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Getto (revisited)

21 sábado Ene 2023

Posted by Edgar Sandoval Gutiérrez in Literatura, Los otros relatos, Pandemia

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Literatura

León suspiró profundo y se talló los ojos con fuerza. Estaba exhausto de revisar documentos en la computadora y decidió hacer una pausa. Llevaba ya algunos meses trabajando en su tesis de maestría y, a estas alturas, avanzaba lento en su escritura. Su estómago le recordó, con un fuerte gruñido, que no había comido en un buen rato, y decidió hacer algo para remediarlo.

Se sentía agotado y tenía ánimos para prepararse algo con los pocos insumos que aún quedaban en su refrigerador. Pensó que lo más sencillo sería salir a la tienda de la esquina y comprar alguno de esos paquetes de comida preparada que sólo se meten en el horno de microondas y están listos para comerse.

Tomó su cartera y las llaves del departamento y, antes de partir, miró alrededor para revisar que no olvidara algo importante. Repasó además sus bolsillos, por si acaso. Luego de unos segundos de pensarlo, concluyó que tenía todo lo que necesitaba. Caminó hacia el elevador, pero no dejó de experimentar ese ligero dejo de angustia: mantenía la idea de que algo faltaba, incluso esa sensación que se experimenta cuando uno sueña que sale sin pantalones a la calle.

Decidió dejarle de dar importancia a esa idea. Al abrirse las puertas del elevador, se enfiló, seguro, hacia la salida del edificio. Cruzó el portón y comenzó a caminar hacia la tienda. Repasó mentalmente cuáles podrían ser las opciones de comida a elegir, para llegar con una decisión tomada y no perder tiempo. El hambre le recorría cada vez más fuerte.

Mientras se aproximaba a la tienda, se rascó la cabeza en forma instintiva y, luego, bajó la mano para acomodarse el cubrebocas. Aspiró profundo, abrió aún más los ojos y sintió un golpe seco en el abdomen ¡Eso era lo que había olvidado! Se sentía no sólo desnudo, sino transgresor y suicida.

Cambió, apresurado, el sentido de sus pasos y unos minutos después entró al edificio, mientras observaba alrededor para detectar si alguien lo había visto. Caminó hacia el elevador, aliviado por encontrar despejado el camino, pero justo antes de ingresar se encontró con uno de sus vecinos -un viejo refunfuñón con el que solía discutir en las reuniones vecinales-, quien lo había observado desde su ingreso al edificio.

No había forma de evadirlo. Saludó discretamente, ante la mirada inquisidora del anciano, e ingresó al elevador. De pronto, una ligera cosquilla comenzó a crecer en la nariz de León. Respiró fuerte para contenerla, pero ésta se expandió en forma inevitable hasta salir como estruendoso estornudo. Alcanzó a atajarlo con el antebrazo, como recomendaban los cánones. El viejo le dedicó una mirada de asco, y terror a la vez, y se alejó rápido, sin voltear.

León se sintió derrotado, aunque no sabía si era por ser descubierto sin el cubreboca, o como resultado de esa sensación de cansancio transitorio que queda luego de luchar contra la salida de un estornudo. Regresó a su departamento y ya no tuvo ganas de salir por alimentos. Era mejor cocinarse cualquier cosa. Deseaba que el haberse encontrado expuesto, ante aquel vetusto enemigo, no tuviera consecuencias negativas.

Esa noche durmió tranquilo, pese a todo, y despertó contento. Había descansado lo suficiente y estaba listo para retomar sus actividades, pero antes debía ir al supermercado, pues la noche anterior se había percatado que, con esa última cena improvisada, se habían terminado los víveres.

Lavó sus dientes y rostro, y se puso lo primero que encontró en el guardarropa. Ya se bañaría al regresar de las compras. Tomó lo necesario para ir al supermercado y salió con paso apresurado.

Ni bien había atravesado el pasillo que lo conducía al elevador, notó que tres de los vecinos se asomaron en cuanto él cerró su puerta. Todos le dedicaron miradas de furia, e inmediatamente después, cerraron con fuerza sus entradas. Una cuarta vecina se apresuró para alcanzar el elevador, una vez que León lo había abordado, pero al notar que era el muchacho quien le acompañaría en el viaje, dibujó una expresión de horror y se dio la media vuelta, para tomar las escaleras.

León comenzó a sentirse preocupado. Llego a la planta baja y caminó rumbo a la calle. Ni bien había avanzado unos metros, escuchó un atomizador activarse y luego esa lluvia de partículas alcoholizadas adhiriéndose a su piel y a sus ojos, que ahora estaban irritados y habían quedado momentáneamente inhabilitados para ver.

Luego de unos segundos recuperó la visión y alcanzó a observar al portero, que a una distancia prudente sostenía el aparato desinfectante y le decía que eran nuevas políticas de higiene del edificio, acordadas recién esa mañana. León no respondió nada y continuó su camino, ya algo molesto.

Al regresar del supermercado notó que algunos vecinos del frente del edificio se asomaban, vigilantes, y que en cuanto lo vieron llegar cerraron sus ventanas. Al entrar al edificio notó que no había nadie en los pasillos -lo cual era extraño de por sí- pero, además, observó que en la recepción había un letrero grande que decía: «condómino, si sospecha que está contagiado con el virus, no salga. Sea consciente y cuide a los demás». Algo definitivamente estaba mal en todo esto.

Llegó a su departamento y descubrió que en la puerta estaba pegado un trozo de papel que decía: ¡no salga, sea responsable! Seguramente esto había sido orquestado por el anciano maldito, que algún rumor habría esparcido. No tenía importancia, León no se metía con casi nadie del edificio y no dejaba que nadie interfiriera en su vida.

Siguió con su rutina durante la tarde, pero decidió salir a estirar las piernas al pasillo de su piso. Nuevamente notó puertas que se abrían al mismo tiempo que la suya y personas asomadas por pequeñas rendijas. Caminó a lo largo del pasillo, ahora desafiante, intentando que alguno de los vecinos saliera y le diera la cara. Sólo escuchó puertas cerrarse y, en su paso por alguno de los departamentos, a un vecino llamar al portero y decirle: está afuera.

Un minuto más tarde, notó el sonido de las puertas del elevador al abrirse, y vio salir al conserje para aproximarse un poco, a suficiente distancia de León. Le dijo que otro de los acuerdos de la reunión de la mañana era que no se podía permanecer en los pasillos, pues sólo se podía transitar por ellos para acceder a los elevadores y escaleras. Eran medidas necesarias para evitar posibles contagios, puntualizó.

León estaba preocupado ahora sí. Le parecía excesivo. Emitió un gruñido y regresó a su departamento, de mala gana. Se sentó de nuevo frente a su computadora, siguió tecleando hasta que el cansancio lo derrotó y se fue a dormir. No cenó, porque el suceso de la tarde le había cerrado el estómago.

Despertó a las ocho de la mañana y tomó una ducha. Se sentía un poco mejor, pero comenzaba a tener miedo. No le gustaba la idea de permanecer encerrado por completo en el departamento, y tampoco que se sospechara de su salud. Preparó un gran desayuno, porque no había comido desde la tarde anterior, y lo terminó con calma. Necesitaba pensar el paso siguiente.

Finalmente, luego de analizar lo sucedido con detenimiento, decidió que iba a hablar con el conserje, para solicitar una reunión con los condóminos en la que les informaría que él estaba sano. Era la mejor forma de encarar todo esto.

Recogió los platos del desayuno y los depositó en el fregadero. Se lavó las manos y salió para llevar a cabo su plan. Se enfiló hacia el elevador y se acomodó para esperarlo, pero observó que tenía un letrero que decía: no funciona. Le pareció extraño, pero decidió bajar por las escaleras.

También le sorprendió que en el siguiente piso no hubiera letrero, y que la luz indicadora de la apertura y cierre de puertas estuviera prendida. Mientras lo analizaba, se dirigió a las escaleras nuevamente y comenzó el descenso. Ni siquiera había avanzado tres escalones cuando sintió una marea que, desde arriba, inundaba todo su cuerpo ¡Alguien le había aventado una cubeta con agua!

La ira comenzó a bordársele en las entrañas. Esto como broma había ido demasiado lejos. Retiró el resto de humedad del cuerpo y, al bajar el brazo, observó que su camisa se había desteñido ¡Estos imbéciles me acaban de aventar agua con cloro! gritó con todas sus fuerzas, al tiempo que el enojo comenzaba a convertirse en pánico. Corrió escaleras arriba hasta su departamento, lo cerró con llave y se dio nuevamente un baño para retirar cualquier residuo clorado.

