… y mientras crees que visitas Tamara, no haces sino retener los nombres con los cuales se define a sí misma y a todas sus partes.

Las ciudades invisibles, Italo Calvino.

Hay lluvias tan fuertes que terminan por agrietarlo todo. Incluso esa piel extranjera, impostada como propia. Hay lluvias tan fuertes que terminan por purificarlo todo. Incluso nuestros nombres. Hoy, Tamara es lluvia torrencial desde la mirada. Es sismo de magnitudes insospechadas con epicentro en el corazón.

Se ha cansado de intentar comprender a un mundo que la observa sólo a través de las taxonomías. Está exhausta pero, al mismo tiempo, se siente vibrante, como si planeara una batalla que lo definirá todo. Frente a ella está la puerta de cristal que marca la salida de este edificio en el que, hace apenas unos minutos, descartaron, letra a letra, su nombre.

Avanza un poco y aprovecha para recorrer las lindes traslucidas de este infierno que, gracias al día tan soleado de hoy, reflejan un poco su imagen. Se observa minuciosamente y se reconoce exacta, tal como siempre se ha percibido. No puede entender cómo le es tan difícil ser vista así por otras personas. Un instante después, recuerda las palabras que recién escuchó en la oficina del tercer piso y, al observarse de nuevo, se aprecia borrosa, desdibujada.

Cruza finalmente la puerta para ser abrazada por esa ráfaga caliente del verano que ocurre allende los cristales de esta fortaleza corporativa que acaba de abandonar. Camina errática por alguna de las avenidas que la condujo hasta ese lugar. No recuerda bien cuál de todas ellas la llevará de regreso a casa. Es, tal vez, esa sensación de estar desorientada, la que ha desatado la tormenta que se le desborda sin que pueda evitarlo.

Avanza, derrotada, mientras la gente pasa a su lado, indiferente al caudal que atraviesa su rostro y a la desesperanza que deja tras su paso. Parecería como si Tamara fuera sólo una ráfaga de viento que atraviesa tangencialmente el andar apresurado de los autómatas que, cada vez más, forman parte del paisaje citadino.

Luego de incontables pasos, hace una pausa para levantar la mirada. Observa detenidamente los alrededores hasta que sus ojos enfocan aquel pequeño sitio para tomar café. Es un lugar insignificante frente a las majestuosas construcciones que le rodean. Le parece una buena covacha para refugiarse ahora.

Se sienta en la primera mesa que encuentra y se quita el saco beige que había elegido con tanto empeño para la cita de hoy. Sus rulos rojizos, regularmente anchos y vivaces, lucen ahora marchitos. Su blanca piel, casi siempre luminosa, palidece hoy sin remedio.

Las mesas son pequeñas, al menos para su 1.75 de estatura y para sus largas piernas, que siempre le han resultado problemáticas en este tipo de mobiliario. Se acomoda como puede y, ahora sí, seca sus lágrimas por completo.

El lugar está casi vacío, como se podía esperar de un sitio tan insignificante. Sólo lo habitan un par de hombres de mediana edad que la han observado, con una mezcla de curiosidad y repulsión, desde que entró. Están también el barista y una niña que, en la esquina más lejana del lugar, garabatea en una hoja desgastada sin percatarse de lo que ocurre a su alrededor.

La escena le parece irreal. Bien podría formar parte de su siguiente novela, si no le hubieran rechazado la anterior hace unos minutos en aquel palacio de la burocracia literaria que recién abandonó. No quiere pensar por ahora en eso, porque cada vez que lo recuerda, un dolor agudo le invade el pecho y el oleaje arremete de nueva cuenta sobre las costas de su faz.

El muchacho tras la barra nota su llegada -y su facha de desconsuelo-, por lo que aguarda unos minutos a que se recomponga. Una vez que ha visto a Tamara más tranquila, se aproxima y le toma la orden. -Un expreso y una galleta de avena- pide la mujer, sin voltear a ver al dependiente. El sujeto regresa a su sitio y comienza la preparación. Le resulta una persona muy bella, pese a lucir como un residuo de sí misma en este instante.

Tamara aguarda su café mientras saca una libreta de su bolso y comienza a hacer anotaciones. Es más bien un primer esbozo del mapa de lo que hará ahora, pero con ideas que no logran articularse entre sí. Algunas palabras -las más agresivas-, las resalta sobre-escribiéndolas unas tres o cuatro veces.

Ocasionalmente alguna lágrima se le escapa todavía, pero ha logrado contener la mayor parte de esta tristeza visitante. Debe poner orden a sus pensamientos para avanzar. Lo ha hecho en incontables ocasiones desde que tiene memoria. Contener la tristeza, maquillarla hasta lucir agridulce, y luego inventarle otro nombre, resume muy bien la historia de su vida.

