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Resistencia (revisited)

14 martes Jun 2022

Posted by Edgar Sandoval Gutiérrez in Literatura

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Literatura, Pandemia

Ginger Quinn camina con prisa y temor, como tantas veces desde que apareció el virus. Lleva en el rostro el acostumbrado trozo negro de tela que le cubre la mayor parte de las pecas, y que disimula la sonrisa agridulce con la que suele caminar en su trayecto al trabajo desde hace tanto tiempo.

Sus cabellos rojos, largos y ondulados, danzan al ritmo de sus pasos. Más bien, parecieran brincar, sin orden ni control, mientras enseñan la urgencia de esta muchacha que camina agitada y concentrada en sus pasos.

Todos los días recorre dos kilómetros para llegar a la estación de transporte subterráneo más cercana que, luego de 15 estaciones, finalmente la deja en su odiado trabajo como vendedora telefónica en una compañía de seguros.

Este singular rencor a tan chispeante ocupación ha crecido durante las últimas semanas, debido precisamente a la contingencia decretada ante la eminente llegada de la amenaza biológica, que tanto le aterra desde que fue anunciada. De hecho, la amenaza sanitaria no ha hecho más que refrendar la precaución que adoptó ante todo, como modo de vida, ni bien había salido de la adolescencia, para sobrevivir al mundo.

Sobre todo ahora, ella preferiría permanecer segura, en casa, a salvo de cualquier contagio, pero en las oficinas centrales han decidido que lo mejor es trabajar las jornadas completas, en tanto las autoridades no les pidan lo contrario, pues el pánico de la gente ha provocado un incremento en la demanda por seguros del 300 por ciento en los últimos dos meses.

Ginger odia esa absurda explicación, repetida por sus jefes cada lunes para «incentivar» a los empleados. -Como si nosotros recibiéramos algunas migajas de las ganancias que se está embolsando la compañía en estos meses- se repite la chica, en voz baja, después de escuchar el infame mantra.

De pronto se ha percatado que, por ir pensando en esto ha olvidado observar si, durante las últimas dos calles, alguna persona ha pasado muy cerca de ella, o si todos los transeúntes portan el cubrebocas o la careta obligatorias. Ha tomado como un reto personal esto de cazar infractores e insultarlos por arriesgar a los demás con sus imprudencias.

A unas cuantas calles de su destino inicial, finalmente se ha percatado que un muchacho avanza con el rostro desnudo, mientras sostiene una guitarra por un lado, y por el otro le acompañan un par de amigos que utilizan el cubrebocas como sostén de sus incipientes papadas.

No puede evitar sentir un calor que le invade la cabeza, mientras sus quijadas comienzan a ejercer una presión desbocada una contra la otra. Es demasiado descaro en una sola escena y ella está convencida de detenerlo.

Aún distante de los muchachos, pero con suficiente proximidad para ser escuchada, les grita una serie de insultos bien seleccionados para la ocasión, al tiempo que les pide que se cubran el rostro conforme a las reglas sanitarias.

Los muchachos parecen escuchar un poco de aquella perorata recitada por Ginger, pero no le prestan tanta atención. Contestan con algunas risas juguetonas y siguen su camino.

La chica decide avanzar más rápido y confrontarlos, pero el paso de aquellos infractores se ha acelerado tanto que, luego de unas tres calles, les ha perdido la pista por completo. Asume la derrota y regresa la atención a su caminata, pues ya sólo faltan tres calles para entrar a la estación y no puede desviarse de su itinerario si quiere llegar a tiempo.

Además, el ingreso a la estación del suburbano le ha parecido, en estas semanas, un asunto que demanda toda su atención, para mitigar la profunda angustia que le provoca.

Particularmente hoy, conforme se aproxima a la entrada, comienza a imaginar que está por adentrarse en el abismo, o peor aún, en las puertas del infierno. Casi en automático, ha empezado a sonar en su cabeza aquella vieja canción, highway to hell, que reproducía su tío cuando ella era adolescente. Amaba aquella versión cantada por Bon Scott, con esa sexy voz rasposita que le invitaba a vivir sin ataduras: living easy, living free, season ticket on a one way ride.

