualquier palabra de su relato interminable, y a partir de ella comienza a imaginar una historia, de esas que le contaba su mamá cuando era niña, con grandes y arriesgadas aventuras y finales esperanzadores.

Se ha percatado que desde que comenzó con esta costumbre, el tiempo se consume más rápido y ella puede concentrarse en lo que esté haciendo en ese momento. En esta ocasión le ha funcionado de maravilla. Sólo 25 minutos después del aviso de Keimusho sobre el plan para esta noche, Mayu está lista, sobre el asiento del copiloto, resignada a acudir a una velada que apunta a ser insufrible.

Tras llegar al lugar, que no le ha dado buena espina desde la fachada, observa a Keimusho entrar triunfante y dirigirse hacia la mesa en la que les aguardan los compañeros del trabajo, que celebran con júbilo la llegada del muchacho pero, sobre todo, que llegue con su acompañante, que ahora luce como trofeo de una épica masculina inédita. Incluso, por un instante, Mayu sospecha que alguna apuesta está involucrada en tan efusiva celebración.

Keimusho se reúne con sus colegas, casi como en cofradía infantil, para repasar las anécdotas del día. Mayu se sienta del otro lado de la mesa, con las parejas de quienes protagonizan esta saga, que ya conoce bien por estas reuniones, pero con quienes difícilmente encuentra algún tema interesante de conversación.

Dos cosas juegan a su favor en esta ocasión: con el paso de las reuniones ha encontrado algunos asuntos superficiales de plática que le permiten consumir tiempo, pero además ahora ha llegado mientras una de ellas, aburrida por supuesto, ya se desarrolla, y no tiene más que saludar y sumarse –callada-, para cumplir con el requisito.

Las personas de este grupo charlan sobre el reciente boom de monedas virtuales, que de hecho es un tema que domina por sus tareas profesionales, aunque le parece un asunto sin sentido, creado por los financieros contemporáneos para engañar bobos.

Pese a que podría opinar algunas cosas, decide mejor escuchar las opiniones desinformadas y absurdas de quienes le acompañan. En el fondo, le gustaría que la plática girara en torno a temas más relevantes como el poco tiempo que dedicamos a una buena lectura, o lo mucho que consumimos cosas inútiles de forma cotidiana.

Cuando piensa en esos asuntos, Mayu siente que está rebelándose un poco de su vida secuencial y predecible. Siente que por unos instantes se retira la pesada máscara que lleva a diario y puede respirar hasta hinchar los pulmones. Siente, en suma, que esas conversaciones –que sostiene casi siempre sólo consigo misma- la aproximan a vivir.

De hecho, -reflexiona- cada vez más ha sentido la necesidad de brindarle espacio a esas ideas y anhelos. Cuando lo hace experimenta, por supuesto, una sensación de desprendimiento de la vida corriente, pero sobre todo, se siente transportada a un mundo distinto, como si por momentos asumiera otra nacionalidad, o mejor aún, como si se exiliara hacia un territorio nuevo y maravilloso.

Mientras repasa estas ideas, se da cuenta que la conversación ha dado un giro hacia la música que suena actualmente en las estaciones de radio –otro tema que le aburre demasiado-, y que además en el transcurso de la charla anterior nadie le ha pedido opinión.

Se le ocurre entonces, en forma traviesa, poner en marcha un experimento. Durante el presente tema, hará comentarios absurdos para ver las respuestas de sus acompañantes. Luego de la más reciente intervención alcanza a soltar algo así como: ¡en realidad Mozart es lo que los DJ están programando ahora con mucha fuerza!

La persona a su lado la ha volteado a ver con cierta curiosidad. En realidad pareciera más como si le preocupara no haber escuchado a ese Mozart que tan de moda está por estos días. Para disimularlo, le contesta a Mayu con un tímido: es cierto.

El resto le dedica una mirada de cuatro segundos a Mayu, mientras asienten fastidiados, en una clara actitud de ignorarla, y regresan a comentar la opinión de la persona previa. La chica se ha divertido mucho con este primer intento y decide continuarlo. Luego de unos cinco comentarios más, su grupo está completamente desconcertado por las intervenciones y han terminado por responder con ideas aún más absurdas.

A Mayu le resulta cada vez más difícil contener la risa, así es que ha decidido ir a la barra por un trago. De regreso, observa a Keimusho discutir acaloradamente con sus colegas, ya en franco estado de ebriedad. Tal vez es hora de anunciar la retirada, o el muchacho se pondrá inaguantable.

Se aproxima a su novio y lo retira un poco del grupo. Keimusho reacciona algo violento y le pide que no lo mueva de donde está, mientras jala el brazo en sentido contrario. Mayu se siente asustada, pues aunque el muchacho tiene un carácter fuerte, nunca lo ha visto reaccionar con tal ira.

Le pide que se tranquilice, mientras le explica que ya es tarde y que al día siguiente aún hay que ir a trabajar. Keimusho la observa con la mirada desbordada en cólera y comienza a reclamarle por asuntos intrascendentes, al menos desde la opinión de Mayu, que ahora está absolutamente desconcertada y comienza a voltear hacia la salida, para huir lo más rápido posible.

Uno de los colegas de Keimusho advierte la escena y avisa al resto, que acuden ahora al rescate de la muchacha. Luego de algunos forcejeos, convencen al borracho impertinente de que es momento de irse y lo tranquilizan. Mayu no quiere estar al lado de este tipo, y siente que algo en su interior está a punto de explotar con la misma fuerza que los reclamos que acaba de experimentar, pero decide guardar el enojo un rato y resolver –como de costumbre- el problema práctico.

Sube al auto a Keimusho, con la ayuda de sus colegas, y emprende la retirada. En el camino, las ideas fluyen libres por su mente. Algunas de ellas la invitan a retomar las ensoñaciones de esta tarde, para escapar un poco de esta prisión, mientras que otras alimentan en ella una naciente vocación de bomba que espera sólo una caricia del viento para emerger con fuerza.

Keimusho se ha quedado dormido en el camino, y eso le ha facilitado el traslado y le ha permitido acomodar un poco las emociones. Lo despierta con calma y lo guía hasta la cama. Una vez ahí, cierra la puerta de la recámara y se dirige al baño ubicado en la sala, para quitarse el atuendo, lavarse y prepararse para dormir. Al salir, se dirige al sillón mientras toma una frazada pequeña. No desea estar cerca del muchacho por ahora.

Al día siguiente, la comunicación entre ambos es apenas la elemental. Keimusho se siente culpable, pero no expresa su arrepentimiento. No obstante, esto no parece ser un problema para Mayu, que desde ese día ha estado ensoñando cada vez más.

Sobre el muchacho, experimenta una suerte de corto circuito: aunque intenta sentir alguna emoción, algo se ha quebrado desde el incidente y no se siente capaz de enojarse con él, pero tampoco de ilusionarse con la posibilidad de la reconciliación.

Él, por su parte, está convencido que en algún momento ella intentará retomar la plática y arreglar las cosas, como siempre lo ha hecho, y comienza a abandonar ese estado de culpa. Se siente cada vez más pleno y en control de las cosas.

Ha pasado una semana desde el incidente y Mayu está, de nuevo, enfocada en resolverle problemas a su empresa. Sus colegas nuevamente han hecho un intento por invitarla a salir, que en esta ocasión ha resultado exitoso. La chica ha pensado que es una buena excusa para no llegar a casa pronto y ha decidido finalmente aceptar.

Para iniciarla adecuadamente en esto de las salidas por un trago, le han elegido un bar muy acogedor, ubicado en un sótano, en el que acuden con frecuencia a escuchar música y charlar sobre los dramas de oficina. Aunque Mayu no se siente particularmente emocionada por el lugar, al menos es mejor que aquel en el que tuvo el incidente con Keimusho.

A diferencia de la semana anterior, los colegas de Mayu comienzan a preguntarle por sus gustos e historia. Una diferencia agradable y estimulante, piensa la chica. No les cuenta muchos detalles de su vida, pero sí los suficientes para que todos comenten cosas personales y ella pueda conocerles mejor.

Conforme avanza la velada, incluso se ha animado a cantar un par de canciones con el resto y a reír con los malos chistes de un par de compañeras que siempre amenizan las reuniones con esos relatos. Aunque no le gustaría repetir la experiencia cada semana, Mayu siente que ha valido la pena arriesgarse y que puede salir con este grupo de vez en cuando.

Se ha sentido muy relajada, pero sobre todo, libre, envuelta en un capullo de mismidad, que no había experimentado desde hacía mucho y que ahora está dispuesta a recuperar. De camino retorna a las ensoñaciones, pero en esta ocasión como un acto de resistencia consciente a la prisión en la que ha vivido durante los dos años anteriores.

Sube las escaleras mientras experimenta una emoción mezclada con angustia. Está con la mente y el corazón claros por primera vez en su vida y sabe muy bien lo que hay que hacer.

Entra al departamento y encuentra a Keimusho echado en el sillón, viendo una película. El muchacho la invita a sentarse, con una actitud de despreocupación, pero ella se niega y apaga el televisor. Antes de que él reclame, le dice que ya no quiere vivir con él ni estar en esa relación. No le da mayores detalles, pero le pide que se tome máximo una semana para encontrar otra vivienda y llevarse sus cosas.

Keimusho intenta reclamar de forma airada y agresiva, pero ella se retira de la sala de inmediato y cierra su recamara con seguro. El tipo está desconcertado y aguarda algunos minutos, inmóvil, hasta que comprende que no logrará nada ese día.

Esa noche, se va a dormir al departamento de un amigo y vuelve al día siguiente para insistir en la reconciliación, ahora en una actitud más conciliadora. Mayu mantiene su postura y le recuerda que tiene una semana para llevarse sus cosas. Al día siguiente, Keimusho insiste, ahora en tono suplicante, pero recibe una final negativa. El muchacho, resignado, se lleva sus cosas en el tiempo acordado.

Mayu ha recuperado su respiración ancha y plena. Siente que finalmente tiene todas las posibilidades del mundo ante ella, y no piensa desaprovecharlas. Ha estado investigando sobre lugares para vacacionar y ha encontrado una estupenda cabaña, entre las montañas, que ha decidido alquilar por dos semanas.

Luego de esto, hace el aviso en su empresa de que, por fin, tomará aquellas largas vacaciones que le deben desde hace cinco años y que deja todos los pendientes en orden y a personas que pueden hacerse cargo de ellos durante esta pausa. Aunque su jefe lo ha tomado con molestia, no puede negarle la solicitud, y le ha deseado un feliz descanso al final de la jornada. Al día siguiente, parte rumbo al anhelado destino. Está convencida que ahí encontrará esa burbuja libertaria que tanto ha ensoñado recientemente, pero sobre todo, está segura que la volverá parte permanente de su vida, la convertirá en ese espacio al cual regresar siempre que necesite reencontrarse.

Tamara

18 lunes Abr 2022

Posted by Edgar Sandoval Gutiérrez in Literatura, Los otros relatos

≈ Deja un comentario

… y mientras crees que visitas Tamara, no haces sino retener los nombres con los cuales se define a sí misma y a todas sus partes.

Las ciudades invisibles, Italo Calvino.

Hay lluvias tan fuertes que terminan por agrietarlo todo. Incluso esa piel extranjera, impostada como propia. Hay lluvias tan fuertes que terminan por purificarlo todo. Incluso nuestros nombres. Hoy, Tamara es lluvia torrencial desde la mirada. Es sismo de magnitudes insospechadas con epicentro en el corazón.

Se ha cansado de intentar comprender a un mundo que la observa sólo a través de las taxonomías. Está exhausta pero, al mismo tiempo, se siente vibrante, como si planeara una batalla que lo definirá todo. Frente a ella está la puerta de cristal que marca la salida de este edificio en el que, hace apenas unos minutos, descartaron, letra a letra, su nombre.

Avanza un poco y aprovecha para recorrer las lindes traslucidas de este infierno que, gracias al día tan soleado de hoy, reflejan un poco su imagen. Se observa minuciosamente y se reconoce exacta, tal como siempre se ha percibido. No puede entender cómo le es tan difícil ser vista así por otras personas. Un instante después, recuerda las palabras que recién escuchó en la oficina del tercer piso y, al observarse de nuevo, se aprecia borrosa, desdibujada.