No reconocía ni sus pensamientos y su cuerpo temblaba sin control, envuelto aún en esa amalgama que había forjado entre la ira y el pánico. Salió de la ducha y se tendió sobre la cama, en posición fetal, mientras lloraba con fuerza. La gente había enloquecido con esta maldita pandemia, alcanzó a pensar entre sollozos.

El resto del día permaneció en su cuarto, casi en estado vegetativo. Sólo por la noche decidió acudir a la cocina, pero su hambre seguía en pausa de cualquier forma. Tomó una fruta al azar y apenas si la mordisqueó. Se tiró nuevamente sobre la cama, a terminar el día como fuera posible.

Estaba exhausto, pero no lograba conciliar el sueño. Una y otra vez tenía la sensación de aquel líquido quebrantando su cuerpo, y luego imaginaba que su piel se desprendía poco a poco, mientras sus músculos, articulaciones y huesos se diluían hasta formar un charco. Despertó en cuanto se percató de lo absurdo de esa idea. Estaba teniendo una pesadilla.

Volteó a ver al reloj de pared. Eran las cuatro de la mañana. Intentó dormir de nuevo, pero sólo consiguió hacerlo por espacios cortos, que eran interrumpidos por cualquier sonido que viniera de la calle.

Recién como a las siete y media de la mañana, más por cansancio que otro motivo, el sueño finalmente lo cobijó un par de horas. Despertó con una terrible punzada en la cabeza. Tomó agua y se recostó de nuevo. Una hora después, sin lograr dormir de nuevo, se sentó en la cama. No podía estar así por siempre.

Lo más sensato era salir a practicarse un examen y esperar los resultados para mostrárselos a todos ¡Eso iba a hacer! Se lavó la cara y los dientes, se cambió de ropa y se dirigió a la entrada. Tomó la perilla y la giró. Cuando se dispuso a avanzar, la puerta no se movió y él, que no dejó que avanzar, terminó chocando con aquel objeto.

Se sorprendió y lo intentó nuevamente. Obtuvo el mismo resultado, pero esta vez escuchó que la puerta avanzaba un poco, aunque topaba con alguna cosa al otro lado.

Empujó nuevamente con más fuerza, pero la puerta apenas se alcanzó a desplazar medio centímetro. Eso era suficiente para observar lo que había tras la entrada. Era un mueble que la tapaba por completo. Sintió nuevamente pánico y pensó que ahora sí iba a morir pronto, una vez que sus provisiones se terminaran, porque definitivamente no volvería a salir de ahí.

Ese día, de nueva cuenta, lo pasó casi inmóvil, pero ahora tirado en el suelo de su sala. No alcanzaba a comprender los motivos de un plan tan siniestro como éste. Decidió quedarse ahí, quieto, a esperar la muerte. Como había descansado poco, cerró los ojos, permaneció dormido buena parte del día y continuó así toda la noche.

A la mañana siguiente, ya descansado y con la mente más clara, decidió que no iba a morir de esa manera y que tenía que salir a practicarse una prueba. Si no podía hacerlo por la puerta, lo haría por la ventana. Se asomó y vio que como a un metro de la cornisa estaba una escalera de emergencia.

Tendría que avanzar un poco, sorteando el vacío que se asomaba a un costado, pero si lo hacía lento, y luego pegaba un pequeño brinco, podía alcanzar la escalera. Avanzó a pesar del vértigo que sufría en ese momento. Era más fuerte su deseo por terminar con esta mala experiencia.

Justo en la orilla, a punto de brincar, se resbaló un poco, pero alcanzó a estirar su brazo y a agarrar la escalera, aunque se dio un buen golpe contra ella y quedó sólo agarrado de esa mano. Rápidamente usó la otra para afianzarse y puso su pie izquierdo en el escalón más cercano. Luego de eso, bajó por completo y se dirigió al laboratorio más cercano. El cuerpo le dolía, pero la necesidad de llegar a su destino le servía un poco de anestesia.

Tras 45 minutos de espera, finalmente pudo realizarse la prueba y regresó a casa. Entró por la puerta principal, confiado, y dedicó una mirada de desprecio al portero, que lo observaba sorprendido. Subió por el elevador y, al llegar a su puerta, empujó la cómoda que impedía el paso a su hogar.

Ya adentro, se sintió más tranquilo y se dedicó al avance de su tesis durante los siguientes dos días. Había dejado de trabajar demasiado y tenía que recuperar el ritmo de escritura. Exactamente 55 horas después, recibió un correo electrónico con los resultados. Lo abrió nervioso y miró al final del informe: “resultado negativo al virus”. Soltó una risa nerviosa y respiró aliviado.

Después de eso, imprimió muchas copias del examen y las pegó en cuanto espacio común pudo. Quería gritarles a todos sus vecinos que ellos eran los verdaderos enfermos, pero se contuvo. Regresó al departamento y permaneció ahí el resto del día.

A la mañana siguiente decidió salir a comprar algo para desayunar, y de paso ver si había resultado bien su estrategia. Se encontró con algunos vecinos, y recibió lo mismo miradas de tímido arrepentimiento que de indiferencia, pero ninguna que mostrara empatía. Era como si la hoja de resultados estuviera escrita en otro idioma o que anunciara, con desgano, la noticia que estuvo en los diarios la semana anterior.

No le importaba ya. Aunque no pensaba hacerlo aún, terminaría por vender ese departamento e irse de ahí, sin importar que hubiera sido la única herencia que le dejó su padre. No quería saber nada de ese lugar. Compró la comida y regresó al edificio. En la entrada estaba nuevamente aquel anciano inmundo. Decidió no regalarle ni una pista de su enojo. Le dijo buenos días y siguió caminando.

El viejo le dedicó la mirada de desprecio acostumbrada y, antes de que entrara León al elevador, le lanzó un disparo de solución alcoholizada. El muchacho lo miró sorprendido y el señor le contestó burlón: ¡Por si acaso!

León soltó una carcajada, todavía molesto y cruzó la puerta. Pensó entonces que el mundo se había vuelto ininteligible desde la llegada del virus. O tal vez sólo se mostraba, al fin desnudo, tal cual había sido siempre.

BURBUJA

16 martes Ago 2022

Posted by Edgar Sandoval Gutiérrez in Los otros relatos

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Literatura

Ilustración: Sylvaine Nieto

Mayu piensa con una rapidez que no deja de sorprender a sus colegas. A base de práctica, ha logrado convertirse en una máquina de procesamiento de información y de análisis preciso de escenarios de riesgo. Ha debido hacerlo así porque una mujer, en el mundo financiero, tiene que desarrollar habilidades extraordinarias para despuntar.

Está muy cerca de convertirse en socia senior de su compañía y no puede permitirse distracciones en la oficina que la desvíen de este propósito. Por ello, se ha ganado fama de antipática entre sus compañeros, pero, al mismo tiempo, es tan buena en su trabajo que todos han tenido que recurrir a su ayuda en algún momento.

No les desagrada, pues incluso la han invitado a salir después de la jornada -en varias ocasiones-, pero Mayu siempre rechaza las invitaciones con el argumento de que tiene pendientes por resolver.

Hoy, jueves, ha sido un día particularmente duro en el trabajo, y esta chica ha tenido que salvar la jornada en varias ocasiones. Mientras resuelve contingencias, Mayu ha estado fantaseando con llegar a casa y echarse en el sillón, con una cerveza en mano, para escuchar su respiración y distinguirla del silencio que desea como aderezo de esta apetitosa escena.

Luego, le encantaría poder tomar un baño y sentir que el agua le arranca la rutina del cuerpo y le permite percibir cada centímetro de su piel, hasta reconstruir un mapa exacto de sus huesos, músculos, folículos y articulaciones.

Tras la ducha, una taza de té y algún platillo delicioso que se prepararía especial y cuidadosamente para la ocasión y, después, retomar alguna lectura pendiente o tal vez mirar un poco de televisión, como pretexto para imaginar todos esos posibles futuros que considera inalcanzables, o para escuchar y abrazar un poco sus pensamientos, o simplemente para regresar al silencio y contemplarlo, con la parafernalia del show bussiness como música de fondo.

