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Ginger Quinn camina con prisa y temor, como tantas veces desde que apareció el virus. Lleva en el rostro el acostumbrado trozo negro de tela que le cubre la mayor parte de las pecas, y que disimula la sonrisa agridulce con la que suele caminar en su trayecto al trabajo desde hace tanto tiempo.
Sus cabellos rojos, largos y ondulados, danzan al ritmo de sus pasos. Más bien, parecieran brincar, sin orden ni control, mientras enseñan la urgencia de esta muchacha que camina agitada y concentrada en sus pasos.
Todos los días recorre dos kilómetros para llegar a la estación de transporte subterráneo más cercana que, luego de 15 estaciones, finalmente la deja en su odiado trabajo como vendedora telefónica en una compañía de seguros.
Este singular rencor a tan chispeante ocupación ha crecido durante las últimas semanas, debido precisamente a la contingencia decretada ante la eminente llegada de la amenaza biológica, que tanto le aterra desde que fue anunciada. De hecho, la amenaza sanitaria no ha hecho más que refrendar la precaución que adoptó ante todo, como modo de vida, ni bien había salido de la adolescencia, para sobrevivir al mundo.
Sobre todo ahora, ella preferiría permanecer segura, en casa, a salvo de cualquier contagio, pero en las oficinas centrales han decidido que lo mejor es trabajar las jornadas completas, en tanto las autoridades no les pidan lo contrario, pues el pánico de la gente ha provocado un incremento en la demanda por seguros del 300 por ciento en los últimos dos meses.
Ginger odia esa absurda explicación, repetida por sus jefes cada lunes para «incentivar» a los empleados. -Como si nosotros recibiéramos algunas migajas de las ganancias que se está embolsando la compañía en estos meses- se repite la chica, en voz baja, después de escuchar el infame mantra.
De pronto se ha percatado que, por ir pensando en esto ha olvidado observar si, durante las últimas dos calles, alguna persona ha pasado muy cerca de ella, o si todos los transeúntes portan el cubrebocas o la careta obligatorias. Ha tomado como un reto personal esto de cazar infractores e insultarlos por arriesgar a los demás con sus imprudencias.
A unas cuantas calles de su destino inicial, finalmente se ha percatado que un muchacho avanza con el rostro desnudo, mientras sostiene una guitarra por un lado, y por el otro le acompañan un par de amigos que utilizan el cubrebocas como sostén de sus incipientes papadas.
No puede evitar sentir un calor que le invade la cabeza, mientras sus quijadas comienzan a ejercer una presión desbocada una contra la otra. Es demasiado descaro en una sola escena y ella está convencida de detenerlo.
Aún distante de los muchachos, pero con suficiente proximidad para ser escuchada, les grita una serie de insultos bien seleccionados para la ocasión, al tiempo que les pide que se cubran el rostro conforme a las reglas sanitarias.
Los muchachos parecen escuchar un poco de aquella perorata recitada por Ginger, pero no le prestan tanta atención. Contestan con algunas risas juguetonas y siguen su camino.
La chica decide avanzar más rápido y confrontarlos, pero el paso de aquellos infractores se ha acelerado tanto que, luego de unas tres calles, les ha perdido la pista por completo. Asume la derrota y regresa la atención a su caminata, pues ya sólo faltan tres calles para entrar a la estación y no puede desviarse de su itinerario si quiere llegar a tiempo.
Además, el ingreso a la estación del suburbano le ha parecido, en estas semanas, un asunto que demanda toda su atención, para mitigar la profunda angustia que le provoca.
Particularmente hoy, conforme se aproxima a la entrada, comienza a imaginar que está por adentrarse en el abismo, o peor aún, en las puertas del infierno. Casi en automático, ha empezado a sonar en su cabeza aquella vieja canción, highway to hell, que reproducía su tío cuando ella era adolescente. Amaba aquella versión cantada por Bon Scott, con esa sexy voz rasposita que le invitaba a vivir sin ataduras: living easy, living free, season ticket on a one way ride.