Cruza finalmente la puerta para ser abrazada por esa ráfaga caliente del verano que ocurre allende los cristales de esta fortaleza corporativa que acaba de abandonar. Camina errática por alguna de las avenidas que la condujo hasta ese lugar. No recuerda bien cuál de todas ellas la llevará de regreso a casa. Es, tal vez, esa sensación de estar desorientada, la que ha desatado la tormenta que se le desborda sin que pueda evitarlo.

Avanza, derrotada, mientras la gente pasa a su lado, indiferente al caudal que atraviesa su rostro y a la desesperanza que deja tras su paso. Parecería como si Tamara fuera sólo una ráfaga de viento que atraviesa tangencialmente el andar apresurado de los autómatas que, cada vez más, forman parte del paisaje citadino.

Luego de incontables pasos, hace una pausa para levantar la mirada. Observa detenidamente los alrededores hasta que sus ojos enfocan aquel pequeño sitio para tomar café. Es un lugar insignificante frente a las majestuosas construcciones que le rodean. Le parece una buena covacha para refugiarse ahora.

Se sienta en la primera mesa que encuentra y se quita el saco beige que había elegido con tanto empeño para la cita de hoy. Sus rulos rojizos, regularmente anchos y vivaces, lucen ahora marchitos. Su blanca piel, casi siempre luminosa, palidece hoy sin remedio.

Las mesas son pequeñas, al menos para su 1.75 de estatura y para sus largas piernas, que siempre le han resultado problemáticas en este tipo de mobiliario. Se acomoda como puede y, ahora sí, seca sus lágrimas por completo.

El lugar está casi vacío, como se podía esperar de un sitio tan insignificante. Sólo lo habitan un par de hombres de mediana edad que la han observado, con una mezcla de curiosidad y repulsión, desde que entró. Están también el barista y una niña que, en la esquina más lejana del lugar, garabatea en una hoja desgastada sin percatarse de lo que ocurre a su alrededor.

La escena le parece irreal. Bien podría formar parte de su siguiente novela, si no le hubieran rechazado la anterior hace unos minutos en aquel palacio de la burocracia literaria que recién abandonó. No quiere pensar por ahora en eso, porque cada vez que lo recuerda, un dolor agudo le invade el pecho y el oleaje arremete de nueva cuenta sobre las costas de su faz.

El muchacho tras la barra nota su llegada -y su facha de desconsuelo-, por lo que aguarda unos minutos a que se recomponga. Una vez que ha visto a Tamara más tranquila, se aproxima y le toma la orden. -Un expreso y una galleta de avena- pide la mujer, sin voltear a ver al dependiente. El sujeto regresa a su sitio y comienza la preparación. Le resulta una persona muy bella, pese a lucir como un residuo de sí misma en este instante.

Tamara aguarda su café mientras saca una libreta de su bolso y comienza a hacer anotaciones. Es más bien un primer esbozo del mapa de lo que hará ahora, pero con ideas que no logran articularse entre sí. Algunas palabras -las más agresivas-, las resalta sobre-escribiéndolas unas tres o cuatro veces.

Ocasionalmente alguna lágrima se le escapa todavía, pero ha logrado contener la mayor parte de esta tristeza visitante. Debe poner orden a sus pensamientos para avanzar. Lo ha hecho en incontables ocasiones desde que tiene memoria. Contener la tristeza, maquillarla hasta lucir agridulce, y luego inventarle otro nombre, resume muy bien la historia de su vida.

Ha escuchado, mientras tanto, algunas carcajadas contenidas, sin mucho esfuerzo, en aquella mesa con los dos estúpidos que no han dejado de mirarla desde que entró. Una furia centelleante emerge de sus ojos, y no tiene empacho en mostrársela a estos dos sujetos, junto con una mueca violenta que los ha hecho girar la vista en otra dirección, todavía con un dejo de burla. Ella sostiene la mirada amenazante durante algunos minutos, hasta que logra despertar algo de miedo en sus contrincantes.

Se siente mejor. Ha logrado sustituir la tristeza por enojo, y al menos eso le ha devuelto un poco de vitalidad. Regresa a su libreta y, mientras repasa las palabras apiladas en ese trozo de papel, no puede evitar que el pensamiento gire, en retrospectiva. Está cansada de luchar para encajar, para no ser vista con sospecha y repulsión.

Mira, todavía con dolor, aquellos años infantiles en los que buscaba en las hojas de papel en blanco su nombre. Tal vez tendría unos cuatro años, y muy pocas aptitudes para la escritura, cuando delineaba trazos al azar en busca de alguna coordenada sobre quién era ella, que pudieran explicarle esa extranjería de sí misma con la que todas las personas a su alrededor la reconocían.

Tal vez un año después, mientras dibujaba líneas aleatorias, sintió una luminosidad abrumadora tras la ventana. Salió al pequeño jardín de su casa, para observarla más de cerca, y pudo notar que provenía de aquel sol que precisamente anunciaba la llegada del verano. Ella no lo sabía entonces, pero esa temporada del año se convertiría en su constante oráculo.

Giro la cabeza en dirección al cielo, y observó detenidamente al sol, hasta que, dos segundos después, la enceguecedora luz la obligó a cerrar los ojos. Aquello fue un evento sumamente afortunado para su búsqueda, pues una vez abrazados los párpados entre sí, comenzó a notar una ligera brisa que recorría el ambiente y que ahora la cobijaba. Sintió cada parte de su cuerpo, y empezó a descubrirlo por primera vez. Al reconocerse, centímetro a centímetro, finalmente dejó de sentirse angustiada. Abrió los ojos nuevamente y ahí estaba, al fin, su nombre, adherido a la piel, a las ideas, a los sueños: Tamara.

Con los años, aprendió a atesorarlo. Sobre todo porque muchas personas lo repudiaban en cuanto lo escuchaban. Eso la entristecía mucho, particularmente cuando intentaba hacer amistades o enamorarse. Entonces, llevar su nombre a cuestas le parecía una lápida, una muralla infranqueable que se interponía entre ella y sus anhelos. Intento disimularlo con apelativos e incluso abandonarlo por completo, pero cada letra regresaba inexorable a su piel y se le aferraba, con tanto amor, que comprendió que era su deber llevarlo en hombros, siempre victorioso.

Simultáneamente, encontró la sensualidad de su andar, la cadencia de su cuerpo, que ya comenzaba a transformarse, y descubrió que al mundo le resultaba muy atractivo eso, y que para ello no importaba ser Tamara sino mostrarse así, tal cual comenzaba a sentirse, holgada y vasta. Al fin empezó a acaparar miradas y pensamientos, pero pronto encontró, de nueva cuenta, que ninguna persona estaba dispuesta a cargar con su nombre. Pero ahora se sentía más fuerte. Lo guardaría para ella y dejaría que recorrieran sus calles sin conocerla.

No obstante, no pudo evitar sentirse vacía, o tal vez vaciada, porque ella no había elegido esa repulsión ni esa aceptación a medias del resto de la humanidad. Quiso volver a sus orígenes, para reencontrarse: Tomó una hoja y pensó en delinear garabatos aleatorios, como en la infancia.

Para su sorpresa, las palabras brotaron, desbordadas, en aquel pequeño lienzo, hasta formar algunas ideas que sonaban coherentes. Al leerlas, se vio reflejada en ellas. Como si formaran parte de su identidad.

Desde entonces, comenzó a ejercitar, todos los días, estos trazos sanadores que delineaban minuciosamente su ser. En algún punto de este experimento encontró insuficientes las ideas confeccionadas y comenzó a visitar las bibliotecas, en busca de nuevas palabras.

Se convirtió en una devoradora de páginas y, de pronto, se descubrió a sí misma capaz de diseñar un universo nuevo, en el que ella podía habitar en paz. Decidió que podía regalarles a otras personas la posibilidad de ello y se auto-proclamó escritora.

Empezó, una vez más en verano, a escribir su primera novela. Pensó que, con todas las imágenes e ideas recolectadas con los años, sería sencillo construir la historia que ahora visualizaba en borrador; sin embargo, había leído demasiadas historias buenas y no sentía que la suya estuviera en ese nivel. Era como si su nombre se le escondiera entre los teclazos y que, ocasionalmente, se asomara para decirle -¡aquí estoy!-, para luego desvanecerse sin dejarle pista alguna de su paradero.

Pero, más que desanimarla, esa búsqueda, hasta ese momento infructuosa, la hizo intentarlo más, investigar más, leer más y luego escribir una y otra vez hasta que, después de unos cuatro años, al fin sintió que tenía una historia que podía ser leída. Siguió entonces los cánones del gremio y envió el manuscrito a cuanta editorial conocía. Recibió, como era esperable, la ausencia de respuesta de muchas y la negativa de algunas más, pero eso no impidió que Tamara mantuviera el ritual de envío, con la esperanza de que alguna de esas empresas encontrara interesante su texto, lo cual también la mantenía dentro del canon de quien aspira a ser leída.

Finalmente, dos años más tarde, la llamaron a una entrevista para conversar sobre su texto. Acudió puntual y emocionada al encuentro, perfectamente vestida para la ocasión y con el corazón desbocado desde que salió de su casa. Se sentó, nerviosa, mientras tres señores de unos sesenta y tantos años la saludaron, tras un escritorio. Hubo un silencio de algunos minutos y un par de ojeadas y comentarios susurrados sobre el escrito. Tamara comenzaba a sudar en forma abundante, pese a que el verano estaba exiliado del edificio gracias a los armatostes del aire acondicionado.

Al fin, uno de ellos se dirigió a la muchacha. Le dijo que el texto era muy bueno y que podía interesarle al mercado al que la compañía estaba orientado. No obstante, le dijo otro de los señores, la idea de usar un seudónimo no les convencía, debido a que su público objetivo era algo conservador. Sería mejor si apelaba a su identidad real, Julio, que era además un nombre que funcionaba en la literatura.

¡Julio! -, pensó ella. Esa dictadura que comencé a derrocar cuando tenía cinco años no existe más y nunca volverá, confirmó en su pensamiento. Además, se lo había prometido a sí misma la primera vez que se había acercado a un chico de la primaria para confesarle que le gustaba, tras lo cual había recibido una golpiza que la tuvo tres días en el hospital.

Sintió crecer dentro de ella ese enojo que la había acompañado, en forma velada la mayoría de las veces, durante mucho tiempo. Respiró profundo y asumió que perdería esta batalla con honor. Se dirigió a los tres tipos y les dijo que, en primer lugar, muchos escritores habían tenido éxito con seudónimos, y que si ella quisiera utilizar uno, no sería un obstáculo para ser leída; pero que, lo más importante era que les debía quedar muy claro que su nombre verdadero era Tamara, y que así quería ser conocida por el mundo. Tomó el manuscrito del escritorio y se despidió, sin dedicar siquiera una mirada, a aquellos decrépitos jueces de lo correcto.

Ahora estaba aquí, sentada en este sitio imposible, intentando vislumbrar qué otras opciones tenía. Haber recordado los orígenes del encuentro con su verdadera identidad la habían calmado un poco. Levantó la mirada y descubrió que los dos tipejos burlones se habían ido. El barista continuaba acomodando enseres tras la barra y la niña sonreía mientras sostenía fuerte aquel lápiz viejo con el que parecía delinear al mundo.

De pronto una claridad inusual recubrió sus pensamientos. Pensó que, a fin de cuentas, la artrítica industria editorial comenzaba a mostrar cuarteaduras por todos lados y que cada vez más existían otros espacios para ser leída, pero sobre todo para escribir, que era lo que le daba sentido a su vida. -Ya se verá-, susurró mientras intentaba convencerse de que sólo había perdido una batalla. Las personas conocidas con quienes compartía el haber descubierto el nombre con los años también habían construido sus victorias sobre la base de muchas derrotas.