Después, imagina aterrizar en cama, rozar un poco aquellas sábanas que le cuidan el sueño cada noche, y jugar un poco a tocar tímidamente sus ingles y observar a la piel contraerse.

A partir de ahí, le gustaría sentir ese desborde lento, húmedo e inexorable que nace en sus entrañas hasta asomarse por la vulva; aproximar las yemas de los dedos para explorar esta bahía en que el oleaje amenaza ya con desbordársele; y emprender finalmente la minuciosa expedición -sin prisa-, hasta arribar a esa explosión fatídica que desarticule su espíritu del cuerpo por algunos instantes.

Le encantaría entonces dejarse caer durante algunos minutos –exhausta-, para abrazar los jadeos y sentir esa otra humedad, que desde su frente emprende rutas insospechadas y termina por colisionar en sus sábanas. De ahí, una vuelta rápida al baño para asearse un poco, y de regreso a la cama, rumbo al territorio onírico.

Hoy ha tenido esta fantasía tres veces. Regresa de la ensoñación cada vez más emocionada pero, al mismo tiempo, lo hace con la ineludible sensación de culpa de quien ha desperdiciado minutos valiosos para la resolución de problemas reales.

Por la noche, al salir de la oficina, Mayu vuelve a imaginar distintos escenarios de disfrute mientras va camino a casa. Luego de 35 minutos de viaje, finalmente estaciona el auto, sube las escaleras de su edificio y toma las llaves de su bolso para abrir la segunda puerta del pasillo de la izquierda.

Ni bien ha terminado de girar la perilla, Keimusho, su novio, aparece en la entrada y la recibe con un beso cálido, aunque prudente. Mayu recuerda de pronto que hace dos años ha decidido iniciar una vida con él, y que ahora comparten hogar. No siempre tiene activo ese recuerdo.

En particular hoy, tras las ensoñaciones, lo ha olvidado y, por eso, una sensación de desilusión visita su mente al verlo, aunque la reprime rápido. Ella estuvo convencida, en su momento, de tomar este paso y no debe dar marcha atrás, pese a la sensación de insatisfacción que ocasionalmente experimenta al compartir espacio con este sujeto.

Luego de superar esta breve duda, ha notado que Keimusho está vestido de forma elegante. Al menos más que de costumbre. Le dedica una mirada suspicaz, tras lo cual el muchacho sonríe y le devela el plan de esta noche: uno de sus colegas de trabajo le ha contado de un lugar nuevo, en el que se puede bailar y beber hasta tarde, y ha decidido que esta noche es una buena ocasión para explorarlo.

Mayu siente una pereza inmensa tan sólo de escuchar el plan, pero despide -con un dejo de tristeza- sus ensoñaciones de este día, para comenzar a vestirse para la ocasión. No quiere contrariar a Keimusho y piensa que tal vez sea bueno hacer algo diferente. Más bien, intenta convencerse de ello.

Durante una hora Mayu prácticamente no ha cruzado palabra con Keimusho. No ha hecho falta. Por un lado, el muchacho se ha dedicado a platicarle sobre su día, sin preguntarle nada sobre el de ella, y por otro, insiste en apresurarla mientras charla.

No es la primera vez que lo hace -y ella odia esa estresante rutina-, pero algo en su interior le impide poner un alto. A veces se siente culpable por no asumir de forma optimista la actitud de Keimusho; y otras, imagina que si detiene la actitud impetuosa y nefasta de su novio, le romperá el corazón y terminará por destruirlo. Desde pequeña ha fantaseado con la idea de que sus palabras destruyen.

Últimamente ha intentado algo nuevo para relajarse un poco ante este escenario. En cuanto Keimusho comienza a hablar, toma -al azar- cualquier palabra de su relato interminable, y a partir de ella comienza a imaginar una historia, de esas que le contaba su mamá cuando era niña, con grandes y arriesgadas aventuras y finales esperanzadores.

Se ha percatado que desde que comenzó con esta costumbre, el tiempo se consume más rápido y ella puede concentrarse en lo que esté haciendo en ese momento. En esta ocasión le ha funcionado de maravilla. Sólo 25 minutos después del aviso de Keimusho sobre el plan para esta noche, Mayu está lista, sobre el asiento del copiloto, resignada a acudir a una velada que apunta a ser insufrible.

Tras llegar al lugar, que no le ha dado buena espina desde la fachada, observa a Keimusho entrar triunfante y dirigirse hacia la mesa en la que les aguardan los compañeros del trabajo, que celebran con júbilo la llegada del muchacho pero, sobre todo, que llegue con su acompañante, que ahora luce como trofeo de una épica masculina inédita. Incluso, por un instante, Mayu sospecha que alguna apuesta está involucrada en tan efusiva celebración.

Keimusho se reúne con sus colegas, casi como en cofradía infantil, para repasar las anécdotas del día. Mayu se sienta del otro lado de la mesa, con las parejas de quienes protagonizan esta saga, que ya conoce bien por estas reuniones, pero con quienes difícilmente encuentra algún tema interesante de conversación.

Dos cosas juegan a su favor en esta ocasión: con el paso de las reuniones ha encontrado algunos asuntos superficiales de plática que le permiten consumir tiempo, pero además ahora ha llegado mientras una de ellas, aburrida por supuesto, ya se desarrolla, y no tiene más que saludar y sumarse –callada-, para cumplir con el requisito.

Las personas de este grupo charlan sobre el reciente boom de monedas virtuales, que de hecho es un tema que domina por sus tareas profesionales, aunque le parece un asunto sin sentido, creado por los financieros contemporáneos para engañar bobos.

Pese a que podría opinar algunas cosas, decide mejor escuchar las opiniones desinformadas y absurdas de quienes le acompañan. En el fondo, le gustaría que la plática girara en torno a temas más relevantes como el poco tiempo que dedicamos a una buena lectura, o lo mucho que consumimos cosas inútiles de forma cotidiana.

Cuando piensa en esos asuntos, Mayu siente que está rebelándose un poco de su vida secuencial y predecible. Siente que por unos instantes se retira la pesada máscara que lleva a diario y puede respirar hasta hinchar los pulmones. Siente, en suma, que esas conversaciones –que sostiene casi siempre sólo consigo misma- la aproximan a vivir.

De hecho, -reflexiona- cada vez más ha sentido la necesidad de brindarle espacio a esas ideas y anhelos. Cuando lo hace experimenta, por supuesto, una sensación de desprendimiento de la vida corriente, pero sobre todo, se siente transportada a un mundo distinto, como si por momentos asumiera otra nacionalidad, o mejor aún, como si se exiliara hacia un territorio nuevo y maravilloso.

Mientras repasa estas ideas, se da cuenta que la conversación ha dado un giro hacia la música que suena actualmente en las estaciones de radio –otro tema que le aburre demasiado-, y que además en el transcurso de la charla anterior nadie le ha pedido opinión.

Se le ocurre entonces, en forma traviesa, poner en marcha un experimento. Durante el presente tema, hará comentarios absurdos para ver las respuestas de sus acompañantes. Luego de la más reciente intervención alcanza a soltar algo así como: ¡en realidad Mozart es lo que los DJ están programando ahora con mucha fuerza!

La persona a su lado la ha volteado a ver con cierta curiosidad. En realidad pareciera más como si le preocupara no haber escuchado a ese Mozart que tan de moda está por estos días. Para disimularlo, le contesta a Mayu con un tímido: es cierto.

El resto le dedica una mirada de cuatro segundos a Mayu, mientras asienten fastidiados, en una clara actitud de ignorarla, y regresan a comentar la opinión de la persona previa. La chica se ha divertido mucho con este primer intento y decide continuarlo. Luego de unos cinco comentarios más, su grupo está completamente desconcertado por las intervenciones y han terminado por responder con ideas aún más absurdas.

A Mayu le resulta cada vez más difícil contener la risa, así es que ha decidido ir a la barra por un trago. De regreso, observa a Keimusho discutir acaloradamente con sus colegas, ya en franco estado de ebriedad. Tal vez es hora de anunciar la retirada, o el muchacho se pondrá inaguantable.

Se aproxima a su novio y lo retira un poco del grupo. Keimusho reacciona algo violento y le pide que no lo mueva de donde está, mientras jala el brazo en sentido contrario. Mayu se siente asustada, pues aunque el muchacho tiene un carácter fuerte, nunca lo ha visto reaccionar con tal ira.