No obstante, todo lo que consigue su mente en este momento es reproducir aquella versión con la espantosa voz de Brian Johnson, como si un cortocircuito en su mente la obligara a vivir encadenada a ese tono chillón.

Intenta acallar la interpretación un par de veces pero es inútil. Ahora debe concentrarse en que su entrada a la estación sea lo más segura posible, y abandonar la ensoñación sobre esos destellos libertarios que tanto le fascinaban cuando era adolescente.

Decide ignorar el estribillo, pese a que se reproduce en bucle en su cabeza. Sin embargo, no puede dejar de pensar, en forma irónica, que tal vez esa vida desenfrenada de la que habla la canción es muy similar al festín infeccioso del que ahora serán partícipes los cientos de personas que, en este momento junto a ella, caminan escaleras abajo para abordar el tren.

Comienza a sofocarle el calor corporal acumulado de la gente que avanza sin pausa. Puede percibir perfectamente los cuerpos pegajosos e infestados, invadiéndola. La canción regresa a su mente: hey mama, look at me, I’m on my way to the promised land. Una profunda nausea amenaza con salirse de su cuerpo y salpicar a estos zombies que ahora danzan a su lado, en dirección al averno motorizado que está próximo a llegar.

Aborda el vagón y descubre un asiento vacío. Se apresura a ocuparlo y cierra los ojos. Prefiere no pensar en los antecedentes higiénicos de la persona que estuvo sentada antes que ella. Aspira y suspira profundo.

La tonadita en su cabeza al fin le ha dado una tregua. Entonces, comienza a ser consciente de su hartazgo de esta rutina esclavizante. De ambas, de la de acudir a su estúpido trabajo y de la labor de vigilar todos los rincones en busca del virus.

El sopor la adormece durante tres estaciones pero, repentinamente -en medio de esta pausa onírica-, ha tenido una revelación. La angustia por el “enemigo oculto” allá afuera es lo que la mantiene próxima a la asfixia. Debe intentar recuperar su vida con un último acto liberador, retornar a aquellos tiempos de música y desenfado de la adolescencia.

Como un susurro que atraviesa por su cabeza, le ha aparecido la idea de que tiene que explorar los alrededores, en busca del siguiente paso. De reojo observa que el tipo con la guitarra y sus prófugos amigos están en el mismo vagón ¿sería acaso todo lo ocurrido una profecía de su liberación?

Al tiempo que piensa en ello, también ha regresado a su mente una vieja imagen, de ella misma empuñando una guitarra hace algunos años, sentada al lado de su tío mientras él le enseñaba los acordes de aquella canción que hoy ha aderezado su trayecto. Seguro será fácil recordarlos.

Entonces, aquella loca idea que se anidó hace unos instantes en su mente termina de madurar. Aunque ella es muy tímida, necesita darle un giro a su vida y está dispuesta a romper con todas sus ataduras y dirigirse directo al infierno, para liberarse: Taking everything in my stride, don’t need reason, don’t need rhyme, ain’t nothing I would rather do…

Se levanta, sin algún signo de duda, y camina firme en dirección al músico. Toma su guitarra y, ante la mirada desconcertada del tipo y sus amigos -que esperan la reprimenda inevitable ahora que han sido descubiertos por su persecutora-, emite un pequeño guiño sugestivo que parece invitarlos a ser sus cómplices silenciosos en esta travesura que está por comenzar.

Ellos, enmudecidos, cambian la expresión de sus rostros a una que parece de curiosidad. -¿Qué estará pensando hacer esta pelirroja subversiva?- parecieran pensar, a decir del gesto que dibujan ahora.

Ginger avanza hasta la esquina más próxima del vagón. Se recarga un poco y enfunda la guitarra, dispuesta a dar paso a la insurrección. Con un primer rasgueo, anticipa a los viajantes lo que está por comenzar. Las miradas, todas, se posan sobre ella. La expectación se ve aderezada por una serie de arpegios que mantienen una tensa calma, a punto de fenecer.