Ha escuchado, mientras tanto, algunas carcajadas contenidas, sin mucho esfuerzo, en aquella mesa con los dos estúpidos que no han dejado de mirarla desde que entró. Una furia centelleante emerge de sus ojos, y no tiene empacho en mostrársela a estos dos sujetos, junto con una mueca violenta que los ha hecho girar la vista en otra dirección, todavía con un dejo de burla. Ella sostiene la mirada amenazante durante algunos minutos, hasta que logra despertar algo de miedo en sus contrincantes.

Se siente mejor. Ha logrado sustituir la tristeza por enojo, y al menos eso le ha devuelto un poco de vitalidad. Regresa a su libreta y, mientras repasa las palabras apiladas en ese trozo de papel, no puede evitar que el pensamiento gire, en retrospectiva. Está cansada de luchar para encajar, para no ser vista con sospecha y repulsión.

Mira, todavía con dolor, aquellos años infantiles en los que buscaba en las hojas de papel en blanco su nombre. Tal vez tendría unos cuatro años, y muy pocas aptitudes para la escritura, cuando delineaba trazos al azar en busca de alguna coordenada sobre quién era ella, que pudieran explicarle esa extranjería de sí misma con la que todas las personas a su alrededor la reconocían.

Tal vez un año después, mientras dibujaba líneas aleatorias, sintió una luminosidad abrumadora tras la ventana. Salió al pequeño jardín de su casa, para observarla más de cerca, y pudo notar que provenía de aquel sol que precisamente anunciaba la llegada del verano. Ella no lo sabía entonces, pero esa temporada del año se convertiría en su constante oráculo.

Giro la cabeza en dirección al cielo, y observó detenidamente al sol, hasta que, dos segundos después, la enceguecedora luz la obligó a cerrar los ojos. Aquello fue un evento sumamente afortunado para su búsqueda, pues una vez abrazados los párpados entre sí, comenzó a notar una ligera brisa que recorría el ambiente y que ahora la cobijaba. Sintió cada parte de su cuerpo, y empezó a descubrirlo por primera vez. Al reconocerse, centímetro a centímetro, finalmente dejó de sentirse angustiada. Abrió los ojos nuevamente y ahí estaba, al fin, su nombre, adherido a la piel, a las ideas, a los sueños: Tamara.

Con los años, aprendió a atesorarlo. Sobre todo porque muchas personas lo repudiaban en cuanto lo escuchaban. Eso la entristecía mucho, particularmente cuando intentaba hacer amistades o enamorarse. Entonces, llevar su nombre a cuestas le parecía una lápida, una muralla infranqueable que se interponía entre ella y sus anhelos. Intento disimularlo con apelativos e incluso abandonarlo por completo, pero cada letra regresaba inexorable a su piel y se le aferraba, con tanto amor, que comprendió que era su deber llevarlo en hombros, siempre victorioso.

Simultáneamente, encontró la sensualidad de su andar, la cadencia de su cuerpo, que ya comenzaba a transformarse, y descubrió que al mundo le resultaba muy atractivo eso, y que para ello no importaba ser Tamara sino mostrarse así, tal cual comenzaba a sentirse, holgada y vasta. Al fin empezó a acaparar miradas y pensamientos, pero pronto encontró, de nueva cuenta, que ninguna persona estaba dispuesta a cargar con su nombre. Pero ahora se sentía más fuerte. Lo guardaría para ella y dejaría que recorrieran sus calles sin conocerla.

No obstante, no pudo evitar sentirse vacía, o tal vez vaciada, porque ella no había elegido esa repulsión ni esa aceptación a medias del resto de la humanidad. Quiso volver a sus orígenes, para reencontrarse: Tomó una hoja y pensó en delinear garabatos aleatorios, como en la infancia.

Para su sorpresa, las palabras brotaron, desbordadas, en aquel pequeño lienzo, hasta formar algunas ideas que sonaban coherentes. Al leerlas, se vio reflejada en ellas. Como si formaran parte de su identidad.

Desde entonces, comenzó a ejercitar, todos los días, estos trazos sanadores que delineaban minuciosamente su ser. En algún punto de este experimento encontró insuficientes las ideas confeccionadas y comenzó a visitar las bibliotecas, en busca de nuevas palabras.

Se convirtió en una devoradora de páginas y, de pronto, se descubrió a sí misma capaz de diseñar un universo nuevo, en el que ella podía habitar en paz. Decidió que podía regalarles a otras personas la posibilidad de ello y se auto-proclamó escritora.

Empezó, una vez más en verano, a escribir su primera novela. Pensó que, con todas las imágenes e ideas recolectadas con los años, sería sencillo construir la historia que ahora visualizaba en borrador; sin embargo, había leído demasiadas historias buenas y no sentía que la suya estuviera en ese nivel. Era como si su nombre se le escondiera entre los teclazos y que, ocasionalmente, se asomara para decirle -¡aquí estoy!-, para luego desvanecerse sin dejarle pista alguna de su paradero.