Le pide que se tranquilice, mientras le explica que ya es tarde y que al día siguiente aún hay que ir a trabajar. Keimusho la observa con la mirada desbordada en cólera y comienza a reclamarle por asuntos intrascendentes, al menos desde la opinión de Mayu, que ahora está absolutamente desconcertada y comienza a voltear hacia la salida, para huir lo más rápido posible.

Uno de los colegas de Keimusho advierte la escena y avisa al resto, que acuden ahora al rescate de la muchacha. Luego de algunos forcejeos, convencen al borracho impertinente de que es momento de irse y lo tranquilizan. Mayu no quiere estar al lado de este tipo, y siente que algo en su interior está a punto de explotar con la misma fuerza que los reclamos que acaba de experimentar, pero decide guardar el enojo un rato y resolver –como de costumbre- el problema práctico.

Sube al auto a Keimusho, con la ayuda de sus colegas, y emprende la retirada. En el camino, las ideas fluyen libres por su mente. Algunas de ellas la invitan a retomar las ensoñaciones de esta tarde, para escapar un poco de esta prisión, mientras que otras alimentan en ella una naciente vocación de bomba que espera sólo una caricia del viento para emerger con fuerza.

Keimusho se ha quedado dormido en el camino, y eso le ha facilitado el traslado y le ha permitido acomodar un poco las emociones. Lo despierta con calma y lo guía hasta la cama. Una vez ahí, cierra la puerta de la recámara y se dirige al baño ubicado en la sala, para quitarse el atuendo, lavarse y prepararse para dormir. Al salir, se dirige al sillón mientras toma una frazada pequeña. No desea estar cerca del muchacho por ahora.

Al día siguiente, la comunicación entre ambos es apenas la elemental. Keimusho se siente culpable, pero no expresa su arrepentimiento. No obstante, esto no parece ser un problema para Mayu, que desde ese día ha estado ensoñando cada vez más.

Sobre el muchacho, experimenta una suerte de corto circuito: aunque intenta sentir alguna emoción, algo se ha quebrado desde el incidente y no se siente capaz de enojarse con él, pero tampoco de ilusionarse con la posibilidad de la reconciliación.

Él, por su parte, está convencido que en algún momento ella intentará retomar la plática y arreglar las cosas, como siempre lo ha hecho, y comienza a abandonar ese estado de culpa. Se siente cada vez más pleno y en control de las cosas.

Ha pasado una semana desde el incidente y Mayu está, de nuevo, enfocada en resolverle problemas a su empresa. Sus colegas nuevamente han hecho un intento por invitarla a salir, que en esta ocasión ha resultado exitoso. La chica ha pensado que es una buena excusa para no llegar a casa pronto y ha decidido finalmente aceptar.

Para iniciarla adecuadamente en esto de las salidas por un trago, le han elegido un bar muy acogedor, ubicado en un sótano, en el que acuden con frecuencia a escuchar música y charlar sobre los dramas de oficina. Aunque Mayu no se siente particularmente emocionada por el lugar, al menos es mejor que aquel en el que tuvo el incidente con Keimusho.

A diferencia de la semana anterior, los colegas de Mayu comienzan a preguntarle por sus gustos e historia. Una diferencia agradable y estimulante, piensa la chica. No les cuenta muchos detalles de su vida, pero sí los suficientes para que todos comenten cosas personales y ella pueda conocerles mejor.

Conforme avanza la velada, incluso se ha animado a cantar un par de canciones con el resto y a reír con los malos chistes de un par de compañeras que siempre amenizan las reuniones con esos relatos. Aunque no le gustaría repetir la experiencia cada semana, Mayu siente que ha valido la pena arriesgarse y que puede salir con este grupo de vez en cuando.

Se ha sentido muy relajada, pero sobre todo, libre, envuelta en un capullo de mismidad, que no había experimentado desde hacía mucho y que ahora está dispuesta a recuperar. De camino retorna a las ensoñaciones, pero en esta ocasión como un acto de resistencia consciente a la prisión en la que ha vivido durante los dos años anteriores.

Sube las escaleras mientras experimenta una emoción mezclada con angustia. Está con la mente y el corazón claros por primera vez en su vida y sabe muy bien lo que hay que hacer.

Entra al departamento y encuentra a Keimusho echado en el sillón, viendo una película. El muchacho la invita a sentarse, con una actitud de despreocupación, pero ella se niega y apaga el televisor. Antes de que él reclame, le dice que ya no quiere vivir con él ni estar en esa relación. No le da mayores detalles, pero le pide que se tome máximo una semana para encontrar otra vivienda y llevarse sus cosas.

Keimusho intenta reclamar de forma airada y agresiva, pero ella se retira de la sala de inmediato y cierra su recamara con seguro. El tipo está desconcertado y aguarda algunos minutos, inmóvil, hasta que comprende que no logrará nada ese día.

Esa noche, se va a dormir al departamento de un amigo y vuelve al día siguiente para insistir en la reconciliación, ahora en una actitud más conciliadora. Mayu mantiene su postura y le recuerda que tiene una semana para llevarse sus cosas. Al día siguiente, Keimusho insiste, ahora en tono suplicante, pero recibe una final negativa. El muchacho, resignado, se lleva sus cosas en el tiempo acordado.

Mayu ha recuperado su respiración ancha y plena. Siente que finalmente tiene todas las posibilidades del mundo ante ella, y no piensa desaprovecharlas. Ha estado investigando sobre lugares para vacacionar y ha encontrado una estupenda cabaña, entre las montañas, que ha decidido alquilar por dos semanas.

Luego de esto, hace el aviso en su empresa de que, por fin, tomará aquellas largas vacaciones que le deben desde hace cinco años y que deja todos los pendientes en orden y a personas que pueden hacerse cargo de ellos durante esta pausa. Aunque su jefe lo ha tomado con molestia, no puede negarle la solicitud, y le ha deseado un feliz descanso al final de la jornada. Al día siguiente, parte rumbo al anhelado destino. Está convencida que ahí encontrará esa burbuja libertaria que tanto ha ensoñado recientemente, pero sobre todo, está segura que la volverá parte permanente de su vida, la convertirá en ese espacio al cual regresar siempre que necesite reencontrarse.

Resistencia (revisited)

14 martes Jun 2022

Posted by Edgar Sandoval Gutiérrez in Literatura

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Literatura, Pandemia

Ginger Quinn camina con prisa y temor, como tantas veces desde que apareció el virus. Lleva en el rostro el acostumbrado trozo negro de tela que le cubre la mayor parte de las pecas, y que disimula la sonrisa agridulce con la que suele caminar en su trayecto al trabajo desde hace tanto tiempo.

Sus cabellos rojos, largos y ondulados, danzan al ritmo de sus pasos. Más bien, parecieran brincar, sin orden ni control, mientras enseñan la urgencia de esta muchacha que camina agitada y concentrada en sus pasos.

Todos los días recorre dos kilómetros para llegar a la estación de transporte subterráneo más cercana que, luego de 15 estaciones, finalmente la deja en su odiado trabajo como vendedora telefónica en una compañía de seguros.

Este singular rencor a tan chispeante ocupación ha crecido durante las últimas semanas, debido precisamente a la contingencia decretada ante la eminente llegada de la amenaza biológica, que tanto le aterra desde que fue anunciada. De hecho, la amenaza sanitaria no ha hecho más que refrendar la precaución que adoptó ante todo, como modo de vida, ni bien había salido de la adolescencia, para sobrevivir al mundo.

Sobre todo ahora, ella preferiría permanecer segura, en casa, a salvo de cualquier contagio, pero en las oficinas centrales han decidido que lo mejor es trabajar las jornadas completas, en tanto las autoridades no les pidan lo contrario, pues el pánico de la gente ha provocado un incremento en la demanda por seguros del 300 por ciento en los últimos dos meses.

Ginger odia esa absurda explicación, repetida por sus jefes cada lunes para «incentivar» a los empleados. -Como si nosotros recibiéramos algunas migajas de las ganancias que se está embolsando la compañía en estos meses- se repite la chica, en voz baja, después de escuchar el infame mantra.

De pronto se ha percatado que, por ir pensando en esto ha olvidado observar si, durante las últimas dos calles, alguna persona ha pasado muy cerca de ella, o si todos los transeúntes portan el cubrebocas o la careta obligatorias. Ha tomado como un reto personal esto de cazar infractores e insultarlos por arriesgar a los demás con sus imprudencias.