De pronto, comienzan a florecer de la garganta de Ginger los primeros cantos, en un nítido registro de contralto. Por momentos, parecieran emular a una versión suburbana de Norah Jones, tal vez con algunos toques de entonación contestataria de Amy Winehouse. La gente no puede ya dejar de mirar a la chica. Algunos incluso han comenzado a mover la cabeza o las manos al ritmo de la canción.

La pelirroja se siente al fin en control de algo en su vida. Está extasiada. Decide entonces que es momento de llevar las cosas al límite. Si esta es su puerta de salida, habrá de tomarla con ímpetu.

Entonces, libera su canto para explorar los confines de su capacidad vocal. Ya en alguna ocasión alguien le había dicho de las posibilidades de llegar a niveles de soprano, pero había sido escéptica al respecto. Ahora sabe que es cierto y que puede hacerlo con soltura.

Con el cambio de voz, la gente parece haber encontrado una invitación a la disidencia absoluta. Algunos comienzan a brincar sin control, mientras otros interpretan la canción en forma desgarradora y potente. La mayoría se ha despojado de sus cubrebocas e invade el espacio vital del resto.

En el ambiente se respira euforia, sudor y viralidad. Nadie parece preocuparse ya. Ginger termina su interpretación en lo más alto, con un solo de guitarra que se despliega, emancipado, hasta desaparecer.

Ya no hay más música. La gente, aún excitada, repite algunas veces más el coro, hasta que se percatan que la interpretación de Ginger ha terminado. Comienzan a germinar los rostros de incertidumbre. Las voces se vuelven más bien rumorosas y entrecortadas. Todos, incluso la muchacha, esperan a que ocurra algo que indique el paso a seguir. 

Uno de los pasajeros, que permanece oculto entre la masa, lanza de repente un feroz grito y los demás los siguen. La catarsis ha llegado a su punto máximo. Algunas de las personas ubicadas hasta atrás del vagón se mantienen solitarias, disfrutando aún de esta breve sensación de libertad, pero muchos comienzan a conversar entre sí.

Unos proponen realizar estos actos en el transporte público como medida de protesta. Otros más se aproximan a Ginger y le plantean comandar las acciones de resistencia, para que ahora incluyan las pintas en lugares públicos y la proclama de consignas a ciertas horas del día.

La chica sólo alcanza a sonreír, pero no responde. Esto parece no importarle al grupo, que ahora comienza a discutir entre sí la pertinencia de los actos propuestos. Ella se percata, en ese momento, que la siguiente es su estación y devuelve la guitarra. El dueño del instrumento lo recibe con gusto, pero apenas si le pone atención, porque se ha sumado, al igual que sus amigos, a una discusión sobre las posibles canciones contra el virus que habría que escribir ahora.

Ginger toma posición de salida en la puerta del vagón, junto con otras diez personas, que intentan no tocarse demasiado, aunque ello resulte inevitable. El tren llega a la estación y ella comienza a colocarse de vuelta el cubrebocas, algo apenada por haber incumplido con la norma sanitaria. Observa a las otras personas que la acompañan en esta peregrinación. Muchos también han devuelto a sus rostros el objeto de tela.

Regresa la mirada al frente. Una cosquilla le invade el cuerpo al caminar. Aunque las pisadas le pesan un poco, el resto de su cuerpo flota. Se siente infectada por una sensación de claridad mental y determinación.

La revolución que ella buscaba no estaba afuera, en esas conversaciones etéreas que pronto se volverán un recuerdo más en las mentes de aquellas personas que ahora deja tras el vagón, y entre las que ya comienzan a dibujarse algunos tosidos y carraspeos sospechosos.

Lo de ella es algo más: el comienzo de una búsqueda sin respuestas claras, pero que le resultará más útil que contestar un teléfono de 8 a 6. Está decidido. Arribará en dos minutos a la oficina de su jefe y le dirá que renuncia a partir de ese momento. Ahora tiene claro que ella sólo quiere vivir. Lo que venga con ello, será el pavimento de su propia ruta hacia el infierno.