No obstante, todo lo que consigue su mente en este momento es reproducir aquella versión con la espantosa voz de Brian Johnson, como si un cortocircuito en su mente la obligara a vivir encadenada a ese tono chillón.
Intenta acallar la interpretación un par de veces pero es inútil. Ahora debe concentrarse en que su entrada a la estación sea lo más segura posible, y abandonar la ensoñación sobre esos destellos libertarios que tanto le fascinaban cuando era adolescente.
Decide ignorar el estribillo, pese a que se reproduce en bucle en su cabeza. Sin embargo, no puede dejar de pensar, en forma irónica, que tal vez esa vida desenfrenada de la que habla la canción es muy similar al festín infeccioso del que ahora serán partícipes los cientos de personas que, en este momento junto a ella, caminan escaleras abajo para abordar el tren.
Comienza a sofocarle el calor corporal acumulado de la gente que avanza sin pausa. Puede percibir perfectamente los cuerpos pegajosos e infestados, invadiéndola. La canción regresa a su mente: hey mama, look at me, I’m on my way to the promised land. Una profunda nausea amenaza con salirse de su cuerpo y salpicar a estos zombies que ahora danzan a su lado, en dirección al averno motorizado que está próximo a llegar.
Aborda el vagón y descubre un asiento vacío. Se apresura a ocuparlo y cierra los ojos. Prefiere no pensar en los antecedentes higiénicos de la persona que estuvo sentada antes que ella. Aspira y suspira profundo.
La tonadita en su cabeza al fin le ha dado una tregua. Entonces, comienza a ser consciente de su hartazgo de esta rutina esclavizante. De ambas, de la de acudir a su estúpido trabajo y de la labor de vigilar todos los rincones en busca del virus.
El sopor la adormece durante tres estaciones pero, repentinamente -en medio de esta pausa onírica-, ha tenido una revelación. La angustia por el “enemigo oculto” allá afuera es lo que la mantiene próxima a la asfixia. Debe intentar recuperar su vida con un último acto liberador, retornar a aquellos tiempos de música y desenfado de la adolescencia.
Como un susurro que atraviesa por su cabeza, le ha aparecido la idea de que tiene que explorar los alrededores, en busca del siguiente paso. De reojo observa que el tipo con la guitarra y sus prófugos amigos están en el mismo vagón ¿sería acaso todo lo ocurrido una profecía de su liberación?
Al tiempo que piensa en ello, también ha regresado a su mente una vieja imagen, de ella misma empuñando una guitarra hace algunos años, sentada al lado de su tío mientras él le enseñaba los acordes de aquella canción que hoy ha aderezado su trayecto. Seguro será fácil recordarlos.
Entonces, aquella loca idea que se anidó hace unos instantes en su mente termina de madurar. Aunque ella es muy tímida, necesita darle un giro a su vida y está dispuesta a romper con todas sus ataduras y dirigirse directo al infierno, para liberarse: Taking everything in my stride, don’t need reason, don’t need rhyme, ain’t nothing I would rather do…
Se levanta, sin algún signo de duda, y camina firme en dirección al músico. Toma su guitarra y, ante la mirada desconcertada del tipo y sus amigos -que esperan la reprimenda inevitable ahora que han sido descubiertos por su persecutora-, emite un pequeño guiño sugestivo que parece invitarlos a ser sus cómplices silenciosos en esta travesura que está por comenzar.
Ellos, enmudecidos, cambian la expresión de sus rostros a una que parece de curiosidad. -¿Qué estará pensando hacer esta pelirroja subversiva?- parecieran pensar, a decir del gesto que dibujan ahora.
Ginger avanza hasta la esquina más próxima del vagón. Se recarga un poco y enfunda la guitarra, dispuesta a dar paso a la insurrección. Con un primer rasgueo, anticipa a los viajantes lo que está por comenzar. Las miradas, todas, se posan sobre ella. La expectación se ve aderezada por una serie de arpegios que mantienen una tensa calma, a punto de fenecer.