A unas cuantas calles de su destino inicial, finalmente se ha percatado que un muchacho avanza con el rostro desnudo, mientras sostiene una guitarra por un lado, y por el otro le acompañan un par de amigos que utilizan el cubrebocas como sostén de sus incipientes papadas.

No puede evitar sentir un calor que le invade la cabeza, mientras sus quijadas comienzan a ejercer una presión desbocada una contra la otra. Es demasiado descaro en una sola escena y ella está convencida de detenerlo.

Aún distante de los muchachos, pero con suficiente proximidad para ser escuchada, les grita una serie de insultos bien seleccionados para la ocasión, al tiempo que les pide que se cubran el rostro conforme a las reglas sanitarias.

Los muchachos parecen escuchar un poco de aquella perorata recitada por Ginger, pero no le prestan tanta atención. Contestan con algunas risas juguetonas y siguen su camino.

La chica decide avanzar más rápido y confrontarlos, pero el paso de aquellos infractores se ha acelerado tanto que, luego de unas tres calles, les ha perdido la pista por completo. Asume la derrota y regresa la atención a su caminata, pues ya sólo faltan tres calles para entrar a la estación y no puede desviarse de su itinerario si quiere llegar a tiempo.

Además, el ingreso a la estación del suburbano le ha parecido, en estas semanas, un asunto que demanda toda su atención, para mitigar la profunda angustia que le provoca.

Particularmente hoy, conforme se aproxima a la entrada, comienza a imaginar que está por adentrarse en el abismo, o peor aún, en las puertas del infierno. Casi en automático, ha empezado a sonar en su cabeza aquella vieja canción, highway to hell, que reproducía su tío cuando ella era adolescente. Amaba aquella versión cantada por Bon Scott, con esa sexy voz rasposita que le invitaba a vivir sin ataduras: living easy, living free, season ticket on a one way ride.

No obstante, todo lo que consigue su mente en este momento es reproducir aquella versión con la espantosa voz de Brian Johnson, como si un cortocircuito en su mente la obligara a vivir encadenada a ese tono chillón.

Intenta acallar la interpretación un par de veces pero es inútil. Ahora debe concentrarse en que su entrada a la estación sea lo más segura posible, y abandonar la ensoñación sobre esos destellos libertarios que tanto le fascinaban cuando era adolescente.

Decide ignorar el estribillo, pese a que se reproduce en bucle en su cabeza. Sin embargo, no puede dejar de pensar, en forma irónica, que tal vez esa vida desenfrenada de la que habla la canción es muy similar al festín infeccioso del que ahora serán partícipes los cientos de personas que, en este momento junto a ella, caminan escaleras abajo para abordar el tren.

Comienza a sofocarle el calor corporal acumulado de la gente que avanza sin pausa. Puede percibir perfectamente los cuerpos pegajosos e infestados, invadiéndola. La canción regresa a su mente: hey mama, look at me, I’m on my way to the promised land. Una profunda nausea amenaza con salirse de su cuerpo y salpicar a estos zombies que ahora danzan a su lado, en dirección al averno motorizado que está próximo a llegar.

Aborda el vagón y descubre un asiento vacío. Se apresura a ocuparlo y cierra los ojos. Prefiere no pensar en los antecedentes higiénicos de la persona que estuvo sentada antes que ella. Aspira y suspira profundo.

La tonadita en su cabeza al fin le ha dado una tregua. Entonces, comienza a ser consciente de su hartazgo de esta rutina esclavizante. De ambas, de la de acudir a su estúpido trabajo y de la labor de vigilar todos los rincones en busca del virus.

El sopor la adormece durante tres estaciones pero, repentinamente -en medio de esta pausa onírica-, ha tenido una revelación. La angustia por el “enemigo oculto” allá afuera es lo que la mantiene próxima a la asfixia. Debe intentar recuperar su vida con un último acto liberador, retornar a aquellos tiempos de música y desenfado de la adolescencia.

Como un susurro que atraviesa por su cabeza, le ha aparecido la idea de que tiene que explorar los alrededores, en busca del siguiente paso. De reojo observa que el tipo con la guitarra y sus prófugos amigos están en el mismo vagón ¿sería acaso todo lo ocurrido una profecía de su liberación?

Al tiempo que piensa en ello, también ha regresado a su mente una vieja imagen, de ella misma empuñando una guitarra hace algunos años, sentada al lado de su tío mientras él le enseñaba los acordes de aquella canción que hoy ha aderezado su trayecto. Seguro será fácil recordarlos.

Entonces, aquella loca idea que se anidó hace unos instantes en su mente termina de madurar. Aunque ella es muy tímida, necesita darle un giro a su vida y está dispuesta a romper con todas sus ataduras y dirigirse directo al infierno, para liberarse: Taking everything in my stride, don’t need reason, don’t need rhyme, ain’t nothing I would rather do…

Se levanta, sin algún signo de duda, y camina firme en dirección al músico. Toma su guitarra y, ante la mirada desconcertada del tipo y sus amigos -que esperan la reprimenda inevitable ahora que han sido descubiertos por su persecutora-, emite un pequeño guiño sugestivo que parece invitarlos a ser sus cómplices silenciosos en esta travesura que está por comenzar.

Ellos, enmudecidos, cambian la expresión de sus rostros a una que parece de curiosidad. -¿Qué estará pensando hacer esta pelirroja subversiva?- parecieran pensar, a decir del gesto que dibujan ahora.

Ginger avanza hasta la esquina más próxima del vagón. Se recarga un poco y enfunda la guitarra, dispuesta a dar paso a la insurrección. Con un primer rasgueo, anticipa a los viajantes lo que está por comenzar. Las miradas, todas, se posan sobre ella. La expectación se ve aderezada por una serie de arpegios que mantienen una tensa calma, a punto de fenecer.

De pronto, comienzan a florecer de la garganta de Ginger los primeros cantos, en un nítido registro de contralto. Por momentos, parecieran emular a una versión suburbana de Norah Jones, tal vez con algunos toques de entonación contestataria de Amy Winehouse. La gente no puede ya dejar de mirar a la chica. Algunos incluso han comenzado a mover la cabeza o las manos al ritmo de la canción.

La pelirroja se siente al fin en control de algo en su vida. Está extasiada. Decide entonces que es momento de llevar las cosas al límite. Si esta es su puerta de salida, habrá de tomarla con ímpetu.

Entonces, libera su canto para explorar los confines de su capacidad vocal. Ya en alguna ocasión alguien le había dicho de las posibilidades de llegar a niveles de soprano, pero había sido escéptica al respecto. Ahora sabe que es cierto y que puede hacerlo con soltura.

Con el cambio de voz, la gente parece haber encontrado una invitación a la disidencia absoluta. Algunos comienzan a brincar sin control, mientras otros interpretan la canción en forma desgarradora y potente. La mayoría se ha despojado de sus cubrebocas e invade el espacio vital del resto.

En el ambiente se respira euforia, sudor y viralidad. Nadie parece preocuparse ya. Ginger termina su interpretación en lo más alto, con un solo de guitarra que se despliega, emancipado, hasta desaparecer.

Ya no hay más música. La gente, aún excitada, repite algunas veces más el coro, hasta que se percatan que la interpretación de Ginger ha terminado. Comienzan a germinar los rostros de incertidumbre. Las voces se vuelven más bien rumorosas y entrecortadas. Todos, incluso la muchacha, esperan a que ocurra algo que indique el paso a seguir. 

Uno de los pasajeros, que permanece oculto entre la masa, lanza de repente un feroz grito y los demás los siguen. La catarsis ha llegado a su punto máximo. Algunas de las personas ubicadas hasta atrás del vagón se mantienen solitarias, disfrutando aún de esta breve sensación de libertad, pero muchos comienzan a conversar entre sí.

Unos proponen realizar estos actos en el transporte público como medida de protesta. Otros más se aproximan a Ginger y le plantean comandar las acciones de resistencia, para que ahora incluyan las pintas en lugares públicos y la proclama de consignas a ciertas horas del día.

La chica sólo alcanza a sonreír, pero no responde. Esto parece no importarle al grupo, que ahora comienza a discutir entre sí la pertinencia de los actos propuestos. Ella se percata, en ese momento, que la siguiente es su estación y devuelve la guitarra. El dueño del instrumento lo recibe con gusto, pero apenas si le pone atención, porque se ha sumado, al igual que sus amigos, a una discusión sobre las posibles canciones contra el virus que habría que escribir ahora.