Se levantó de la mesa y le indicó al barista, a lo lejos, que había dejado el pago en aquel lugar. Se aproximó curiosa a observar el trabajo minucioso de la niña y encontró un paisaje bellísimo en aquella hoja de papel. No le parecía real que una pequeña de su edad tuviera tantas aptitudes para dibujar, pero no le dio importancia a ese detalle, pues el trazo realmente comunicaba muchas cosas. Se veía como una hoja de ruta que conducía hacia horizontes insospechados.

Le preguntó a la niña por el significado del dibujo y ella le contestó que era un mapa en el que, algún día, se encontraría ella misma. Tamara sonrió, mientras un disparo de adrenalina se le dispersaba por el estómago y la garganta se le cerraba, anunciando nuevamente la humedad. Le dedicó una lágrima y una mirada compañera a la niña, mientras notaba que compartían el rojizo del cabello, y tal vez, algunos rasgos. Acarició su cabello, mientras la pequeña volvía a la concentración de sus tareas, y salió caminando, profusa, de aquel lugar.

Munchausen by proxy

23 miércoles Feb 2022

Posted by Edgar Sandoval Gutiérrez in Alquimia, dibujo, Ilustración, Literatura, Los otros relatos

≈ Deja un comentario

Munchausen by proxy

Ilustración: Sylvaine Nieto

Mientras camina alrededor del parque, Aine siente que libra la más importante batalla de su vida. El aire se le espesa cada vez que intenta recorrer sus pulmones. Conforme avanza por aquellas paredes mucosas, la bocanada sabe a incendio, pero también duele y rasga todo a su paso. Aunque no es una sensación nueva, esta vez le resulta casi insoportable.

Tal vez lo que le horroriza es haber descubierto que ha vivido muchos años con esta enfermedad a cuestas, con aquella inquebrantable sensación de asfixia, como si algo fatal estuviera a punto de ocurrir en cualquier instante; como si el motivo principal de su respiración, todos estos años, hubiera sido la inexorable extinción.

La mirada se le comienza a nublar mientras piensa en esto. Se detiene un momento y dirige su mirada al vacío aquel, adornado de nubes, que la observa desde arriba. Siente aquella luminosidad septentrional asomarse, temerosa, hasta posarse en su piel e hincharla poco a poco.

Este sol que ahora la cobija, jubiloso, parece estar dispuesto a consumir su cuerpo hasta que no quede rastro alguno. En el fondo, es como si este instante abrumador le dijera lo que siempre supo: que se repudiaba tanto como la vida solía hacerlo.

Esa sensación de rechazo era muy antigua, pero en realidad Aine la asociaba en forma más clara con el momento en que decidió estudiar medicina para complacer a su familia, -particularmente a su padre, que había elegido esa misma profesión-, pese a lo mucho que odiaba el mundo de lo verificable y de lo que intenta ser curado.

Aine había pasado toda su adolescencia deseando viajar a los lugares más insólitos, por el simple placer de redescubrirse en cada uno de ellos; por el deseo de perder su nombre en el viaje y asumir tantas personalidades como la imaginación le proveyera.

Luego de esas aventuras, tal vez dedicaría su vida a contar sus historias, o quizás a acumular nuevas ¡Qué más daba! Ya lo descubriría con los años. Por eso este anclaje forzoso de seguir la vocación paterna le pesaba hasta sentir aquella sensación de ahogo, que no mataba, pero tampoco le dejaba hacer mucho más.

Aunque fue una alumna destacada y se graduó con honores, esos años de universidad fueron un tormento que le comenzó a envenenar el alma. Se volvió dura consigo misma y no se permitió mostrar sentimiento alguno desde entonces.

Por momentos, pensaba en aquellos años de planes fantásticos y, unos instantes después, se avergonzaba por seguir guardando esos recuerdos, para luego sentirse fatal por esa vergüenza venenosa. Al final, esa sensación en espiral descendente la iba envenenando de a poquito. Era como si un virus se le diseminara sobre los recuerdos y los infectara sin remedio, gracias a esa culpa maldita.

Durante sus años universitarios no se le conoció novio alguno, pese a que sus padres insistían cada vez más en señalarle que, mientras avanzaba en edad, perdía la carrera por encontrar un esposo que la protegiera y que le garantizara un futuro estable. –Mira que no eres una mujer linda y no puedes darte el lujo de despreciar prospectos- le dijo su madre en más de una ocasión.

Ella no sabía definir en forma precisa si era bella o no, pero definitivamente aquellas palabras le reforzaban la sensación de enfermedad. No es que le atrajera la idea de tener a un hombre a su lado. De hecho, no estaba segura de que sólo ellos le gustaran, porque en ocasiones eran las mujeres las que le resultaban atractivas.

En realidad le seducía, en el fondo, la posibilidad de conocer a las personas, de interesarse por sus vidas -aunque muy pronto ese impulso era sustituido por el de malestar generalizado, y terminaba por cobijarse con aquella indiferencia hacia los demás-.

Había decidido especializarse en ginecología, más por elegir cualquier alternativa que por verdadera vocación. Debido a su inquebrantable talante, había terminado su especialidad con altas notas, y con el prestigio entre los colegas de tener una capacidad de diagnóstico envidiable.

Gracias a ello, había conseguido ser contratada por un hospital privado de renombre en la ciudad, y percibía un ingreso mucho más alto que el del resto de sus colegas de generación.

Aunque no se sentía orgullosa de eso, pensaba que el rápido ascenso le podía permitir un poco de aceptación de su padre, no para que la quisiera más sino, al menos, para que no tuviera expectativas inalcanzables sobre ella.

No obstante, su papá insistía en recordarle que la especialización por la que había optado era para médicos de segunda clase, para mediocres que no habían aprendido casi nada de la profesión.

Mientras le recitaba esa cantaleta, una y otra vez, ella iba sintiendo de nueva cuenta la sensación de descomposición. Podía percibir claramente cómo se le necrosaban las ideas. Así, fue distanciando progresivamente las visitas a casa.

Luego de mucha insistencia, aceptó salir con un médico asistente de su padre que había suspirado por ella, desde los tiempos en que ambos eran compañeros de aula. No tenía ilusiones respecto del encuentro, pero sabía que si le daba entrada podría sortear un poco los reclamos familiares.

Esa primera cita fue algo tormentosa, porque podía oler la desesperación del muchacho. Durante la reunión, mantuvo un aire distante y, en ocasiones, se mostró incluso hiriente y petulante con su compañero de cita. A pesar de eso, el médico insistió en un siguiente encuentro.

A partir de ahí, Aine encontró una nueva diversión: cuanto más se comportara en forma ruda con su pretendiente, más sentía consuelo, como si de alguna manera pudiera transferir, por un rato, esa sensación de enfermedad a este tipo.

Decidió llevar al extremo su experimento, para poder salvaguardar ese pequeño archipiélago de salud que experimentaba al rechazar al doctor. Aceptó la propuesta de ser su pareja y comenzó esa rutina de sobrellevar una relación, que aunque le fastidiaba, se había convertido en su único espacio de alivio.

Desde entonces, algo de vida volvió a su corazón. No porque experimentara algún sentimiento amoroso por aquel sujeto, sino porque tenía un motivo de diversión, una excusa para respirar.

Disfrutaba, por ejemplo, verlo temeroso mientras expresaba sus sentimientos con efusividad. Podía sentir perfecto el ritmo vertiginoso de aquel corazón que se le desbocaba, de tal forma, que las palabras se le entrecortaban mientras soltaba su discurso.

Luego del tremendo esfuerzo desplegado por el doctor -ya agotado-, la miraba en espera de alguna respuesta. Aine tenía una única postura ante ello: lo miraba fijamente, pero su rostro permanecía libre de emoción alguna. Su respiración era pausada y eso le ayudaba a mantener el aire de tensión en el ambiente.

Aguardaba, impávida, durante uno o dos minutos. Pestañeaba un par de veces, tragaba saliva lentamente y abría ligeramente la boca. Un tímido “gracias” se asomaba y no pronunciaba ninguna otra palabra. El muchacho respiraba al fin un poco, y la sensación agridulce de quien obtiene una victoria pírrica se le dibujaba en el rostro.

Aine asumió, luego de unas tres o cuatro veces de practicar este ritual, que el médico terminaría por hartarse, pero eso nunca ocurrió.

Entonces, intentó otras opciones de diversión que pretendían lograr el fastidio de su novio. Por ejemplo, le daba por hacerlo esperar por más de una hora para llegar a las citas acordadas o, incluso, en una ocasión, por no llegar siquiera. Estas acciones le llenaban de placer momentáneo, que luego era seguido por un ligero remordimiento.

Aine se preguntaba continuamente si podía vivir en ese estado de placer efímero durante el resto de su vida o si, en algún momento, podría volver a experimentar algo de la emoción de aquella adolescente idealista y aventurera que había sido.

Pensó que tal vez un giro discreto podría darle un mejor futuro. En cierta ocasión, durante una de esas fases de tormenta causadas por su comportamiento con el doctor, cruzó por su mente la idea de que, tal vez, no le había dado una oportunidad verdadera. A lo mejor si dejaba de resistirse podía sentir algo por aquel tipo.

Decidió cambiar la estrategia como experimento. Al recibirlo en su casa, lo abrazó y le dijo al oído que lo había extrañado. Se separó de él y lo que encontró fue un gesto de desconcierto, incluso de un poco de horror, de parte del muchacho.

Aine no esperaba, definitivamente, esa respuesta. Lanzó un comentario sobre lo bien que se le veía el atuendo elegido para la ocasión pero, de nueva cuenta, recibió una reacción de incomodidad. Decidió abandonar el intento y volver al gesto acostumbrado de indiferencia.

El muchacho respiró de nuevo y su expresión fue la de alguien a quien se la ha concedido, de último minuto, la oportunidad de librar la muerte. De pronto retomó la galantería acostumbrada, como si nada.

Aine se sintió decepcionada. En realidad ella, y este sujeto, no eran más que dos enfermos terminales que se resistían a morir, pero también a curarse. Sin embargo, le daba gusto mantener ese reducto de alivio, en medio de la enfermedad que era esta relación disfuncional. Estaba resignada a seguir con el ritual hasta que la muerte la alcanzara.

No pasó mucho tiempo antes de que la estela fúnebre se asomara. Precisamente esta tarde, antes de ir al parque, su novio le propuso, finalmente, matrimonio; algo que Aine había visto venir desde unos meses atrás, pero que el muchacho no se atrevía a concretar. Ese día, con mucho esfuerzo, finalmente había logrado hacer la propuesta.

Luego de escuchar un montón de palabras inconsistentes y apresuradas, lo miró fijamente durante un minuto y disfrutó, una vez más, de aquella angustia extranjera que consumía a este remedo de hombre, que ahora la miraba suplicante. Dio un trago a su copa de vino y dejó que el contenido se paseara en su boca durante un par de minutos más. Tragó finalmente y contestó con un seco “sí, por supuesto”.

El muchacho, invadido por la taquicardia, balbuceó tembloroso un par de sílabas y la abrazó efusivo. Aine posó ligeramente sus manos en aquellos hombros, unos instantes nada más, y luego lo alejó. –Tenemos muchas cosas que planear- le dijo él. –Tenemos mucho tiempo para hacerlo- contestó ella, en forma mordaz.

Aunque sabía que aquel era su destino irrenunciable, algo dentro de su cuerpo, alrededor del pecho, se le quebró, para su sorpresa. Era como si le hubieran anunciado que su padecimiento crónico estaba a punto de llevarla a despedirse de esa vida que algún día había deseado.

-¿Quieres que vayamos con tus padres para anunciarles nuestro compromiso?- le dijo entusiasmado el doctor. –Ya habrá tiempo para eso- atajó ella en forma fría. El muchacho aceptó, un poco desilusionado, su respuesta.

Se levantaron de la mesa y se despidieron con un beso muy breve. Él se quedó inmóvil y ella le dijo que caminaría un poco. El doctor se dirigió hacia su auto, mientras la volteaba a ver en repetidas ocasiones, y ella giró en sentido contrario, sin voltear atrás.

Mientras avanzaba, Aine sentía una embriaguez incómoda, que le impedía pensar en forma clara. Algo, que no alcanzaba a definir con palabras, le incomodaba demasiado. Siguió su paso, con las ideas peleándose en su cabeza. Sin darse cuenta, había llegado hasta la casa de sus padres.