Circadiano

14 miércoles Oct 2020

Posted by Edgar Sandoval Gutiérrez in Literatura

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Literatura, Los otros relatos, Pandemia

A mitad del sueño, un extraño ruido, distante, va creciendo en intensidad dentro de mis oídos hasta que la mente, aún somnolienta, identifica claramente que aquel perturbador sonido pertenece al golpeteo de un martillo. Según parece, proviene de la ventana de uno de mis vecinos, aunque todo alrededor es todavía turbio.

Ni bien he pensado esto, un cuestionamiento, ahora terrorífico, invade mi cabeza: ¿Qué hora es? Abro rápido los ojos y recorro el horizonte visible para obtener una respuesta. La luz inunda, profusa, mi cuarto, lo cual no me da pista alguna, pues mi departamento suele estar iluminado casi todo el día. Al menos sé que no es de noche, pero eso no es alentador porque puede significar que voy tarde para cualquier cosa.

Observo mi ropa, para ver si con ese dato puedo saber en qué momento estoy. Llevo puesta mi bata y mi pijama. Esto podría darme más información, pero inmediatamente recuerdo que desde hace meses, cuando comenzó el confinamiento, no uso más que ropa de dormir durante el día.

De cualquier forma, el golpe de adrenalina que recién experimenté me ha despertado, ahora sí, y los recuerdos empiezan a acomodarse. Debí quedarme dormida después de que terminara la clase virtual de Daniel, mi hijo ¡Claro, ya lo recuerdo! Estaba agotada y, al concluir su sesión virtual, lo senté en el sillón de la sala a ver una película y me fui a dormir.

Estiro la mano hacia la cajonera de mi lado izquierdo y agarro mi despertador. Son las dos de la tarde. Sólo dormí 30 minutos, pero sentí como si hubieran sido tres horas. Debo aprovechar el tiempo que le quede de película a Daniel para darme un baño rápido, cocinar y sentarme a preparar mi clase de las cuatro.

Soy traductora de oficio y trabajo para una empresa transnacional de componentes electrónicos: realizo las traducciones simultáneas en inglés y francés de las reuniones semanales que sostienen entre las diferentes sedes; y también elaboro, reviso y ajusto las versiones escritas de diferentes documentos de trabajo que utilizan en forma cotidiana.

No obstante, desde que comenzó la pandemia el flujo de tareas de la empresa disminuyó en forma importante y mis ingresos también, por lo que he tenido que ofrecer clases de ambos idiomas para tener dinero suficiente para cubrir los gastos básicos de la casa.

Edmundo, el papá de Daniel, se fue de casa hace un año y medio y, desde entonces, sólo sabemos de él cada cinco o seis meses, cuando deposita en mi cuenta una cantidad tan ridículamente pequeña que ni siquiera recuerdo el monto, y la acompaña de un mensaje en el que me avisa de la transferencia y le manda saludos a su hijo -para que se los haga llegar yo, claro está-.

A pesar de estar solos, Daniel y yo nos habíamos organizado bastante bien para cumplir con las obligaciones laborales y de la escuela, y para tener un poco de tiempo de convivencia los fines de semana; pero desde que apareció este maldito virus, todo orden posible desapareció.

Desde entonces, mis días transcurren más o menos así: despierto a regañadientes a eso de las 10 de la mañana para darme un baño rápido y luego despertar a Daniel, que me hace el relevo en la regadera mientras le preparo algo para desayunar. Sus sesiones escolares virtuales ocurren de 12 a 2 de la tarde, -aún no se por qué su maestra eligió ese horario-, y luego tiene que dedicar casi toda la tarde a resolver los ejercicios y tareas, que cada día son más complicados y extensos.

Mientras él toma clase, yo aprovecho para avanzar lo más posible en las traducciones del mes, que aunque ahora son menores, requieren tiempo y concentración; pero como todos mis vecinos están confinados en el edificio, el ruido puede llegar a ser insoportable y no logro avanzar mucho en ese lapso.