Ginger toma posición de salida en la puerta del vagón, junto con otras diez personas, que intentan no tocarse demasiado, aunque ello resulte inevitable. El tren llega a la estación y ella comienza a colocarse de vuelta el cubrebocas, algo apenada por haber incumplido con la norma sanitaria. Observa a las otras personas que la acompañan en esta peregrinación. Muchos también han devuelto a sus rostros el objeto de tela.

Regresa la mirada al frente. Una cosquilla le invade el cuerpo al caminar. Aunque las pisadas le pesan un poco, el resto de su cuerpo flota. Se siente infectada por una sensación de claridad mental y determinación.

La revolución que ella buscaba no estaba afuera, en esas conversaciones etéreas que pronto se volverán un recuerdo más en las mentes de aquellas personas que ahora deja tras el vagón, y entre las que ya comienzan a dibujarse algunos tosidos y carraspeos sospechosos.

Lo de ella es algo más: el comienzo de una búsqueda sin respuestas claras, pero que le resultará más útil que contestar un teléfono de 8 a 6. Está decidido. Arribará en dos minutos a la oficina de su jefe y le dirá que renuncia a partir de ese momento. Ahora tiene claro que ella sólo quiere vivir. Lo que venga con ello, será el pavimento de su propia ruta hacia el infierno.

Circadiano

14 miércoles Oct 2020

Posted by Edgar Sandoval Gutiérrez in Literatura

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Literatura, Los otros relatos, Pandemia

A mitad del sueño, un extraño ruido, distante, va creciendo en intensidad dentro de mis oídos hasta que la mente, aún somnolienta, identifica claramente que aquel perturbador sonido pertenece al golpeteo de un martillo. Según parece, proviene de la ventana de uno de mis vecinos, aunque todo alrededor es todavía turbio.

Ni bien he pensado esto, un cuestionamiento, ahora terrorífico, invade mi cabeza: ¿Qué hora es? Abro rápido los ojos y recorro el horizonte visible para obtener una respuesta. La luz inunda, profusa, mi cuarto, lo cual no me da pista alguna, pues mi departamento suele estar iluminado casi todo el día. Al menos sé que no es de noche, pero eso no es alentador porque puede significar que voy tarde para cualquier cosa.

Observo mi ropa, para ver si con ese dato puedo saber en qué momento estoy. Llevo puesta mi bata y mi pijama. Esto podría darme más información, pero inmediatamente recuerdo que desde hace meses, cuando comenzó el confinamiento, no uso más que ropa de dormir durante el día.

De cualquier forma, el golpe de adrenalina que recién experimenté me ha despertado, ahora sí, y los recuerdos empiezan a acomodarse. Debí quedarme dormida después de que terminara la clase virtual de Daniel, mi hijo ¡Claro, ya lo recuerdo! Estaba agotada y, al concluir su sesión virtual, lo senté en el sillón de la sala a ver una película y me fui a dormir.

Estiro la mano hacia la cajonera de mi lado izquierdo y agarro mi despertador. Son las dos de la tarde. Sólo dormí 30 minutos, pero sentí como si hubieran sido tres horas. Debo aprovechar el tiempo que le quede de película a Daniel para darme un baño rápido, cocinar y sentarme a preparar mi clase de las cuatro.

Soy traductora de oficio y trabajo para una empresa transnacional de componentes electrónicos: realizo las traducciones simultáneas en inglés y francés de las reuniones semanales que sostienen entre las diferentes sedes; y también elaboro, reviso y ajusto las versiones escritas de diferentes documentos de trabajo que utilizan en forma cotidiana.

No obstante, desde que comenzó la pandemia el flujo de tareas de la empresa disminuyó en forma importante y mis ingresos también, por lo que he tenido que ofrecer clases de ambos idiomas para tener dinero suficiente para cubrir los gastos básicos de la casa.

Edmundo, el papá de Daniel, se fue de casa hace un año y medio y, desde entonces, sólo sabemos de él cada cinco o seis meses, cuando deposita en mi cuenta una cantidad tan ridículamente pequeña que ni siquiera recuerdo el monto, y la acompaña de un mensaje en el que me avisa de la transferencia y le manda saludos a su hijo -para que se los haga llegar yo, claro está-.

A pesar de estar solos, Daniel y yo nos habíamos organizado bastante bien para cumplir con las obligaciones laborales y de la escuela, y para tener un poco de tiempo de convivencia los fines de semana; pero desde que apareció este maldito virus, todo orden posible desapareció.

Desde entonces, mis días transcurren más o menos así: despierto a regañadientes a eso de las 10 de la mañana para darme un baño rápido y luego despertar a Daniel, que me hace el relevo en la regadera mientras le preparo algo para desayunar. Sus sesiones escolares virtuales ocurren de 12 a 2 de la tarde, -aún no se por qué su maestra eligió ese horario-, y luego tiene que dedicar casi toda la tarde a resolver los ejercicios y tareas, que cada día son más complicados y extensos.

Mientras él toma clase, yo aprovecho para avanzar lo más posible en las traducciones del mes, que aunque ahora son menores, requieren tiempo y concentración; pero como todos mis vecinos están confinados en el edificio, el ruido puede llegar a ser insoportable y no logro avanzar mucho en ese lapso.

Al finalizar las sesiones de Daniel preparo la comida mientras él limpia un poco nuestro departamento, que no es muy grande. Comemos y de ahí cada uno a sus rutinas: él a sufrir con las tareas y yo a preparar clases.

En los días buenos imparto hasta cuatro sesiones de una hora, por lo que termino entre 8 y 9 de la noche, pero eso significa que puedo obtener una parte importante del ingreso necesario para completar los gastos del mes. No todas las semanas son buenas, pero hasta ahora he podido lidiar con el pago de las cosas más importantes.

A eso de las ocho y media preparamos la cena y mi hijo se va a la cama después de eso, aunque pide que lo acompañe unos 10 minutos, en lo que concilia el sueño. Luego retomo ya con más velocidad y concentración las traducciones y, si me da la energía, avanzo un poco en la planeación de clase. Por lo regular son las 3 o 4 de la mañana cuando aterrizo finalmente en cama.

Confieso que muchas veces no tengo ni idea de la hora que es, porque dejé de usar reloj de mano debido a las medidas sanitarias y ahora ya ni siquiera tiene pila. Lo que me salva es que tengo programadas más de diez alarmas en mi celular que me avisan de las cosas urgentes.

El tiempo se ha vuelto intrascendente en estos meses. Un día puede parecer tan similar al siguiente o ser completamente distinto, lo cual no depende de la secuencia de actividades, sino de qué tantos imprevistos aparecen por el hecho de no tener precisamente una noción clara de las horas y los minutos.

Hoy, luego de muchas semanas de actividad continua, decidí dormir una siesta porque ya no soporto más el cansancio, pero siento que el resto de mi día se volverá insoportable por haberme permitido este pequeño lujo.

Mi cuerpo está muy torpe y mis pensamientos aún más. Es como si estuviera todavía en el umbral de los sueños y, al mismo tiempo, el mundo avanzara rápido mientras lo veo pasar ante mis ojos, y mis manos y cabeza no respondieran adecuadamente.

Termino de preparar la comida con lo que voy encontrando de las sobras de otros días. Me siento muy inquieta porque no logro recordar dónde dejé mis apuntes de clase. Le pregunto a Daniel, pero tampoco lo recuerda en ese momento, porque ya lidia con sus propias angustias al tener que resolver problemas de geometría.

Poco a poco mis ideas y movimientos retornan al ritmo normal, pero sigo sin encontrar mis papeles y ya sólo falta media hora para la clase. Engullo rápido y sin detenerme a ver lo que pruebo, porque mi mente sigue concentrada revisando cada espacio de la casa para averiguar dónde se encuentran mis apuntes.

Finalmente, dos bocados antes de terminar, recuerdo el lugar y voy hasta él. Me olvido por completo de mi comida y reviso lo que tengo que exponer hoy. Quedan cinco minutos para comenzar la conexión. Mientras leo apresurada mis notas me pongo una camisa y un saco que casualmente hoy combinan perfecto con mis pantalones de pijama. Tengo previamente seleccionadas seis combinaciones de prendas que me permiten lucir profesional frente a la cámara, sin perder la comodidad de mi atuendo del resto del día, y las voy variando cada semana.