Tomó un instante para volver inteligible el momento presente. Respiró profundo y supo, por primera vez en mucho tiempo, lo que quería hacer. Avanzó hacia la puerta y tocó el timbre. Su padre la recibió con cierta indiferencia. Se descubrió a sí misma invadida, otra vez, por aquella necesidad de obtener su aprobación pero, en esta ocasión, no dijo nada.

Avanzó hacia la sala, donde la esperaban su madre y él, sentados, y anticipó, sin dudas, que ya sabían la noticia y que esperaban la confirmación de su parte. Se sentó y permaneció callada durante algunos minutos, ante la mirada sorprendida de sus dos anfitriones.

No es que no tuviera algo que decir, sino que había experimentado, de súbito, una visión, sobre el futuro, que la aterrorizó. Se vio a sí misma postrada en una cama, algo vieja, con esa sensación de enfermedad acostumbrada, pero ya sin que le molestara por completo. Su rostro amargado se había convertido en su máscara definitiva. Ya no se le podía distinguir de esa sombra virulenta que, unos años atrás, le había cambiado la vida.

La escena le pareció insoportable. Valía más enfrentar una muerte temprana, al menos la muerte que sobrevendría con el desprecio de aquellos que ahora tenía enfrente, que asumir en forma definitiva esta nacionalidad infecta que estaba por abrazar.

Les contó a sus padres de la reciente propuesta del novio y, ante la emoción materna y una ligera sonrisa de aprobación esbozada por el padre, estiró su mano, pidiendo que detuvieran su júbilo, y siguió su discurso. Añadió que, aunque eso le resolvía muchas cosas del futuro, también la condenaba a una agonía infinita, una que no estaba dispuesta a seguir experimentando.

Los párpados de sus oyentes se estiraron progresivamente, en señal de alerta. Algo no estaba sucediendo conforme a lo planeado. Aine pidió sólo un minuto más para terminar su explicación.

Les habló de los muchos sueños que se le habían quedado atorados en el pasado, de la frustración tan grande que la cobijó después de su elección de profesión y, sobre todo, de esa sensación infecciosa que le carcomía el corazón cada vez que intentaba librarse de este destino que ellos le habían trazado, y que ella había adoptado sin resistencia.

Abrazó el silencio, entonces, y esperó una respuesta. La madre rompió en llanto y decretó el destierro emocional que ella tanto esperaba. Giró la vista hacia el padre, esperando un resultado similar, pero lo vio ahí, inmóvil, empequeñecido, sin poder articular alguna idea coherente. Su mirada extraviada le añadía una nota adicional de angustia a este instante.

El doctor parpadeó un par de veces y finalmente pudo hablar. -¿qué va a decir tu abuelo? Estaba muy ilusionado con esta boda. Seguramente me echará la culpa por tus decisiones- le restregó a Aimé, aunque su tono era más de derrota que de reclamo. La muchacha se sintió desconcertada durante algunos instantes, pero inmediatamente observó a aquel gigante desmoronarse y, tras de él, vio a un infante encogido y lloroso que se parecía mucho a ella.

Decidió abandonar la escena, triunfante, pero muy desconcertada. Todas las emociones se le agolpaban en el pecho y le dificultaban respirar. Tras cerrar la puerta, aspiró fuerte y marcó a su prometido, antes de que sobreviniera la debacle, para comunicarle su cambio de decisión y desearle buena suerte en el futuro, con otras personas.

Lo hizo en un tono ligeramente más cálido, pero sin romper con ese ritual maldito que habían instaurado los dos desde el comienzo. El muchacho, por supuesto, rompió en llanto y comenzó las súplicas, pero ella estaba exhausta y no iba a soportar una vez más esas escenas. Colgó rápido y avanzó.

Pensó en sentarse un momento en alguna banca del parque aquel, a unas cuadras de distancia, en el que había pasado tantos momentos felices en su infancia y hacia allá se dirigió.

Le pesaba avanzar. Pensó que al encarar a sus padres se sentiría finalmente liberada y, aunque algo había de esa sensación en su mente, le pesaba haber descubierto lo profundamente infecciosa que era esa culpa, que no sólo la atormentaba a ella, sino también a sus padres ¿Cuántos más en su linaje habrían pasado por ahí?

En el fondo, le preocupaba no poder librarse por completo de esta herencia fatal, y cargar a cuestas con esa voz tormentosa que la regañaría cada vez que experimentara un poco de placer o de amor.

Se dio cuenta de su llegada al parque, justamente, porque aquellos dedos largos e incandescentes que la invadían desde el cielo le dieron un regalo inesperado: por primera vez en mucho tiempo sentía algo, aunque sólo fuera esta expansión incandescente dentro de su cuerpo.

Volteó al cielo y dejó que la luminosidad la cegara. Cerró los ojos y se quedó con el rostro en aquella dirección durante un buen rato. Tanto, que le pareció desaparecer. Sintió el aire abrazar su rostro y envolver su cuerpo. Volvió a percibir cada centímetro de aquel cadáver en el que se había convertido, mientras renacía en medio de la floresta, y de esta calidez a la que había renunciado muchos años atrás.

Volvió en sí, poco a poco, y sonrío. Estaba segura que la enfermedad buscaría regresar cada vez que ella sintiera alguna duda, pero estaba preparada para encararla. Una anomalía en el sistema le había regalado el anticuerpo necesario y ahora se encontraba, por fin, lista para andar la vida de frente. Avanzó despacio, sin rumbo claro, y contenta.

Bitácora

18 viernes Dic 2020

Posted by Edgar Sandoval Gutiérrez in Literatura, Los otros relatos, Pandemia

≈ 5 comentarios

Martes 25. De acuerdo con el pronóstico del clima, la temperatura actual es de 32 grados centígrados y el viento se desplaza, en este punto particular del planeta, a una velocidad de 50 kilómetros por hora. En la avenida principal de esta ciudad, entre las calles de intransigencia y estulticia, se escucha un reportaje radial en el que se señala que la velocidad a la que se desplaza la saliva emitida, tras un estornudo, puede ir entre los setenta y los ciento cincuenta kilómetros por hora.

Son las 2:45 de la tarde. Mientras la voz del locutor comparte esta valiosa información, un hombre de 45 años que va caminando por ahí, siente una fuerte picazón en la nariz mientras se desplaza. Dirige su mano hacia esa coordenada de su cuerpo para intentar atajar lo que parece inevitable. Posa la palma sobre la boca, que en este momento está desnuda, pero el estornudo supera a sus reflejos y avanza veloz por el aire.

En la misma ruta que este disparo líquido transita una muchacha que camina apresurada, con el bolso al hombro. Su atuendo es pulcro y formal. Se nota que va de regreso a su oficina luego de la hora de comer y que, por las prisas, ha dejado su cubrebocas abajo de la nariz. Apenas logra sentir -como una caricia de viento que le permite soportar el calor del ambiente-, a esta brisa infecta que ahora la invade, pero muchas de las miles de partículas que acaban de abandonar el otro cuerpo alcanzan a introducirse en su organismo.

No lo sabe, pero a partir de este momento, un maravilloso mecanismo de reproducción, que crece en forma exponencial, comenzará a desarrollarse dentro de ella, hasta invadirla por completo, si la buena fortuna sigue acompañándonos. Millones de microorganismos encontrarán ahora un nuevo territorio para construir un hogar que, las más de las veces, será transitorio, pero necesario para mantener su paso por el mundo.

Debe decirse que no se puede prosperar en esta fantástica aventura sin un poco de suerte. Si la temperatura ambiente o la velocidad del viento hubieran sido diferentes, si el señor hubiera tomado en serio la sugerencia de usar una prenda para cubrir su boca y nariz, o si la muchacha hubiera terminado de comer unos minutos antes y hubiera contado con tiempo suficiente para ajustar mejor su cubrebocas, yo no habría podido llegar a esta nueva demarcación. Sí, lo has adivinado, quien te narra este relato es el virus. Déjame contarte mi travesía.

Apenas arribar a este nuevo destino, comienza una labor ardua de colonización. Lo primero es adherirse a alguna célula de la mucosa de la garganta y, de ahí, introducirse en su membrana. Si alguien pudiera retratar este momento, seguro vería una sensual danza fecunda y mortífera, en la que el vaivén del forcejeo anticipa nuestra fatídica victoria sobre los habitantes más pequeños de este cuerpo.

Y es que, luego de penetrar al enemigo, comienza la tarea de multiplicarnos en su interior, hasta que somos tantos que la célula se desborda de nosotros, moribunda, y cae definitivamente abatida. De ahí, nuestros vástagos buscarán reproducir este patrón hasta que no quede un solo lugar en el que no estemos presentes.

Ahora que hemos entrado en el cuerpo de esta muchacha, hemos intentado movernos rápido, sin alcanzar la velocidad de otros cuerpos, lamentablemente. Ella es fuerte. Mientras nos alojamos en la garganta comienzo a notar esto y decido que vale más probar con otro organismo, porque en éste queda claro que no tendremos mucho éxito. Convenzo a algunos de mis colegas y buscamos la mejor ruta de salida. Nos despedimos del resto deseándoles buena suerte en esta empresa, aunque sabemos que muchos de ellos sucumbirán pronto.

No es difícil movernos hacia la boca de la muchacha y, en un nuevo golpe de suerte, resulta que ella tiene novio y justo lo ha visitado hoy en su departamento, después de salir de la oficina. Hace algunos días que no se ven y esa juventud que aún se les desborda hace que, apenas estén uno frente al otro, comiencen una feroz batalla por conquistar esa otra boca, por exfoliarse los cuerpos con la piel ajena, por inundarse en este sudor compartido que ha quedado después del amor.

Con tal nivel de efervescencia, ha sido sencillo desembarcar en el cuerpo del muchacho. Un pequeño contingente avanza para explorar el terreno y, muy pronto, comenzamos a colonizar.

Miércoles 25. El muchacho ha despertado algo afectado ya. La cabeza le retumba, con fuerza tal que es incapaz de escuchar sus pensamientos en forma clara, y sus articulaciones duelen cada vez más. Ha pasado toda la noche tosiendo, al mismo ritmo en que nuestros ejércitos han logrado tomar un número importante de provincias de este novel reino.

Su novia no lo sabe aún, porque tienen poco tiempo de estar juntos, pero este reciente treintañero tiene problemas de coagulación para los que debería tomar las pastillas que le recetó hace un año un médico, pero suele olvidar hacerlo un día sí y los siguientes tres también. Este cuerpo es, sin duda, más apetecible que el anterior.

Jueves 26. El avance de las tropas ha sido muy exitoso y hemos logrado establecer colonias en casi todo este organismo. Su temperatura se ha elevado considerablemente y sus glóbulos blancos han intentado defender con honor el terruño, pero seguimos siendo más en número y nuestro espíritu combativo se mantiene alto.

Aunque la misión lleva buen rumbo, comienzo a pensar que necesito nuevos desafíos. La idea de cambiar de cuerpo me seduce, poco a poco, hasta volverse una convicción. Debo seguir esta aventura de conquista tanto como me sea posible.

Viernes 27. He regresado a la boca del muchacho para planear la siguiente misión. En esta ocasión, sólo he llamado a unos pocos congéneres para que me acompañen, pues ha quedado demostrado que mi capacidad de reproducción es alta y no necesitaré muchos más acompañantes si tengo la fortuna, como hasta ahora, de encontrar otro cuerpo vulnerable.

Precisamente los astros parecen alinearse a mi favor, porque la madre de este muchacho ha acudido hoy a visitarlo para llevarle comida y algunos medicamentos. Aunque usa cubrebocas, ha tenido un fatal descuido al introducir el termómetro en la boca de su hijo, para luego tocarlo con las manos. Nos adherimos al tubo de cristal. Ahí, en este alojamiento temporal, permanecemos unos minutos en espera de que olvide lavar las manos. La maniobra ha sido arriesgada, pero puede resultar.

