En La caza del carnero salvaje, un libro con muchos pasajes místicos, el protagonista llega a una ciudad perdida entre las montañas del norte de Japón. La ciudad, para más señas Junitaki, tuvo un inicio azaroso: fue fundada por un puñado de campesinos que huían de una carga de deudas y acreedores. Buscaron un paraje más allá de los ríos y las montañas, y un joven guía los llevó a donde nadie más había pensado fundado una aldea. Un valle casi inaccesible, frío, con agricultura inestable. Un hogar al fin. Pasados los años, el lugar conoce la forma más cercana a la prosperidad. Casi un siglo después, la ciudad está en vías de esfumarse, merced a la desaparición previsible del ferrocarril, que no encuentra beneficio en seguir encumbrandose en aquellos parajes. La ciudad desaparece para el lector cuando el protagonista sube al tren, en un andén vacío, en las puertas de un terrible invierno. Un libro muy agradable de Murakami.
García Márquez, por su parte, no sabe cuándo detenerse. La ciudad de Cien años de Soledad es una de esas ideas que el público adoptó con entusiasmo, intentando hacerle un espacio en el colectivo imaginario de latinoamérica, y que en el extranjero se le toma como referente obligado de algo llamado realismo mágico. El colombiano urde todas sus idas y venidas con pretención de laberinto circular. Personalmente no soy capaz de apreciar esta obra, pues me ha parecido una prosa magífica desperdiciada en una historia insulsa. Cientos de páginas, cientos de personajes, todos girando como en un molino, sin espiral ni apoteosis. Entiendo que donde algunos vemos pobreza otros encuentram vetas inagotables de interpretaciones, goces y sueños.