Pero, más que desanimarla, esa búsqueda, hasta ese momento infructuosa, la hizo intentarlo más, investigar más, leer más y luego escribir una y otra vez hasta que, después de unos cuatro años, al fin sintió que tenía una historia que podía ser leída. Siguió entonces los cánones del gremio y envió el manuscrito a cuanta editorial conocía. Recibió, como era esperable, la ausencia de respuesta de muchas y la negativa de algunas más, pero eso no impidió que Tamara mantuviera el ritual de envío, con la esperanza de que alguna de esas empresas encontrara interesante su texto, lo cual también la mantenía dentro del canon de quien aspira a ser leída.

Finalmente, dos años más tarde, la llamaron a una entrevista para conversar sobre su texto. Acudió puntual y emocionada al encuentro, perfectamente vestida para la ocasión y con el corazón desbocado desde que salió de su casa. Se sentó, nerviosa, mientras tres señores de unos sesenta y tantos años la saludaron, tras un escritorio. Hubo un silencio de algunos minutos y un par de ojeadas y comentarios susurrados sobre el escrito. Tamara comenzaba a sudar en forma abundante, pese a que el verano estaba exiliado del edificio gracias a los armatostes del aire acondicionado.

Al fin, uno de ellos se dirigió a la muchacha. Le dijo que el texto era muy bueno y que podía interesarle al mercado al que la compañía estaba orientado. No obstante, le dijo otro de los señores, la idea de usar un seudónimo no les convencía, debido a que su público objetivo era algo conservador. Sería mejor si apelaba a su identidad real, Julio, que era además un nombre que funcionaba en la literatura.

¡Julio! -, pensó ella. Esa dictadura que comencé a derrocar cuando tenía cinco años no existe más y nunca volverá, confirmó en su pensamiento. Además, se lo había prometido a sí misma la primera vez que se había acercado a un chico de la primaria para confesarle que le gustaba, tras lo cual había recibido una golpiza que la tuvo tres días en el hospital.

Sintió crecer dentro de ella ese enojo que la había acompañado, en forma velada la mayoría de las veces, durante mucho tiempo. Respiró profundo y asumió que perdería esta batalla con honor. Se dirigió a los tres tipos y les dijo que, en primer lugar, muchos escritores habían tenido éxito con seudónimos, y que si ella quisiera utilizar uno, no sería un obstáculo para ser leída; pero que, lo más importante era que les debía quedar muy claro que su nombre verdadero era Tamara, y que así quería ser conocida por el mundo. Tomó el manuscrito del escritorio y se despidió, sin dedicar siquiera una mirada, a aquellos decrépitos jueces de lo correcto.

Ahora estaba aquí, sentada en este sitio imposible, intentando vislumbrar qué otras opciones tenía. Haber recordado los orígenes del encuentro con su verdadera identidad la habían calmado un poco. Levantó la mirada y descubrió que los dos tipejos burlones se habían ido. El barista continuaba acomodando enseres tras la barra y la niña sonreía mientras sostenía fuerte aquel lápiz viejo con el que parecía delinear al mundo.

De pronto una claridad inusual recubrió sus pensamientos. Pensó que, a fin de cuentas, la artrítica industria editorial comenzaba a mostrar cuarteaduras por todos lados y que cada vez más existían otros espacios para ser leída, pero sobre todo para escribir, que era lo que le daba sentido a su vida. -Ya se verá-, susurró mientras intentaba convencerse de que sólo había perdido una batalla. Las personas conocidas con quienes compartía el haber descubierto el nombre con los años también habían construido sus victorias sobre la base de muchas derrotas.

Se levantó de la mesa y le indicó al barista, a lo lejos, que había dejado el pago en aquel lugar. Se aproximó curiosa a observar el trabajo minucioso de la niña y encontró un paisaje bellísimo en aquella hoja de papel. No le parecía real que una pequeña de su edad tuviera tantas aptitudes para dibujar, pero no le dio importancia a ese detalle, pues el trazo realmente comunicaba muchas cosas. Se veía como una hoja de ruta que conducía hacia horizontes insospechados.

Le preguntó a la niña por el significado del dibujo y ella le contestó que era un mapa en el que, algún día, se encontraría ella misma. Tamara sonrió, mientras un disparo de adrenalina se le dispersaba por el estómago y la garganta se le cerraba, anunciando nuevamente la humedad. Le dedicó una lágrima y una mirada compañera a la niña, mientras notaba que compartían el rojizo del cabello, y tal vez, algunos rasgos. Acarició su cabello, mientras la pequeña volvía a la concentración de sus tareas, y salió caminando, profusa, de aquel lugar.