Con todo el ritual de preparación de la comida para el vástago, la señora efectivamente ha olvidado lavar sus manos y una bendita picazón en la nariz, producto de largas horas de uso del cubrebocas, ha hecho que, finalmente, esta mujer introduzca sus dedos para saciar aquella urgencia de matar la comezón. Hemos franqueado la primera empalizada. Ahora, a la rutina acostumbrada.

Sábado 28. Con esta señora la cosa ha resultado demasiado fácil. El proceso de réplica nos ha resultado más rápido que en ocasiones anteriores, y sus defensas, notoriamente disminuidas e ineficaces, han sido más unos aliados que enemigos en esta tarea. En unas cuantas horas, ella experimenta síntomas que la hacen tumbarse en cama muy pronto. Comienzo a pensar que me aburriré muy rápido y necesitaré un nuevo reto.

Domingo 29. Es notable la forma en que el amor suele acompañarse de lealtad. Ni bien amaneció, el esposo de esta señora la ha llevado al hospital, porque sus síntomas eran ya muy fuertes y su capacidad de respiración muy limitada. La han regresado a casa con un tanque de oxígeno, cual centinela, para mantener el ritmo pulmonar, no sin antes aplicarle una dosis de corticoides que comienza a inquietarme. Mi intuición de ayer era correcta y es momento de dar el siguiente salto. El esposo parece buen objetivo.

Lunes 30. Debo reconocer que la vanidad es un dulce veneno que, una vez que te envuelve en sus coqueteos, anula tu buen juicio y te conduce a una derrota segura. Entrar al cuerpo del esposo fue extremadamente simple. Este señor, que se negaba a llevar a cabo medidas de protección con tal de no estar lejos de su esposa, ha sido el objetivo más fácil de penetrar en mucho tiempo. Comienza la avanzada de nueva cuenta.

Martes 1. Ya en el cuerpo del esposo, me instalo a mis anchas y creo vástagos a placer, que también se han desdoblado a una velocidad inusitada. Siento una cosquilla, un impulso irracional por extenderme por todo ese territorio, por poseer a este anciano que encuentro demasiado apetecible para declarar mi reino definitivo. No, no puedo quedarme aquí, si existen aún otros muchos cuerpos por conquistar.

Ordeno a las tropas actuar sin miramientos y atacar a cuanto soldado enemigo encuentren. En unas cuantas horas, esta persona ha disminuido su oxigenación en forma considerable y su hijo, que ya comienza a recuperarse, decide enviarlo al hospital.

Miércoles 2. Una idea pequeña, pero inquietante como zumbido, me circunda. Esto de la hospitalización no me da buena espina, pero estoy tan extasiado observando cómo mis pequeños han logrado penetrar en casi todo el organismo, que decido minimizar este pensamiento. Seguramente es esa duda recurrente que aparece cuando la victoria se presenta de forma tan sencilla. Debo, más bien, concentrarme en terminar esta empresa y planear el siguiente asalto.

Jueves 3. Acabo de recordar por qué solía hacerle caso a esas advertencias que se me aparecen, frecuentemente, durante la batalla. El señor ha sido aislado en un cuarto, en estado crítico, y no hay prácticamente ninguna persona cerca para comenzar un nuevo viaje de conquista. Sólo acude ocasionalmente un médico que va totalmente cubierto y no ofrece ninguna posibilidad real de contagio. Podría arriesgarme a quedar adherido a sus ropas, pero permanecer en el ambiente por mucho tiempo casi siempre es apostar a una muerte segura. Necesito idear un plan alterno en forma rápida.

Viernes 4. Ahora sí estoy realmente preocupado. Sigo sin encontrar una vía de salida y este hombre comienza a mostrar signos de que no resistirá mucho más. Incluso algunos de mis congéneres, no tan listos como yo, han comenzado a notar que el panorama no luce prometedor. En un acto desesperado, pero absurdo, han acelerado su proceso de reproducción, pensando que eso los salvará, pero sólo ha hecho que el paciente se enfile en una ruta descendente cada vez más acelerada hacia la muerte. Por primera vez desde que comenzó esta guerra tengo miedo.

Sábado 5. Todo está perdido. Hace unos instantes empezaron a fallarle a este viejo algunos de los órganos y ciertos tejidos han comenzado a morir. Veo caer a muchos de mis mejores reclutas y, ahora sí, me he dado por vencido. Me doy cuenta que mi soberbia nubló esa visión tan nítida con la que logré darle a mi especie algunas de las victorias más memorables. No pude contra esa adictiva sensación de poder conquistar, de forma cada vez más fácil, los nuevos territorios.

Ahora estoy en este cuerpo, atrapado sin posibilidades de escape, esperando un final tan patético como sublime: yo que he sido un vehículo de muerte caigo ahora vencido, desbordado por esa noble misión.

Me informan que las bajas han comenzado a crecer. Ya sólo puedo pensar en cuanto tiempo me queda por delante. -Mi general-, me dice uno de mis subalternos, -me informan que el corazón acaba de detenerse. El final es inminente.

Luego de comunicármelo, este fiel soldado ha enloquecido y comienza a intentar penetrar células muertas. Veo, entonces, cómo una enorme oscuridad comienza a cubrir todo alrededor. Para los humanos, ésta será una victoria pírrica, porque aunque habrán detenido la propagación de mi especie, será a costa de perder una vida, aunque en realidad se habrán perdido muchas más: las de todos mis soldados y la propia, en principio de cuentas.

Un último pensamiento me acompaña en este desenlace. Pienso en cuán injustamente nos clasifican los humanos, como amenaza, aunque nosotros simplemente intentamos, igual que ellos, sobrevivir, haciendo lo que sabemos hacer, que no es muy diferente a lo que los impulsa a ellos: llegar, observar y vencer, como lo dijo alguno de sus personajes históricos. También perecemos de formas similares, regularmente súbitas e imprevistas, pero muchas veces producto de la arrogancia. Luego de pensar esto, observo como esa mancha negra que va matando todo a mi paso se aproxima a mí. Ha comenzado a invadirme y dejo de sentir todo alrededor. Dejo que esta marea de vacío me abrace y me cubra con su manto amoroso.

Soliloquio

14 lunes Dic 2020

Posted by Edgar Sandoval Gutiérrez in Literatura, Los otros relatos, Pandemia

≈ 5 comentarios

Una buena caminata matutina siempre sirve para ordenar las ideas. No obstante, estos meses de andar por las calles, con el virus y el confinamiento a cuestas, han sido extraños.

Hay lugares de mi tránsito en los que no es posible encontrar a otra persona caminando, en los que incluso el sonido de mi respiración es el la melodía que más nítida se puede percibir.

Pero en otros tramos de mi recorrido, parecería que nunca se enteraron que había que tomar medidas preventivas. Es más, cuando atravieso por esas calles, suelen regalarme toda una colección de miradas de desprecio, burla o incredulidad por verme usar el cubrebocas.

A mí no me preocupa eso, ni tampoco seguir saliendo a caminar. Lo prefiero a permanecer en mi diminuto departamento todo el día, sentado frente a una pantalla y con las piernas entumidas. Cinco kilómetros a través de las calles, y un par más al dar vueltas en la pista del parque en el que desemboca mi travesía, son una rutina fantástica para estos tiempos.

No obstante, procuro salir bien enfundado con esta prenda que otros ven como mordaza, y a la que yo le he encontrado muchas cualidades recientemente. En particular, he descubierto que ahora puedo ejercer con plena libertad mi actividad favorita: platicar conmigo mismo mientras avanzo por las avenidas.

Confieso que siempre he practicado esta peculiar disciplina pero, antes de la contingencia, solía ser un ejercicio un poco incómodo, pues en más de una ocasión me llegaron a observar con curiosidad clínica, como si pensaran en detenerse un instante y recomendarme una estancia larga en el psiquiátrico más cercano.

No es que me molestara entonces hacer una visita ocasional al nosocomio de especialidad. Más bien era esa sensación invasora que me quedaba luego de saber que otros podían interrumpir con una mirada inquisidora, en franca lectura labial, mis pensamientos. Odiaba la idea de perder ese espacio íntimo que tanta alegría me daba.

Ahora es diferente. La gente puede, cuando mucho, observar que mi quijada se mueve y, a partir de ahí, especular si estoy conversando, si me quejo de algo en particular o si me dedico a esa laboriosa tarea de masticar algún alimento con el cubrebocas a cuestas; pero no pueden tener la certeza de mis palabras o de mis ideas, como antes.

Y la verdad, debo decir que desde que este bendito virus mandó a la gente a guardarse, he sostenido charlas interesantísimas conmigo respecto a los más variados temas: sobre mis canciones favoritas, y cómo el orden de preferencia en mi ranking puede cambiar según mi estado de ánimo; sobre lo malo que es el jamón que compraba antes en el supermercado, y que he cambiado ahora por uno de mejor sabor que, además, se puede pedir a domicilio; sobre lo benéfico que fue haberme divorciado un año antes de esta contingencia y así poder pasar a solas este encierro, sin tener que cargar con alguien más; y, por encima de todos los temas, sobre las muchas lecturas que he podido hacer ahora que no tengo que perder tiempo valioso al desplazarme a una oficina durante más de una hora.

Aunque tengo la obligación laboral de mantener contacto virtual con la oficina central de mi empresa, sólo se requiere que lo haga para presentar a los directivos los avances comprometidos en los proyectos que dirijo, además de las dos revisiones semanales con mi equipo para monitorear avances. El resto del tiempo lo dedico a avanzar en mis tareas y a leer todo lo que no pude en años anteriores. La vida no podría ser tan buena como lo ha sido durante estos meses.

Esta mañana amaneció más fresco y decidí montarme una chamarra gruesa que, añadida a mi adorada mordaza, me han hecho sentir un poco torpe al andar, como si anduviera con un traje espacial encima. A pesar de ello, no dejo que disminuya mi ánimo. Mientras avanzo en mi rutina, comienzo a hablar en voz alta, por supuesto, sobre lo gracioso que me he de ver al caminar con estas ropas. Seguro pareceré un pingüino.

Después de eso, he decidido transitar hacia un monólogo exquisito sobre cómo el sudor provocado por estas ropas ha hecho que reconozca partes de mi cuerpo que ni siquiera recordaba; para luego rematar, antes de arribar al parque, con una perorata sobre mi arrepentimiento por mantener en mi vestidor ¡y luego usar! una chaqueta tan pesada y antigua, en lugar de haber adquirido la ligera y cómoda ropa térmica que vi el otro día en un catálogo en línea.

De ahí, me muevo hacia mi cotidiana charla que busca hacer futurismo de mis lecturas. Particularmente en la novela policiaca que ahora ocupa mi tiempo libre, me interesaría saber si aquella señora malhumorada de la estación de policía tiene algo que ver con el criminal que recién han capturado, y que le ha dedicado una mirada de complicidad a la mujer apenas ha llegado a la estación. Esta misma noche saldré de dudas, porque seguro que en el siguiente capítulo lo resuelven y no pienso dormir hasta terminarlo.

Llego al parque y me enfilo hacia la pista, para comenzar mis acostumbradas quince vueltas a la pista. Decido cambiar el tono de mi charla y ponerme serio. Comienzo a hacer un repaso de los pendientes en mis proyectos y un recordatorio de las metas comprometidas y los plazos en que deberán alcanzarse. Mientras lo hago, observo cómo algunas personas me ven, sorprendidas, y juraría que piensan que estoy en una llamada de trabajo mientras corro. No es la primera vez que me ocurre y, la verdad, me divierte bastante ver sus caras de asombro.

Mientras converso en voz alta intentando recordar el criterio que mi equipo de trabajo decidió para determinar la tasa de descuento del proyecto de inversión en el destino hotelero, noto que una persona lleva un rato trotando a mi ritmo.

Observo un poco y veo que nuestra sincronía en el trote es sospechosamente similar. La volteo a ver y, lo primero que identifico es que está absorta en sus pensamientos, tal como yo estaba hasta hace unos instantes.

El segundo dato que recolecto, en el siguiente vistazo, es que se trata de una mujer, posiblemente un par de años menor, con un par de ojos color miel que retienen mi vista por más segundos de los que yo quisiera, hasta que ella nota que mi atención se ha posado en ellos, y voltea, más en un afán de ahuyentarme, que de fijar su atención en mí. No obstante, su mirada y la mía coinciden durante tres largos segundos que se han alargado hasta volverse infinitos, como noches de invierno.

