La última novela de Saramago me dejó un sabor contradictorio. Por una parte, una prosa exquisita; por otro lado, una historia mediocre.
El portugués se da una vuelta por sus pasajes favoritos del antiguo testamento, los más sangrientos o crueles de entre los más conocidos: la expulsión del paraíso, el gran diluvio, la destrucción de sodoma, etc. Lo hace con la sola intención de retratar con su pluma aquellos momentos en que el amoroso Padre se torna irascible, inhumano, vengativo. Nada nuevo, ni en la historia ni en el enfoque.
Utiliza la voz de un Caín vagabundo para recorrer las historias, pero lo hace con un argumento endeble, logrando apenas un palimpsesto de voces inconexas.
Pero Saramago se ha ido, y para aquellos de nosotros, ateos como el gran portugés, Saramago se ha ido para siempre.