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1. Sobre la calle de Guillermo Purcell (el inglés que construyó una linda casa de pisos de madera a escasos metros de la Catedral de la ciudad, hace ya más de cien años), frente a una escuela de educación secundaria, un hombre ha montado una librería de viejo. Los ejemplares se elevan hasta lo alto de las estanterías que estorban el centro de una pequeña habitación, rodeada con mesas y mesas repletas de libros y algunas revistas antiguas. El hombre, que aparenta tener cerca de setenta años desde hace más de una década sin envejecer ni un poco, te deja estar durante veinte minutos recorriendo lomo a lomo todos los títulos, sin dirigirte la palabra, sin forzar una venta, sin mirarte siquiera. Es de agradecer. Los vendedores de mercadillo que atosigan a los marchantes son odiosos y distraen tu atención de lo único que te importa: encontrar un buen libro para pasar el rato.

Alguna vez compré: Treasure Island, de Robert Louis Stevenson.

2. No muy lejos de allí, una vieja casona del siglo XIX convertida en museo, cafetería y sabe dios cuántas cosas más, alberga una pequeña librería subvencionada por el gobierno central. A la par que ostentosos libros de 30×50 centímetros (de esos que sirven más para impresionar a las visitas que los observan en la mesa del bien iluminado loft) se encuentran económicas ediciones de bolsillo de literatura indígena y publicaciones de prestigiosas universidades también centrales. En el ambiente late una melodía de cierto grupo de jazz, y también encuentras, a la par que libros, otras expresiones culturales para llevar: discos, revistas, souvenirs.

Alguna vez compré: Historia Eclesiástica Indiana, de Fray Gerónimo de Mendieta.