De pronto, una sensación de alerta, ante el hecho de haber caminado muchos metros sin observar al frente, me hace retornar la visión hacia su curso original. MI corazón acelera y, estoy seguro, no tiene que ver con el trote que mantengo. Doy una nueva ojeada a mi compañera de caminata y veo que es muy atractiva. Siento que mis piernas comienzan a perder fuerza. No había experimentado algo así desde hacía muchos años.

He notado también que dejé hace un buen rato mi conversación de lado. Para disimular, la retomo, aunque creo que no estoy diciendo nada coherente en este momento.No obstante, alcanzo a escuchar que ella también platica algo. Volteo en forma discreta y descubro que ella también está absorta en su monólogo particular.

De repente siento una libertad insospechada. Una loca idea atraviesa mi cabeza. Decido comenzar a lanzarle piropos, a sabiendas de que es muy probable que ella no me escuche. Esta nueva impunidad ha desatado lo mejor de mi imaginación y eso me tiene muy emocionado. Luego de cumplir con mi recorrido, abandono la pista y observo que ella continúa, sin inmutarse, su paso. Me desilusiono un poco, pero regreso a casa contento con esta experiencia.

Al día siguiente repito mi rutina, pero ahora me impulsa la idea de volver a encontrar a esta mujer. Llego al parque y comienzo mi caminata sobre la pista. No hay aún señales de ella. Hasta después de unos 20 metros, siento una presencia cercana y, al voltear la cara, veo que ella nuevamente ha decidido andar por esta pista y hacerlo a la misma velocidad que yo. De nueva cuenta comienzo con mi coqueteo, que otra vez se queda sin respuesta.

Al tercer día intento algo nuevo. Comienzo a platicarle sobre mi vida y mis proyectos en la empresa. Alcanzo a escuchar que ella también platica cosas pero, como no voltea, asumo que se trata de su charla personal y que en ella no estoy presente. Luego de ese día, me resigno a la idea de que esta mujer sea simplemente una compañera de trote y acepto que nuestras conversaciones paralelas jamás se tocarán. Luego de mi divorcio dejaron de preocuparme los asuntos amorosos y no resulta tan mala idea que esta mujer sólo sea una acompañante accidental de mis caminatas. Es más, me gusta saberla tan lejana y próxima a la vez.

Cuarto, quinto, sexto, séptimo día. Esto se ha convertido ya en una rutina muy placentera. Creo que hasta la fecha, le he platicado muchas cosas de mi vida, incluso algunos de mis más terribles secretos.

En este anonimato de la mordaza, de su lejanía, de nuestras conversaciones paralelas, me siento muy confiado para hablar hasta de mis más terribles sufrimientos. Ni siquiera estoy seguro ya de querer dirigirle la palabra intencionalmente algún día. Me gusta mucho esta relación ambigua que hemos construido hasta ahora.

Es el octavo día y ella luce particularmente hermosa. Por primera vez he sentido la necesidad de atravesar la empalizada y hablarle de frente, pero todas mis inseguridades han decretado golpe de Estado a mi voluntad y, finalmente, me he acobardado. Mantengo la rutina acordada y cumplimos con nuestros objetivos de caminata y charla en los términos que, aunque no hemos acordado, tenemos bien aceptados.

Noveno día. Siento una cosquilla en la panza antes de verla, pero cuando ella empareja su ritmo con el mío, me decepciono un poco a sabiendas de que no habrá punto de inflexión en todo esto. Finalmente he entendido que nos quedaremos así infinitamente y no sé si estoy dispuesto a continuar con esta rutina por más tiempo. Algo inusitado acaba de ocurrirme: por primera vez en mucho tiempo no tengo ganas de platicar nada en voz alta. Decido simplemente caminar, al ritmo de la marcha maldita, en este intersticio insoportable que hemos decretado esta mujer hermosa y yo.

Sigo escuchando los balbuceos de esta fémina, pero ahora, noto que puedo entender algo de lo que ella dice. Está enfrascada en una diatriba. Le dice a alguien, seguramente imaginario o distante, que está cansada de hablar sin ser escuchada. Le plantea que desearía tanto que él hubiera podido opinar sobre todas las cosas que le ha contado hasta ahora. Que desearía tanto avanzar unos centímetros y romper esta danza absurda que los mantiene tan alejados.

Dejo de escuchar, pues siento que la boca de mi estómago experimenta un golpe de calor repentino. Luego sobreviene una sensación de esperanza y angustia que me invaden en forma sincronizada ¿Me está hablando a mí?-pregunto al aire, al tiempo que afirmo. Todos los anhelos posibles, todos los sueños del mundo se me aglutinan en los ojos ahora, en una suerte de aleph maravilloso que me inunda y me desborda.

Giro el cuello y dirijo la mirada a aquel par de ojos hermosos que ya me esperan para que encalle. Su mirada al fin es océano que se muestra majestuoso ante mí. Sus pupilas y las mías se tocan en un abrazo que podría permanecer así hasta el final de los tiempos. Su quijada, tras el cubrebocas, se arquea un poco, y forma lo que parece ser una sonrisa. Respondo con un gesto similar y arribamos a la eternidad de un instante que ambos hemos decidido adoptar como nuestra nueva nacionalidad.

Diatriba

03 jueves Dic 2020

Posted by Edgar Sandoval Gutiérrez in Literatura, Los otros relatos, Pandemia

≈ 2 comentarios

Inés despertó algo malhumorada, aturdida por el bullicio de la mañana y por el estruendoso despertador. Abandonó su cama, cobijada por una mezcla de sensaciones encontradas, entre la angustiosa punzada que la urgía a ir al baño y las infinitas ganas de permanecer acostada diez minutos más.

Si bien la prisa se desvaneció en cuanto aterrizó en la taza, no fue suficiente para disminuir su mal humor. Se dirigió al lavabo y comenzó a lavar sus manos mientras se observaba, furibunda y cansada, ante aquel espejo. Estuvo a punto de gritar pero se contuvo, aunque se le escapó una idea entre gruñidos: ¡Este virus tiene mi vida colapsada!

Tomó el cepillo de dientes y comenzó a frotarlo fuerte en su boca. Recordó, aún iracunda, un tiempo no tan lejano en el que podía salir a caminar por las mañanas, antes de comenzar la rutina cotidiana, y que, tras su paso, podía percibir el olor de las flores y sentir aquel frío de la mañana que le inundaba el pecho.

No tenía que angustiarse, como ahora, con ese maldito trozo de tela que, cual prisionero escurridizo, se le cae constantemente hasta el borde del labio superior y debe ir vigilando y reacomodando a cada paso. Su atención, en aquel tiempo que cada vez lucía más lejano en su memoria, estaba completamente centrada en la belleza del entorno, que se le mostraba todos los días, novedosa y fresca.

También añoraba esa posibilidad, siempre latente, de poder tocar a las personas. Sobre todo extrañaba a los amigos, poder intercambiar abrazos y jugueteos durante las reuniones en que festejaban a alguno de ellos; o esas charlas interminables sobre lo que iban descubriendo del mundo, y la certeza de saber que, aunque la alegría de los encuentros terminaría, más temprano que tarde se volverían a encontrar en otro espacio.

Eso último le pesaba en extremo. La distancia con respecto al mundo, que se le había impuesto sin posibilidad alguna de desacato. Los muros de aquella casa en la que ahora habitaba casi todo el día, le resultaban enormes e infranqueables ahora y, poco a poco, la iban asfixiando conforme avanzaban los días.

Comenzó a preguntar a su familia, desde semanas atrás, si sabían algo sobre un posible final del confinamiento, pero siempre recibía miradas de angustia y desilusión, que se acompañaban de un escueto: falta poco.

No es que antes de toda esta locura fuera libre por completo, pero sí añoraba esa facilidad con que podía avanzar por la vida sin necesidad de cuidar cada movimiento o de perder tiempo valioso con las medidas de higiene.

Aunque se sentía impotente, conforme fue repasando estos recuerdos e ideas se tranquilizó, pero todavía experimentaba algo de desesperanza y frustración. Regresó, de súbito, al momento presente. Casi había terminado de lavar los dientes y debía apurarse para desayunar.

Seleccionó un atuendo sencillo y fácil de poner. Total, cada vez le importaba menos lo que opinaran sobre su apariencia aquellos rostros detrás de la pantalla que le acompañaban en las labores durante la semana. Sólo le importaba un poco no lucir muy despeinada, así es que se esmeró en desenmarañar el cabello y mojarlo un ligeramente. Lo ató con una liga y torció un poco con las manos aquella cola resultante.

Vertió un poco de perfume sobre su cuerpo y se detuvo nuevamente frente al espejo. Casi no podía reconocerse ya. El encierro había vuelto más duro su rostro. No recordaba haber esbozado una sonrisa en estos meses. Observaba, más bien, una profunda tristeza que se había enraizado en sus pupilas. Extrañaba el optimismo espontáneo con que encaraba los días hasta hace no tanto tiempo.

Suspiró derrotada, pero con un dejo de resignación. Dedicó una última mirada a aquella silueta taciturna y se preparó para lo inevitable. Ni bien había avanzado dos pasos, escuchó aquella voz maternal, que había sido su remanso en este infierno, decirle: ¡Inés, ya ven a desayunar que vas a conectarte tarde a tu clase!

La niña siguió su paso, lento pero firme, mientras contestaba: ¡Ya voy, mamá, ya terminé de arreglarme!

Llegó a la mesa, aún sin muchas ganas, y se sentó a engullir aquel huevo revuelto que la esperaba, humeante. Su mamá le acarició una mejilla y le hizo un guiño. De pronto, la esperanza se había posado nuevamente sobre aquella chiquilla. Masticó con prisa, pero durante los siguientes minutos se sintió segura, envuelta en los mimos de aquella mujer.

Limpió su boca y se levantó rumbo al escritorio en el que, tras la pantalla, le esperaban inquietos los comparsas de esta fatídica representación escolar. Suspiró fuerte, al tiempo en que se preguntaba si era la única de su clase que tenía estos sentimientos. Giró la mirada al frente y saludó a la comitiva.

Ghetto

20 martes Oct 2020

Posted by Edgar Sandoval Gutiérrez in Literatura, Los otros relatos, Pandemia

≈ 2 comentarios

León suspiró profundo y se talló los ojos con fuerza. Estaba exhausto de estar revisando documentos en la computadora y decidió hacer una pausa para no terminar odiando su tesis de maestría. Su estómago le recordó con un gruñido que no lo había alimentado en un buen rato, y decidió hacer algo para remediarlo.

Se sentía agotado y no quería prepararse nada. Pensó que lo más sencillo sería salir a la tienda de la esquina y comprar alguno de esos paquetes de comida preparada que sólo se meten en el horno de microondas y están listos para comerse.

Tomó su cartera y las llaves del departamento y, antes de partir, miró alrededor para revisar que no estuviera olvidando algo. Luego de unos segundos de pensarlo, concluyó que tenía todo lo que necesitaba. Caminó hacia el elevador, pero no pudo dejar de tener la sensación de que algo faltaba. Sentía como si hubiera salido sin pantalones a la calle.

No le dio tanta importancia a esa idea y, al abrirse las puertas del elevador, se enfiló hacia la salida del edificio. Cruzó el portón y comenzó a caminar hacia la tienda. Repasó mentalmente cuáles podrían ser las opciones de comida a elegir, para llegar con una decisión tomada y perder poco tiempo.

Se rascó la cabeza en forma instintiva y luego bajó la mano para acomodarse el cubrebocas. Aspiró profundo, abrió grande los ojos y sintió un golpe seco en el abdomen ¡Eso era lo que había olvidado! Se sentía no sólo desnudo, sino transgresor y suicida.

Cambió, apresurado, el sentido de sus pasos y entró al edificio, mientras observaba alrededor para detectar si alguien lo había visto. Caminó hacia el elevador, algo aliviado por pasar inadvertido, pero antes de ingresar, notó que uno de sus vecinos, de edad avanzada y con el cual solía discutir en las reuniones vecinales, lo había observado desde su ingreso al edificio.