De pronto, comienzan a florecer de la garganta de Ginger los primeros cantos, en un nítido registro de contralto. Por momentos, parecieran emular a una versión suburbana de Norah Jones, tal vez con algunos toques de entonación contestataria de Amy Winehouse. La gente no puede ya dejar de mirar a la chica. Algunos incluso han comenzado a mover la cabeza o las manos al ritmo de la canción.
La pelirroja se siente al fin en control de algo en su vida. Está extasiada. Decide entonces que es momento de llevar las cosas al límite. Si esta es su puerta de salida, habrá de tomarla con ímpetu.
Entonces, libera su canto para explorar los confines de su capacidad vocal. Ya en alguna ocasión alguien le había dicho de las posibilidades de llegar a niveles de soprano, pero había sido escéptica al respecto. Ahora sabe que es cierto y que puede hacerlo con soltura.
Con el cambio de voz, la gente parece haber encontrado una invitación a la disidencia absoluta. Algunos comienzan a brincar sin control, mientras otros interpretan la canción en forma desgarradora y potente. La mayoría se ha despojado de sus cubrebocas e invade el espacio vital del resto.
En el ambiente se respira euforia, sudor y viralidad. Nadie parece preocuparse ya. Ginger termina su interpretación en lo más alto, con un solo de guitarra que se despliega, emancipado, hasta desaparecer.
Ya no hay más música. La gente, aún excitada, repite algunas veces más el coro, hasta que se percatan que la interpretación de Ginger ha terminado. Comienzan a germinar los rostros de incertidumbre. Las voces se vuelven más bien rumorosas y entrecortadas. Todos, incluso la muchacha, esperan a que ocurra algo que indique el paso a seguir.
Uno de los pasajeros, que permanece oculto entre la masa, lanza de repente un feroz grito y los demás los siguen. La catarsis ha llegado a su punto máximo. Algunas de las personas ubicadas hasta atrás del vagón se mantienen solitarias, disfrutando aún de esta breve sensación de libertad, pero muchos comienzan a conversar entre sí.
Unos proponen realizar estos actos en el transporte público como medida de protesta. Otros más se aproximan a Ginger y le plantean comandar las acciones de resistencia, para que ahora incluyan las pintas en lugares públicos y la proclama de consignas a ciertas horas del día.
La chica sólo alcanza a sonreír, pero no responde. Esto parece no importarle al grupo, que ahora comienza a discutir entre sí la pertinencia de los actos propuestos. Ella se percata, en ese momento, que la siguiente es su estación y devuelve la guitarra. El dueño del instrumento lo recibe con gusto, pero apenas si le pone atención, porque se ha sumado, al igual que sus amigos, a una discusión sobre las posibles canciones contra el virus que habría que escribir ahora.
Ginger toma posición de salida en la puerta del vagón, junto con otras diez personas, que intentan no tocarse demasiado, aunque ello resulte inevitable. El tren llega a la estación y ella comienza a colocarse de vuelta el cubrebocas, algo apenada por haber incumplido con la norma sanitaria. Observa a las otras personas que la acompañan en esta peregrinación. Muchos también han devuelto a sus rostros el objeto de tela.
Regresa la mirada al frente. Una cosquilla le invade el cuerpo al caminar. Aunque las pisadas le pesan un poco, el resto de su cuerpo flota. Se siente infectada por una sensación de claridad mental y determinación.
La revolución que ella buscaba no estaba afuera, en esas conversaciones etéreas que pronto se volverán un recuerdo más en las mentes de aquellas personas que ahora deja tras el vagón, y entre las que ya comienzan a dibujarse algunos tosidos y carraspeos sospechosos.
Lo de ella es algo más: el comienzo de una búsqueda sin respuestas claras, pero que le resultará más útil que contestar un teléfono de 8 a 6. Está decidido. Arribará en dos minutos a la oficina de su jefe y le dirá que renuncia a partir de ese momento. Ahora tiene claro que ella sólo quiere vivir. Lo que venga con ello, será el pavimento de su propia ruta hacia el infierno.