La angustia de no estar preparada para la clase me ha dejado un poco acelerada y mis alumnos de la primera clase lo notan, porque me detienen constantemente para repasar algunos conceptos que no han quedado claros. Puedo notar en sus rostros algo de molestia. Espero no decidan abandonar el curso.

Conforme avanza la tarde he ido recuperando ritmo, pero todavía me siento algo aturdida. Luego de un café entre clases y algunos ejercicios de respiración cierro la sesión de las ocho ya en buena forma.

Regreso con Daniel, que hoy ha terminado antes sus pendientes, por lo que mira la televisión desde hace un buen rato. Le hago de cenar mientras él prepara su cama para dormir. Está agotado también y no tarda mucho en dormirse.

Retomo la traducción de un comunicado que enumera las medidas que adoptará la empresa para tener una ocupación presencial del 50 por ciento de trabajadores en sus sedes: Uso obligatorio de cubrebocas y mascarilla durante toda la jornada laboral, que no podrá ser mayor a 6 horas; distancia forzosa de dos metros entre cada estación de trabajo; pausas escalonadas de cinco minutos cada noventa para que el personal reciba limpieza y desinfección por turnos: los empleados que tienen algún trato con proveedores o público van primero, aquellos que están obligados a moverse por diferentes módulos de trabajo son los siguientes y, finalmente, acuden quienes están asignados a una tarea específica durante toda la jornada.

Como última pero no menos importante disposición, todos los empleados deberán llevar su propia comida y consumirla en su puesto de trabajo. Al finalizar esto, deberán limpiar los recipientes con toallas sanitarias y sus manos con alcohol. Todos los desechos deberán ser depositados en contenedores especiales.

Aunque la traducción de todo esto no es complicada, pienso en cómo se le puede explicar a las personas, en el idioma que sea, que no volverán a sus rutinas acostumbradas, que estarán aisladas y monitoreadas a partir de ahora, como si fueran una máquina más. Imagino sus rostros intranquilos al leer este trozo de papel que ahora configuro en otras lenguas.

Me sorprende además la obsesiva exigencia de las instrucciones. Todo estará precisamente medido y calculado. Recuerdo entonces haber leído en un viejo texto de la universidad, en la clase de administración, que este modelo de trabajo ya existía hace un siglo. Le llamaban taylorismo y basaba su éxito en esa cadencia ininterrumpida de movimientos alineados a una cadena de montaje. Se suponía que habíamos superado eso hace mucho, pero todo parece retornar al mismo punto tarde o temprano (y mientras pienso esto, sé que lo he leído ya en alguna parte, pero no recuerdo dónde).

Pienso en sus rutinas prácticamente carcelarias y las comparo con las mías. En realidad no hay gran diferencia. Yo soy esclava del no-tiempo tanto como ellos lo son de la higiene y la lejanía.

Por un instante añoro esa vieja libertad que tenía hace algunos meses, pero rápidamente elimino esos pensamientos, pues acabo de recordar que en realidad sólo transitaba entre mis rutinas laborales y las domésticas.

Se me escapa una risa irónica. En realidad lo único diferente ahora es que estoy consciente de que nunca fui libre. Mi corazón se estruja al pensarlo. Quisiera mandar a la mierda todo. De todos modos, no se qué otra cosa podría hacer de mi vida salvo esto, así es que capitulo en mis intenciones libertarias.

Entre ideas y tecleos, mis párpados comienzan a juntarse. Mi noción de lo real es cada vez más espesa y borrosa. Sin consultar el reloj, asumo que es muy tarde ya. En algún momento, que no identifico bien, dejo de estar despierta.

Todo vuelve a ser calma y silencio. Mi mente reposa al fin en las mansas aguas del sueño. Puedo sentirme cobijada dulcemente por mi respiración pausada.

Despierto de pronto, asustada, y en automático estoy casi de pié a la orilla de mi cama. Mi respiración está agitada. He tenido un sueño en el que un terrible virus obligaba a la humanidad a mantenerse confinada durante semanas o meses. Era desesperante.

Soñé también que Daniel y yo éramos esclavos de la ausencia de tiempo y que nos convertíamos en autómatas ¿o no era un sueño? Un golpe seco en la boca del estómago me ha invadido ahora. Volteo a verme y me descubro en pijama. Una mirada rápida alrededor y veo que ya es de día, pero no se si eso sea suficiente información.

Volteo a ver el despertador. Son las siete de la mañana. Creo que sólo fue un engaño de mi mente, una broma pesada. Quiero dormir unos minutos más antes de comenzar la rutina que me llevará a la oficina. Cierro los ojos, aunque mantengo un poco el estado de alerta. Me sumerjo de nuevo en la somnolencia.

Despierto nuevamente agitada ¿cuánto tiempo ha pasado desde que cerré los ojos? Me duele la cabeza demasiado. Tuve un sueño terrible: soñé que soñaba…

Lecturas incompletas

07 miércoles Abr 2010

Posted by Edgar Valdés in Literatura

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libros, Literatura

¿Cuáles son las razones para abandonar un libro antes de terminarlo? Si consideramos que la mayor parte de nuestras lecturas son seleccionadas libremente, eso significa que algo nos acercó al título o al autor: un libro previo, una reseña prometedora, una recomendación entusiasta, o simple curiosidad.

En el último caso, es natural que un libro que destellaba en la librería resulte más adelante un fiasco. Pero más complejas son las razones detrás de los demás supuestos: un autor decae en su estilo, o varía tanto que ya no es lo que esperábamos. Una recomendación (profesional o casual) puede venir de una persona con un gusto especial, que no coincide con nuestro paladar.

Y allí estamos: con un libro entre manos, apenas más allá del primer capítulo, con la desagradable sensación de continuar a disgusto, por la manía de terminar todos los libros (no hay libro tan malo que no contenga algo bueno, decía Plinio el Viejo); o con el libre ánimo de otorgarle piadosamente un lugar en nuestra biblioteca, esperando a un lector más sabio, más paciente. O quizá  nos espera a nosotros mismos en un futuro de mayor ocio y de menor exigencia.

Pendientes atanoreanos

20 miércoles Ene 2010

Posted by Edgar Valdés in Anécdotas

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atanor, libros, Literatura, pendientes

1. Serie «Sobre la Amistad«, relativa a las opiniones sobre este tema vertidas por pensadores clásicos. Sólo he publicado breves artículos con las opiniones de Aristóteles y Cicerón.

2. Algunos artículos sobre el Código de Derecho Canónico. Es sorprendente la legislación que regula el actual mundo católico, comparándola con el quehacer y pensar de sus integrantes.

3. La lista de lecturas desafiantes, dedicada a aquellos libros que por alguna razón, propia del libro o propia del lector, me han resultado complicados.

4. La continuación del relato de John y Cash, el dueto que se quedó en un simple esbozo.

5. La segunda parte (de muchas, muchísimas) sobre mi permanente relectura de La Guerra y la Paz.

6. La ampliación/actualización de mi lista de pornstars.

7. Renovar mis recomendaciones de ilustradores y fotógrafos, acompañados de un pequeño texto cuidadosamente seleccionado.

8. A un año de estar en WordPress, mis artículos favoritos del blog, propios y ajenos. Existe otro proyecto al respecto, pero de ello ya tendrán noticias más adelante.

9. Siete días, siete autores. Versión renovada para cada inicio de mes. La idea es reseñar cuentos, ensayos o relatos breves.

10. Serie Miércoles de Cómic. La tengo muy abandonada. Hace rato me espera una relectura y reseña por entregas de Watchmen. Imagino un artículo por cada uno de los 12 tomos del cómic.

11. Las aportaciones para The Fantasies Project . No sé si deba convocar a terceros a realizar aportaciones voluntarias. No siempre tengo el tiempo de entrar al Photoshop para actividades lúdicas.

12. Iniciar formalmente la serie de El Burócrata Ilustrado, al cual pertenece este artículo.

13. La revisión de la Anábasis, que prometí hace tanto.

14. Y finalmente, una idea que me viene rondando hace meses pero que siempre termino postergando: una reseña de mis blogs favoritos.