No había forma de evadirlo. Saludó discretamente, ante la mirada inquisidora del anciano, e ingresó al elevador. De pronto, una ligera cosquilla comenzó a crecer en la nariz de León. Respiró fuerte para contenerla, pero avanzó en forma inevitable hasta salir como estruendoso estornudo. Alcanzó a atajarlo con el antebrazo, como recomendaban los cánones. El viejo le dedicó una mirada de asco y terror a la vez y se alejó rápido, sin voltear.

León se sintió derrotado, aunque no sabía si era por ser descubierto sin el cubrebocas, o como resultado de esa sensación de cansancio transitorio que queda luego de luchar contra la salida de un estornudo. Regresó a su departamento pero ya no tuvo ganas de salir. Era mejor cocinarse cualquier cosa. Esperaba que el haber estado expuesto ante aquel vetusto enemigo no tuviera consecuencias negativas.

Esa noche durmió tranquilo, pese a todo, y despertó contento. Había descansado lo suficiente y estaba listo para retomar sus actividades, pero antes debía ir al supermercado, pues la noche anterior se había percatado que, con esa última cena improvisada, se habían terminado los víveres.

Lavó sus dientes y rostro y se puso lo primero que encontró en el guardarropa. Ya se bañaría al regresar de las compras. Tomó lo necesario para ir al supermercado y salió con paso apresurado.

Ni bien había atravesado el pasillo que lo conducía al elevador, notó que tres de los vecinos se habían asomado en cuanto él cerró su puerta. Todos le dedicaron miradas de furia e inmediatamente después cerraron con fuerza sus entradas. Una cuarta vecina se apresuró para alcanzar el elevador, una vez que León lo había abordado, pero al notar que era el muchacho quien le acompañaría en el viaje, dibujó una expresión de horror y se dio la media vuelta, para tomar las escaleras.

León comenzó a sentirse preocupado, pero no quiso darle tanta importancia. Llego a la planta baja y caminó rumbo a la calle. Ni bien había avanzado unos metros, escuchó un atomizador activarse y luego esa lluvia de partículas alcoholizadas adhiriéndose a su piel y ojos, que ahora estaban irritados y eran incapaces de ver, momentáneamente.

Luego de unos segundos recuperó la visión y alcanzó a observar al portero, que a una distancia prudente sostenía el aparato desinfectante y le decía que eran nuevas políticas de higiene del edificio, acordadas recién esa mañana. León no respondió nada y continuó su camino, ya algo molesto.

Al regresar del supermercado notó que algunos vecinos del frente del edificio se asomaban, vigilantes, y que en cuanto lo vieron llegar cerraron sus ventanas. Al entrar al edificio notó que no había nadie en los pasillos -lo cual era extraño de por sí-, pero además, en la recepción había un letrero grande que decía: «condómino, si sospecha que está contagiado con el virus, no salga. Sea consciente y cuide a los demás». Algo definitivamente estaba mal en todo esto.

Llegó a su departamento y observó que en la puerta estaba pegado un trozo de papel que decía: ¡no salga, sea consciente! Seguramente esto había sido orquestado por el anciano maldito, que algún rumor habría esparcido. No tenía importancia, León no se metía con casi nadie del edificio y no dejaba que nadie interfiriera en su vida.

Siguió con su rutina durante la tarde, pero decidió salir a estirar las piernas al pasillo de su piso. Nuevamente notó puertas que se abrían al mismo tiempo que la suya y personas asomadas por pequeñas rendijas. Caminó a lo largo del pasillo, ahora desafiante, intentando que alguno de los vecinos saliera y le diera la cara. Sólo escuchó puertas cerrarse y, en su paso por alguno de los departamentos, a un vecino llamar al portero y decirle: está afuera.

Un minuto más tarde, escuchó el sonido de las puertas del elevador al abrirse, y vio salir al conserje y aproximarse un poco, a suficiente distancia de León. Le dijo que otro de los acuerdos de la reunión de la mañana era que no se podía permanecer en los pasillos, pues sólo se podía transitar por ellos para acceder a los elevadores y escaleras, para evitar posibles contagios.

León estaba preocupado ahora sí. Le parecía excesivo. Emitió un gruñido y regresó a su departamento, de mala gana. Se sentó de nuevo frente a su computadora y siguió tecleando hasta que el cansancio lo derrotó y se fue a dormir. No cenó, porque el suceso de la tarde le había cerrado el estómago.

Despertó a las ocho de la mañana y tomó una ducha. Se sentía un poco mejor, pero comenzaba a tener miedo. No le gustaba la idea de permanecer encerrado por completo en el departamento y tampoco que se sospechara de su salud. Preparó un gran desayuno, porque no había comido desde la tarde anterior, y lo terminó con calma. Necesitaba pensar el paso siguiente.

Finalmente, luego de analizar lo sucedido con detenimiento, decidió que iba a hablar con el conserje para solicitar una reunión con los condóminos en la que les informaría que él estaba sano. Era la mejor forma de encarar todo esto.

Recogió los platos del desayuno y los depositó en el fregadero. Se lavó las manos y salió para llevar a cabo su plan. Se enfiló hacia el elevador y se acomodó para esperarlo, pero observó que tenía un letrero que decía: no funciona. Le pareció extraño, pero decidió bajar por las escaleras.

Le pareció extraño que en el siguiente piso no hubiera letrero y que la luz indicadora de la apertura y cierre de puertas estuviera prendida. Mientras lo analizaba, se dirigió a las escaleras nuevamente y comenzó el descenso. Ni siquiera había avanzado tres escalones cuando sintió una marea que desde arriba inundaba todo su cuerpo ¡Alguien le había aventado una cubeta de agua!

La ira comenzó a invadirle el cuerpo. Esto como broma había ido demasiado lejos. Se retiró el resto de humedad del cuerpo y, al bajar el brazo observó que su camisa se había desteñido ¡Estos imbéciles me acaban de aventar agua con cloro! gritó con todas sus fuerzas, al tiempo que el enojo comenzaba a convertirse en pánico. Corrió escaleras arriba hasta su departamento, lo cerró con llave y se dio nuevamente un baño para retirar cualquier residuo clorado.

No reconocía ni sus pensamientos y su cuerpo temblaba sin control. Salió de la ducha y se tendió sobre la cama, en posición fetal, mientras lloraba con fuerza. La gente había enloquecido con esta maldita pandemia, alcanzó a pensar entre sollozos.

El resto del día permaneció en su cuarto, casi en estado vegetativo. Sólo por la noche decidió acudir a la cocina por alguna cosa para comer. Se tiró nuevamente sobre la cama, a terminar el día como fuera posible.

Estaba exhausto, pero no lograba conciliar el sueño. Una y otra vez tenía la sensación del agua quebrantando su cuerpo y luego imaginaba que su piel de desprendía poco a poco, mientras sus músculos y articulaciones y huesos se diluían hasta volverse un charco. Despertó en cuanto se percató de lo absurdo de esa idea. Estaba teniendo una pesadilla.

Volteó a ver al reloj de pared. Eran las cuatro de la mañana. Intentó dormir de nuevo pero sólo consiguió hacerlo por espacios cortos, que eran interrumpidos por cualquier sonido que viniera de la calle.

Recién como a las siete y media de la mañana, más por cansancio que otro motivo, el sueño finalmente lo cobijó un par de horas. Despertó con una terrible punzada en la cabeza. Tomó un vaso de agua y se recostó de nuevo. Una hora después, sin lograr dormir de nuevo, se sentó en la cama. No podía estar así por siempre.

Lo más sensato era salir a practicarse un examen y esperar los resultados para mostrárselos a todos. Eso iba a hacer. Se lavó la cara y lo dientes y se cambió de ropa. Se dirigió a la puerta, tomó la perilla y la giró. Cuando se dispuso a avanzar, chocó con aquel trozo de madera. Se sorprendió y lo intentó nuevamente. Obtuvo el mismo resultado, pero esta vez escuchó que la puerta avanzaba un poco, aunque topaba con alguna cosa al otro lado.

Empujó nuevamente con más fuerza, pero la puerta apenas se alcanzó a desplazar medio centímetro. Eso era suficiente para observar lo que había tras la entrada. Era un mueble que la tapaba por completo. Sintió nuevamente pánico y pensó que ahora sí iba a morir pronto, una vez que sus provisiones se terminaran, porque definitivamente no volvería a salir de ahí.

Ese día, nuevamente, lo pasó casi inmóvil, pero ahora tirado en el suelo de su sala. No alcanzaba a comprender los motivos de un plan tan siniestro como éste. Decidió quedarse ahí, quieto, a esperar la muerte. Como había descansado poco, cerró los ojos y permaneció dormido buena parte del día y continuó así toda la noche.

A la mañana siguiente, ya descansado y con la mente más clara, decidió que no iba a morir de esa manera y que tenía que salir a practicarse una prueba. Si no podía hacerlo por la puerta, lo haría por la ventana. Se asomó y vio que como a un meto de la cornisa de su departamento estaba una escalera de emergencia.

Tendría que avanzar un poco con el vacío a un costado, pero si lo hacía lento, y luego pegaba un pequeño brinco, podía alcanzar la escalera. Avanzó a pesar del vértigo que sufría desde niño. Era más fuerte su deseo por terminar con esta mala experiencia.

Justo en la orilla, a punto de brincar, se resbaló un poco, pero alcanzó a estirar su brazo y a agarrar la escalera, aunque se dio un buen golpe contra ella y quedó sólo agarrado de esa mano. Rápidamente usó la otra para afianzarse y puso su pie izquierdo en el escalón más cercano. Luego de eso, bajó por completo y se dirigió al laboratorio más cercano.

Tras 45 minutos de espera, finalmente pudo realizarse la prueba y regresó a casa. Entró por la puerta principal, confiado, y dedicó una mirada de desprecio al portero, que lo observaba sorprendido. Subió por el elevador y, al llegar a su puerta, empujó la cómoda que impedía el paso a su hogar.

Ya adentro, se sintió más tranquilo y se dedicó al avance de su tesis durante los siguientes dos días. Había dejado de hacer mucho en estos días y tenía que recuperar el ritmo de escritura. Exactamente 55 horas después, recibió un correo electrónico con los resultados. Lo abrió nervioso y miró al final del informe: “resultado negativo al virus”. Soltó una risa nerviosa y respiró aliviado.

Después de eso, imprimió muchas copias del examen y las pegó en cuanto espacio común pudo. Quería gritarles a todos sus vecinos que ellos eran los verdaderos enfermos, pero se contuvo. Regresó al departamento y permaneció ahí el resto del día.

A la mañana siguiente decidió salir a comprar algo para desayunar y ver si así había resultado su estrategia. Se encontró con algunos vecinos y recibió lo mismo miradas de tímido arrepentimiento que de indiferencia, pero ninguna que mostrara empatía. Era como si la hoja de resultados estuviera escrita en otro idioma o anunciara con desgano la noticia que estuvo en los diarios la semana anterior.

No le importaba ya. Aunque no pensaba hacerlo aún, terminaría por vender ese departamento e irse de ahí, sin importar que hubiera sido la única herencia que le dejó su padre. No quería saber nada de ese lugar. Compró la comida y regresó al edificio. En la entrada nuevamente estaba el anciano maldito. Decidió no regalarle ni una pista de su enojo. Le dijo buenos días y siguió caminando.

El viejo le dedicó la mirada de desprecio acostumbrada y, antes de que entrara León al elevador, le lanzó un disparo de solución alcoholizada. El muchacho lo miró sorprendido y el señor le contestó burlón: por si acaso. León soltó una carcajada, todavía molesto y cruzó la puerta.

Jiyú

18 martes Ago 2020

Posted by Edgar Sandoval Gutiérrez in Literatura, Los otros relatos, Pandemia

≈ Deja un comentario

La vida comienza a diario con el primer aliento de una taza de té. Desde adolescente, Kenzo descubrió su gusto por el Gyokuro, una infusión muy apreciada en su país natal, al que abandonó apenas terminó la universidad. Otra nación lo recibió fraternalmente, aunque siempre sintió nostalgia por el terruño. Por ello, empezar sus días con un poco de Gyokuro era como sentir a Japón en las venas de nuevo, como tocar base.