Al finalizar las sesiones de Daniel preparo la comida mientras él limpia un poco nuestro departamento, que no es muy grande. Comemos y de ahí cada uno a sus rutinas: él a sufrir con las tareas y yo a preparar clases.

En los días buenos imparto hasta cuatro sesiones de una hora, por lo que termino entre 8 y 9 de la noche, pero eso significa que puedo obtener una parte importante del ingreso necesario para completar los gastos del mes. No todas las semanas son buenas, pero hasta ahora he podido lidiar con el pago de las cosas más importantes.

A eso de las ocho y media preparamos la cena y mi hijo se va a la cama después de eso, aunque pide que lo acompañe unos 10 minutos, en lo que concilia el sueño. Luego retomo ya con más velocidad y concentración las traducciones y, si me da la energía, avanzo un poco en la planeación de clase. Por lo regular son las 3 o 4 de la mañana cuando aterrizo finalmente en cama.

Confieso que muchas veces no tengo ni idea de la hora que es, porque dejé de usar reloj de mano debido a las medidas sanitarias y ahora ya ni siquiera tiene pila. Lo que me salva es que tengo programadas más de diez alarmas en mi celular que me avisan de las cosas urgentes.

El tiempo se ha vuelto intrascendente en estos meses. Un día puede parecer tan similar al siguiente o ser completamente distinto, lo cual no depende de la secuencia de actividades, sino de qué tantos imprevistos aparecen por el hecho de no tener precisamente una noción clara de las horas y los minutos.

Hoy, luego de muchas semanas de actividad continua, decidí dormir una siesta porque ya no soporto más el cansancio, pero siento que el resto de mi día se volverá insoportable por haberme permitido este pequeño lujo.

Mi cuerpo está muy torpe y mis pensamientos aún más. Es como si estuviera todavía en el umbral de los sueños y, al mismo tiempo, el mundo avanzara rápido mientras lo veo pasar ante mis ojos, y mis manos y cabeza no respondieran adecuadamente.

Termino de preparar la comida con lo que voy encontrando de las sobras de otros días. Me siento muy inquieta porque no logro recordar dónde dejé mis apuntes de clase. Le pregunto a Daniel, pero tampoco lo recuerda en ese momento, porque ya lidia con sus propias angustias al tener que resolver problemas de geometría.

Poco a poco mis ideas y movimientos retornan al ritmo normal, pero sigo sin encontrar mis papeles y ya sólo falta media hora para la clase. Engullo rápido y sin detenerme a ver lo que pruebo, porque mi mente sigue concentrada revisando cada espacio de la casa para averiguar dónde se encuentran mis apuntes.

Finalmente, dos bocados antes de terminar, recuerdo el lugar y voy hasta él. Me olvido por completo de mi comida y reviso lo que tengo que exponer hoy. Quedan cinco minutos para comenzar la conexión. Mientras leo apresurada mis notas me pongo una camisa y un saco que casualmente hoy combinan perfecto con mis pantalones de pijama. Tengo previamente seleccionadas seis combinaciones de prendas que me permiten lucir profesional frente a la cámara, sin perder la comodidad de mi atuendo del resto del día, y las voy variando cada semana.

La angustia de no estar preparada para la clase me ha dejado un poco acelerada y mis alumnos de la primera clase lo notan, porque me detienen constantemente para repasar algunos conceptos que no han quedado claros. Puedo notar en sus rostros algo de molestia. Espero no decidan abandonar el curso.

Conforme avanza la tarde he ido recuperando ritmo, pero todavía me siento algo aturdida. Luego de un café entre clases y algunos ejercicios de respiración cierro la sesión de las ocho ya en buena forma.

Regreso con Daniel, que hoy ha terminado antes sus pendientes, por lo que mira la televisión desde hace un buen rato. Le hago de cenar mientras él prepara su cama para dormir. Está agotado también y no tarda mucho en dormirse.