Resumen vacacional

12 martes Ene 2010

Posted by Edgar Valdés in Literatura

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Cine, libros, Literatura, vacaciones

Obligado por la economía, los compromisos familiares y el cansancio acumulado, pasé la última temporada de descanso en casa, en mi pequeña ciudad a mil seiscientos metros sobre el nivel del mar, coronados el día de hoy, vísperas de mi regreso al trabajo de oficina, con un grado centígrado bajo cero y una tubería rota por el hielo que expande su propio volumen en esa magia líquida que recorre las entrañas de las calles.

Este es el resumen de lo que hice y lo que dejé de hacer durante dieciocho magníficos días de molicie y abandono, pegado a las pantallas de la tv y la computadora.

1. Blade Runner.

No comprendo del todo la película, debo admitirlo. Pero la dirección de Ridley Scott, la morosidad de los planos y las secuencias, la absoluta lentitud, la soledad y frío de las calles, la señorita Rachel y su mirada tristísima, todo eso y todo lo que falta por mencionar, la han convertido en una extraña película predilecta entre mi pequeña colección. Mi perplejidad aumentó cuando me enteré de la gran cantidad de versiones de esta película. Las últimas líneas de Roy Batty son memorables. Me llama la atención de forma particular que las escenas más poéticas estén a cargo de los replicantes y no de los humanos, y que de hecho el elenco sea mas bien mínimo.

2. El Cantar de los Nibelungos.

Es una breve obra caballeresca de la antigua Alemania. Redescubierta por la crítica en el romanticismo del siglo diecinueve, narra la historia del héroe Sigfrid y la tragedia de su amor por Kriemhild. Abandoné la lectura un par de semanas antes de salir de vacaciones, y es fecha que se mantiene dentro de un cajón, en espera de una mayor disponibilidad para sus frases reiterativas y su visión pagana de un mundo ya inexistente.

3. Entourage.

Producida por Mark Walhberg y protagonizada por Adrian Grenier (Vincent «Vince» Chase), Jeremy Piven (Ari Gold), Kevin Connolly (Eric «E» Murphy), Jerry Ferrara (Turtle) y Kevin Dillon (Johnny «Drama» Chase)., esta serie presenta la vida de un joven actor en ascenso, Vince, que pasa la vida con sus tres amigos, parásitos de una fama ajena y anhelada, el despilfarro de dinero volátil y poco valorado, mujeres hermosas pues no puede ser de otra manera, y en fin, unos diálogos excelentes por lo poco ambiciosos y sin interés por la eternidad. Una serie muy masculina.

4. Oblivion

Es un videojuego lanzado hace un par de años por la compañía Bethesda Softworks y galardonado por la llamada crítica especializada. Básicamente es un Role Playing Game, con una narración bien estructurada, unos gráficos cumplidores y unas misiones de juego alternas a la historia principal que aseguran cientos de horas de búsquedas y peleas en un ambiente medieval. En lo personal, pasé más de cincuenta horas de juego sólo en cumplir las misiones principales y algunas alternas, pero lo he dejado por la paz. Me esperan Half Life 2 y Gothic 3.

5. Moby Dick

Por motivos de trabajo, he estado viajando los últimos dos meses a una pequeña población a mitad del desierto, a cuatro horas y media de distancia de casa. Las noches de hotel las paso mirando series de tv y leyendo esta novela de Herman Melville. Las vacaciones me dejaron en casa, así que he abandonado la lectura de este libro de viaje. Me he quedado a la mitad, donde el capitán Ahab da rienda suelta a su locura y la tripulación se contagia de esa cacería mítica de la ballena blanca.

6. Avatar & Sherlock Holmes.

No me sorprendió la última cinta de James Cameron. Los efectos visuales son grandiosos, claro, pero en esta época es raro ver una cinta sin esos efectos: Terminator Salvation los tuvo, por ejemplo, y me fascinaron. Pero esta cinta peca de ser una versión más digital de Danza con Lobos, Pocahontas, y demás cintas que recorren ese sentimiento de culpabilidad por las culturas perdidas en nuestro afán civilizador.

Sherlock Holmes, por su parte, goza de una estética más exquisita y de  una dirección más cuidada. No cae en excesos ni se obsesiona por un solo tema o personaje. Tiene la peculiaridad, eso sí, de retratar un siglo XIX como lo han hecho en Hollywood de forma reiterada: una sociedad mecanizada y positivista transportada en carruajes y barcos de vapor. Pero se disfruta bastante, hay que decirlo.

7. There Will Be Blood

Admiro, como de costumbre, la actuación de Daniel Day-Lewis (¿es bueno o sólo sobrevalorado?). Aprecio la lograda rivalidad entre Daniel Plainview (el magnate petrolero hecho a sí mismo) y Eli Sunday (el joven, ligeramente loco y carismático pastor protestante). Me complazco en esta película sencilla y profunda. Cada vez disfuto más la ausencia de diálogos innecesarios y de largos planos que se deleitan con el último sol.

Un hombre encerrado en el hotel

15 viernes May 2009

Posted by Edgar Valdés in Anécdotas, Literatura

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Literatura

Siempre quise, con esa lucidez que sólo da la inmadurez, pasar una temporada en el infierno. Era joven, muy joven. Tenía más libros en el cerebro de los que ahora tengo en mi computadora; y creía con firmeza en los autores malditos. No concebía el talento en la medianía, toda joya debía estar en el pantano, entre cadáveres disolviéndose suavemente, sin prisa, como madurando una nueva fragancia.

En aquella época yo escribía poesía, una poca cantidad de textos seleccionados, pulidos y olvidados más tarde. Eran días sin vino y sin rosas, de ensoñación futura, de desesperanza romántica y pantalones desajustados. Eran la juventud y el vacío.

Decidí que un día, con sencillez, debía encerrarme en un cuarto de hotel sin más provisiones que una botella de licor, papel y lápiz suficiente (las computadoras portátiles eran ciencia ficción). Y escribir sin parar, escribirlo todo, vaciar las ideas, los demonios, las visiones. Agotar cada vaso hasta dejar el mundo cristalino.

Ahora, mucho tiempo más tarde, comparto lo cotidiano con una mesa vacía, una computadora de escritorio y series de televisión. El internet me apresa como un grillete reluciente, soberbio. En la calle los niños patean balones y sus madres lavan escuchando esa música que detesto. Caen las noches una tras otra, capas de ceniza sobre una alfombra enmohecida.

Trato de decir que nunca lo hice. Sigo teniendo muchos libros en la cabeza y ya no creo en los autores malditos, no. Ahora mi fe se encuentra en los libros, no en los hombres. Libros diabólicos escritos por jóvenes de 19 años, libros sádicos escritos por maestras de escuela primaria, libros eróticos escritos por conserjes y dependientes de bar, y muchos libros escritos por los impolutos editores de Joaquín Mortiz.

Un vaso de ron para mi amigo

26 domingo Abr 2009

Posted by Edgar Valdés in Arte, Literatura

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Literatura, stevenson

patrick-di-fruscia

Fotografía: Patrick Di Fruscia

Pensé para mí mismo que Falesá aparentaba ser precisamente el sitio que me convenía, y mientras más bebía, más alegre me sentía. Mi antecesor se había ido precipitadamente del lugar con un pasaje conseguido por casualidad, en un buque de carga que venía del oeste. Al arribar, el capitán halló el puesto cerrado, las llaves en la casa del pastor indígena y una carta del prófugo, en la que decía que tenía miedo por su vida.

R. L. Stevenson – La costa de Falesá

Mercy

25 sábado Abr 2009

Posted by Edgar Valdés in Arte, erotismo, Literatura

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borges, fotografia, Literatura, stoya

mercy

Izquierda -autor desconocido (para mí). Derecha: Stoya, Supreme Commandress

El inquisidor

 Pude haber sido un mártir. Fui un verdugo.

 Purifiqué las almas con el fuego.

 Para salvar la mía, busqué el ruego,

 El cilicio, las lágrimas y el yugo.

 En los autos de fe vi lo que había

 Sentenciado mi lengua. Las piadosas

 Hogueras y las carnes dolorosas,

 El hedor, el clamor y la agonía.

 He muerto. He olvidado a los que gimen,

 Pero sé que este vil remordimiento

 Es un crimen que sumo al otro crimen

 Y que a los dos ha de arrastrar el viento

 Del tiempo, que es más largo que el pecado

 Y que la contrición. Los he gastado.

Jorge Luis Borges – La moneda de hierro

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