Ahora, trabajaba como programador en una empresa de gestión de contenidos digitales en esta nación lejana y, con el encierro decretado por el virus, se había convertido en uno de los primeros confinados por la gerencia, pues su trabajo se podía desarrollar perfectamente desde casa.

Con todo, Kenzo no había sufrido ni un poquito el confinamiento. Si una palabra definía su vida, esa era jiyú, que en la traducción más cercana podría definirse como «libertad», como la libertad de ser quien uno es, pero incluso ser libre de sí mismo.

El oficio de programador le daba la libertad de llevar su mente por territorios que la vida «real» jamás le permitiría. No había mayor autonomía que esa. Al mismo tiempo, esa actividad lo alejaba de sí, de sus demonios, de sus nostalgias. Era la mejor forma de pensar sin pensar.

Por esa razón le daba igual estar en casa que en la oficina. Aunque ahora tenía la ventaja de poder decidir cuándo era el mejor momento para ir por provisiones, que era una de las pocas razones que le invitaban a salir del hogar.

Comenzaba su rutina cada día con aquella taza de té verde. Luego, se preparaba un poco de arroz cocido con un trozo de salmón, porque era lo que le resultaba más rápido de cocinar. A veces, cuando sentía ganas de cambiar el menú, sustituía el pescado por una tortilla de huevo. Comía en 25 minutos; luego una ida rápida al baño y después se sentaba frente a la computadora.

Regularmente eran las 8 de la mañana cuando estaba listo para comenzar las labores. Aunque tomaba un receso corto cada noventa minutos, para realizar estiramientos, podían pasar muchas horas antes de que el estómago le advirtiera que era momento de hacer una pausa más larga. Entonces, dedicaba 35 minutos a su alimentación y retomaba la rutina.

Si bien estaba muy involucrado con su trabajo, se prometió suspender su jornada, todos los días, a las nueve de la noche como máximo. A partir de ahí, iniciaba su proceso de preparación para dormir: cenaba ligero, por lo general un pan tostado con mantequilla y una última taza de té. Luego, leía unas quince páginas de la novela que tuviera en turno, se ejercitaba durante diez minutos para relajar el cuerpo, tomaba una ducha con agua tibia y a la cama.

Seguía, casi sin variaciones, esta secuencia de actividades durante seis días de la semana. Los domingos, al contrario, no realizaba ninguna tarea de oficina, pero era común que hiciera alguna lectura relacionada con su oficio, para mantenerse actualizado y, por las tardes, se daba espacio para ver alguna película que tuviera en su lista de pendientes.

Estaba convencido que la única vía para ser libre era la disciplina y, por ello, se sentía orgulloso de haberse adaptado rápido a este régimen de encierro establecido meses atrás. Entre más se parecieran sus días, mejor podía tener control sobre su libertad.

Hoy Kenzo despertó algo fastidiado e inapetente, así es que, además del té, sólo recalentó un poco del arroz del día anterior y se sentó a trabajar. Le molestaba tener que variar la rutina por futilidades como su apetito. Tampoco sentía en ese momento mucha emoción por avanzar en el proyecto que tenía por delante, pero había que enviar pronto un adelanto. Hizo veinte respiraciones profundas y comenzó a teclear.

El tiempo empezó a desvanecerse conforme sus dedos dibujaban nuevos símbolos en la pantalla. Avanzó más rápido de lo que se había programado, por lo que, como meta, se decidió a terminar la primera versión del proyecto al finalizar el día, aunque aún le quedara una semana para la fecha de entrega. El mundo alrededor lucía más bien difuso, lejano, irreal. Todo lo que existía ahora era un montón de códigos sobre un fondo negro.

Recupero su calma habitual y su alegría. Ese era el territorio libertario que tanto le emocionaba, y que ahora estaba ahí, abrazándolo y diciéndole al oído que el mundo podía esperar. En el fondo era su verdadera patria y, por esa razón, podía estar en éste o en otro país, en la sala de estar o en el cubículo del corporativo. El hogar lo llevaba siempre a cuestas.

Eran las 2:45 de la tarde. Kenzo estaba en el punto más importante del proceso de codificación cuando alcanzó a percibir, distante, una voz que le resultaba familiar. Tardó algunos segundos en fijar la atención en aquel sonido, porque no estaba seguro de reconocerlo del todo, pero finalmente pudo percibir, nítido, aquel llamado que le hacía desear salir de su encierro para conectar con el mundo.

La voz se aproximó cada vez más hasta ser totalmente reconocible y avisarle a Kenzo que el objeto deseado se aproximaba: ¡eloooooteeees! gritaba la voz de un anciano. Aunque el muchacho basaba casi toda su alimentación en la comida japonesa, este manjar lo había seducido irremediablemente desde su llegada al país.

La sola imagen de aquella mazorca embadurnada en crema y queso rallado, adornada con unos toques de limón y sal, le producía una cosquilla en las quijadas y luego aquella secreción que se le desbordaba entre los labios. Para terminar de confirmar el antojo, de su abdomen nació un enérgico reclamo que le pedía ir en busca de aquella maravillosa vianda.

Conocía bien, por el sonido, la distancia a la que se encontraría el vendedor en este momento y calculó que le daba suficiente tiempo para ir por su cubrebocas y bajar los tres pisos que lo separaban de la calle. Además, el señor de los elotes solía detenerse por algunos minutos en espera de que aparecieran los clientes.

Se paró de la mesa y fue directo a su recamara, donde recordaba haber dejado el cubrebocas. Revisó en las cajoneras a cada lado del colchón, pero no tuvo éxito. Se sorprendió un poco, pero pensó que tal vez lo habría dejado guardado en alguno de los anaqueles del armario. Todavía tenía tiempo suficiente para alcanzar al vendedor.

Exploró cada uno de los compartimentos en forma rápida y fue dejando la ropa en desorden, pero en el mismo sitio. Ninguna señal de aquel maldito trozo de tela. Su corazón comenzó a acelerarse. Buscó en la sección de zapatos, pues a lo mejor lo había tirado ahí mientras revolvía la ropa. Aún nada.

Pensó que, aunque era improbable, pudo haberlo dejado en el baño, pues al regresar de la última ocasión en que salió al supermercado tomó una ducha. Se paró en la entrada de esa habitación y la recorrió con la mirada, más bien a la expectativa de que el artefacto se asomara y le dijera ¡aquí estoy! Ningún objeto se movió de su lugar.

Kenzo sudaba ya, mientras pensaba que poco a poco se alejaba su posibilidad de degustar aquel delicioso elote. En un acto desesperado, corrió a la cocina y abrió las puertas de la alacena. Un conjunto de botellas con especias y enlatados resguardaban el lugar. Arriba de ellos, el papel de baño, algunos artículos de limpieza y las servilletas, inmóviles, parecían compadecerse de él. Ningún hallazgo todavía.

Su respiración comenzó a acelerar mientras abandonaba la cocina, porque escuchó la voz del anciano alejarse en forma lenta pero inexorable. Corrió hacia la sala y una silla se le atravesó en el camino. Dio un giro completo que habría sido la envidia de cualquier gimnasta y aterrizó en el sillón. Se compuso rápido y levantó los cojines, desesperado, pero ahí tampoco estaba el cubrebocas.

Se quedó inmóvil, por un instante, mientras repasaba en su mente si le faltaba revisar algún sitio del departamento. El llamado de allá afuera ya lucía a una distancia mayor a una calle. Se dirigió al trinchador y abrió los cajones de los cubiertos y la vajilla. Un segundo después, soltó una sonrisa irónica al confirmar su hipótesis de que era una estupidez que estuviera ahí.

Se sintió derrotado. Bajó los brazos y comenzó a sollozar. Era inaceptable haber perdido el cubrebocas. En ese momento, un pensamiento lo invadió. Se sintió horrorizado ¿Cómo iba a poder salir ahora? ¿Cómo haría para abastecerse? Imaginó entonces la forma en que, gradualmente, la muerte llegaría por él. Se visualizó tendido sobre el piso de la sala, deshidratado y hambriento, mientras los vestigios de su respiración se le escapaban del cuerpo.

Del pensamiento fatal pasó al enojo. Cayó en cuenta que, hasta hace algunos meses, él podía decidir si quería permanecer en casa o salir. No importa que casi no hiciera uso de ese derecho, al menos tenía la posibilidad de elegir. También era libre para sentir el aire entrar directo en sus pulmones, sin esa muralla que lo obligaba a administrar sus inhalaciones.

Cerró los puños y apretó la mandíbula. Parecía como si estuviera a punto de descargar su furia sobre algún objeto pero, en lugar de eso, liberó la tormenta que ya comenzaba a asomarse por sus ojos. Mientras fluía el llanto, se sentía decepcionado por haberse considerado libre hasta ahora. En verdad era un tonto. Su sensación de independencia era tan frágil que aquel pequeño dispositivo desaparecido le había truncado toda posibilidad de moverse más allá de la puerta de su casa.

Se reprendió de inmediato y cortó las lágrimas. Había sido excesivamente permisivo con esto de comprar elotes y eso lo había distraído de su proyecto. Se sentó de nuevo frente a la computadora, mientras recogía con las manos la humedad alojada en su rostro. Observó de vuelta los códigos en la pantalla y sintió que la temperatura de su cuerpo se elevaba, mientras una punzada aparecía en su cabeza.

Era incapaz de descifrar aquellos símbolos que hasta hace una hora eran su idioma favorito. Intentó enfocar un par de veces, pero seguía sin entender nada. Talló sus ojos, pero eso no mejoró el resultado. Aproximó sus manos a la cabeza y tomó entre sus dedos aquellos cabellos lacios que no había cortado desde hacía muchas semanas.

Talló con fuerza el cráneo. Suspiró profundo y comenzó a resignarse. Bajó las manos lentamente hasta llegar al cuello. Ni bien habían aterrizado sus dedos ahí, registraron de inmediato esa sensación áspera de aquel retazo por el que había emprendido una búsqueda frenética. Todo el tiempo había estado ahí, sobre su cuello, ocultándose en el sitio más visible.

Kenzo comenzó a reír. Más bien, se le desbordó una mezcla extraña entre carcajadas y sollozos durante un buen rato. No podía parar de hacerlo y, al mismo tiempo, no quería. Era lo más cercano que había experimentado a la libertad en toda su vida.

Mientras experimentaba esta amalgama de emociones, se dejó caer y rodó por el piso sin control. No quería detenerse hasta estar seguro de haberse vaciado de sentido. Al fin, luego de un tiempo, el muchacho se detuvo. Miró al techo y se levantó. Se sentía ligero. Miró por la ventana para cerciorarse que nadie lo había observado a la distancia, pero de inmediato llamó su atención el arco iris que ahora se asomaba entre los edificios.

Observó las ventanas más a profundidad y se percató que estaban húmedas también. El cielo lo había acompañado en esta extraña catarsis. Se sintió agradecido. Tomó el cubrebocas y lo subió hasta la nariz. Agarró las llaves y la cartera y se dirigió hacia la puerta. Había una ciudad entera por descubrir allá afuera.

← Entradas anteriores

Alquimista & Errante

Edgar Sandoval Gutiérrez

Alquimista & Nihilista

Edgar Valdés

Archivos

Ingresar

  • Registro
  • Acceder
  • Feed de entradas
  • Feed de comentarios
  • WordPress.com

Crea un blog o un sitio web gratuitos con WordPress.com.

Privacidad y cookies: este sitio utiliza cookies. Al continuar utilizando esta web, aceptas su uso.
Para obtener más información, incluido cómo controlar las cookies, consulta aquí: Política de cookies
  • Seguir Siguiendo
    • Atanor
    • Únete a 83 seguidores más
    • ¿Ya tienes una cuenta de WordPress.com? Accede ahora.
    • Atanor
    • Personalizar
    • Seguir Siguiendo
    • Regístrate
    • Acceder
    • Denunciar este contenido
    • Ver sitio web en el Lector
    • Gestionar las suscripciones
    • Contraer esta barra
 

Cargando comentarios...