Retomo la traducción de un comunicado que enumera las medidas que adoptará la empresa para tener una ocupación presencial del 50 por ciento de trabajadores en sus sedes: Uso obligatorio de cubrebocas y mascarilla durante toda la jornada laboral, que no podrá ser mayor a 6 horas; distancia forzosa de dos metros entre cada estación de trabajo; pausas escalonadas de cinco minutos cada noventa para que el personal reciba limpieza y desinfección por turnos: los empleados que tienen algún trato con proveedores o público van primero, aquellos que están obligados a moverse por diferentes módulos de trabajo son los siguientes y, finalmente, acuden quienes están asignados a una tarea específica durante toda la jornada.

Como última pero no menos importante disposición, todos los empleados deberán llevar su propia comida y consumirla en su puesto de trabajo. Al finalizar esto, deberán limpiar los recipientes con toallas sanitarias y sus manos con alcohol. Todos los desechos deberán ser depositados en contenedores especiales.

Aunque la traducción de todo esto no es complicada, pienso en cómo se le puede explicar a las personas, en el idioma que sea, que no volverán a sus rutinas acostumbradas, que estarán aisladas y monitoreadas a partir de ahora, como si fueran una máquina más. Imagino sus rostros intranquilos al leer este trozo de papel que ahora configuro en otras lenguas.

Me sorprende además la obsesiva exigencia de las instrucciones. Todo estará precisamente medido y calculado. Recuerdo entonces haber leído en un viejo texto de la universidad, en la clase de administración, que este modelo de trabajo ya existía hace un siglo. Le llamaban taylorismo y basaba su éxito en esa cadencia ininterrumpida de movimientos alineados a una cadena de montaje. Se suponía que habíamos superado eso hace mucho, pero todo parece retornar al mismo punto tarde o temprano (y mientras pienso esto, sé que lo he leído ya en alguna parte, pero no recuerdo dónde).

Pienso en sus rutinas prácticamente carcelarias y las comparo con las mías. En realidad no hay gran diferencia. Yo soy esclava del no-tiempo tanto como ellos lo son de la higiene y la lejanía.

Por un instante añoro esa vieja libertad que tenía hace algunos meses, pero rápidamente elimino esos pensamientos, pues acabo de recordar que en realidad sólo transitaba entre mis rutinas laborales y las domésticas.

Se me escapa una risa irónica. En realidad lo único diferente ahora es que estoy consciente de que nunca fui libre. Mi corazón se estruja al pensarlo. Quisiera mandar a la mierda todo. De todos modos, no se qué otra cosa podría hacer de mi vida salvo esto, así es que capitulo en mis intenciones libertarias.

Entre ideas y tecleos, mis párpados comienzan a juntarse. Mi noción de lo real es cada vez más espesa y borrosa. Sin consultar el reloj, asumo que es muy tarde ya. En algún momento, que no identifico bien, dejo de estar despierta.

Todo vuelve a ser calma y silencio. Mi mente reposa al fin en las mansas aguas del sueño. Puedo sentirme cobijada dulcemente por mi respiración pausada.

Despierto de pronto, asustada, y en automático estoy casi de pié a la orilla de mi cama. Mi respiración está agitada. He tenido un sueño en el que un terrible virus obligaba a la humanidad a mantenerse confinada durante semanas o meses. Era desesperante.

Soñé también que Daniel y yo éramos esclavos de la ausencia de tiempo y que nos convertíamos en autómatas ¿o no era un sueño? Un golpe seco en la boca del estómago me ha invadido ahora. Volteo a verme y me descubro en pijama. Una mirada rápida alrededor y veo que ya es de día, pero no se si eso sea suficiente información.

Volteo a ver el despertador. Son las siete de la mañana. Creo que sólo fue un engaño de mi mente, una broma pesada. Quiero dormir unos minutos más antes de comenzar la rutina que me llevará a la oficina. Cierro los ojos, aunque mantengo un poco el estado de alerta. Me sumerjo de nuevo en la somnolencia.

Despierto nuevamente agitada ¿cuánto tiempo ha pasado desde que cerré los ojos? Me duele la cabeza demasiado. Tuve un sueño terrible: soñé que soñaba…

Alquimista & Errante

Edgar Sandoval Gutiérrez

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