El despegue (revisited)

Abro los ojos y siento cómo mi cuerpo abandona su letargo. La cama en la que he estado desde hace un par de semanas me resulta insoportable ya. Durante meses observé al virus aproximarse a mi vida en forma lenta y sostenida, pero no hice nada para evitarlo. Supongo que lo consideraba un simple rumor, un zumbido molesto pero inocuo.

Al principio, la inminente llegada de la enfermedad paralizó toda actividad en los países vecinos; luego cerró todos los lugares de convivencia en mi patria; después, canceló el acceso a mis pocos lugares favoritos en esta soporífera ciudad: la cafetería del centro, el parque frente a mi casa, la biblioteca universitaria.

Un poco más tarde, empezó el acecho personalizado: los viejos conocidos fueron infectándose uno a uno; después los amigos, los parientes unidos a mi memoria por un pasado lleno de recuerdos y pocas coincidencias presentes; y, finalmente, mi hija, que solía visitarme cada domingo para desayunar.

Siempre le exigí quitarse esa mordaza maldita, pero obligatoria, al llegar a casa. Me resultaba insoportable la idea de no poder observar su boca dibujando las palabras con las que llenábamos las tardes de convivencia. Debí suponer que era cuestión de tiempo, de velocidad del tiempo tal vez, para que la letal partícula me condujera a los brazos de esta peste. Ni bien comencé un día a sentir un malestar general, cuando ya mi hija me estaba llamando para avisarme que su resultado era positivo, y que yo debía extremar precauciones.

Tardía advertencia que no pudo evitar la veloz propagación del bicho en mis entrañas. Aparentemente, a mis 75 años, los pulmones ya no responden igual, lo que también ocurre con el resto de mis órganos; y, luego de dos semanas, estoy aquí, atado a este mueble inmundo y a un invasivo tanque de oxígeno que ha mantenido por algunos días mi ritmo respiratorio ligeramente estable, hasta hace tres días, que la sensación de asfixia se volvió más recurrente. Desde entonces, he comenzado a aceptar que mi tiempo aquí, en este plano de la vida, está por concluir.

Esta mañana, en cuanto he despertado, decidí quitarme el artefacto de la nariz, levantarme y dar un último paseo en el parque. No puedo terminar mis días en esta asquerosa habitación, o al menos no sin los recuerdos frescos de aquel lugar en que podía sentarme por horas a pensar o, incluso, a dejar de hacerlo y simplemente mirar a mi alrededor.

Con dificultad, y luego de 45 minutos, me pongo una chamarra y el cubrebocas. Tomo un bastón para apoyarme durante estos casi setenta pasos que me separan de mi banca favorita. El parque luce estupendo, con esos árboles frondosos y los pájaros interpretando melodías fascinantes. A este gozo se le puede sumar el hecho de que casi no hay personas circulando por este lugar. Las pocas que se atreven, lo hacen presurosas y aterradas. Puedo ver en sus miradas ese pánico que nace de la incertidumbre.

Centro la vista en el viento que acaricia el follaje frente a mí. Vienen a la mente muchos recuerdos de la infancia, pero lo que predomina es esa sensación de sencillez con que el mundo aparecía ante mis ojos en aquellos años. Nada era definitivo y no había ningún destino manifiesto por cumplir. Sólo existía ese asombro constante ante el mundo y sus manifestaciones. Sólo ese acto de descubrir las cosas simplemente por hacerlo.

Luego de eso, el mundo se puso demasiado serio. Nos rendimos, primero, ante la dictadura de lo racional; después creímos que el amor era lo único necesario; más adelante pensamos que aquel capitalismo rampante del que renegábamos en las aulas caería inevitablemente ante el paraíso de lo colectivo; luego nos volvimos un poco más modestos, pero también ingenuos, y pensamos que sería la libertad de elegir, entre un saco a rayas o uno a cuadros, entre un representante verde o uno colorado, lo que resolvería los intrincados laberintos de la existencia. Finalmente, nos resignamos a pensar que cada uno sería responsable de intentar sobrevivir en esta insana representación teatral de un mundo que pelea todo el tiempo contra algo o contra alguien, que compite en una desenfrenada carrera por llegar a ningún lado.

Mientras pienso con nostalgia en todo esto recuerdo, de súbito, aquella película que vi hace un cuarto de siglo: la haine, que ya nos advertía un poco sobre la catástrofe que se estaba gestando, cuando en aquel estrujante relato inicial decía: «es la historia de un hombre que cae de un piso cincuenta. El tipo, según va cayendo, se repite sin cesar, para tranquilizarse: hasta ahora todo va bien, hasta ahora todo va bien, hasta ahora todo va bien… pero lo importante no es la caída, sino el aterrizaje». Luego, aquellos imberbes protagonistas descubrirían dolorosamente la magnitud de la llegada al suelo. Tal vez todos hemos sido ellos: Vinz, Said y Hubert, jugando a vivir, repitiéndonos que todo estaría bien, mientras el colapso nos alcanzaba.

Tras pensar en esto último me siento exhausto. No estoy seguro de estar satisfecho con lo que he vivido, pero sí me siento contento con la posibilidad de despedirme de esta travesía, con este parque como acompañante, con sus murmullos que cobijan mis ideas, con esta brisa envolvente que casi no puede atravesar mi nariz para inundarme del vital oxígeno.

De pronto, unos alaridos me sacan de este maravilloso estado de meditación. Las personas corren, atemorizadas, en dirección contraria a la banca en la que me encuentro. Piden auxilio o clemencia o alguna cosa que no alcanzo a dilucidar tras ese ruido que emiten sus bocas.

Observo a un costado y veo el cadáver de alguien que ha perdido esta batalla al fin. Luce tranquilo, con la mirada fija en los arbustos que resguardan el jardín frente a mí. Lo observo con ternura y lo acaricio durante algunos minutos. Su rostro apacible me conmueve demasiado.

Espero que haya tenido una vida interesante. Ojalá también que su muerte lo haya alcanzado, intempestiva y silenciosa, mientras recordaba algo agradable. Comienzo a especular sobre las circunstancias que le acompañaron en los últimos instantes, sobre las ideas, las emociones, las palabras o los silencios que se conjugaron en esta última andanza de su vida.

De pronto me han dado muchas ganas de despedirme de mi hija. De agradecerle por nuestras charlas y también por las ausencias prolongadas que nos permitieron extrañarnos. Por los nietos que no me dio, por los muchos reclamos que me hizo a tiempo y por los que nunca pudo confesarme. Por las canciones que entonamos jubilosos, por las inseguridades y certezas que me permitió sembrarle, por lo que compartimos y por lo que no pudimos vivir juntos.

Me apresuro a ponerme de pie y lo comprendo todo. Dedico una última mirada a ese cuerpo que alojó mis sueños, mis temores, mis andanzas. Le agradezco por haber sorteado el aterrizaje. Me despido de él -de mí-, con una sonrisa grande y me preparo para el último viaje.

Bitácora (revisited)

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Martes 25. De acuerdo con el pronóstico del clima, la temperatura actual es de 32 grados centígrados y el viento se desplaza, en este punto particular del planeta, a una velocidad de 50 kilómetros por hora. En la avenida principal de esta ciudad, entre las calles de intransigencia y estulticia, se escucha un reportaje radial, en el que se señala que la velocidad a la que se desplaza la saliva emitida, tras un estornudo, puede ir entre los setenta y los ciento cincuenta kilómetros por hora.

Son las 2:45 de la tarde. Mientras la voz del locutor, tras el puesto de periódicos, comparte esta valiosa información, un hombre de 45 años que va caminando por ahí, siente una fuerte picazón en la nariz mientras se desplaza. Dirige su mano hacia esa coordenada de su cuerpo, para intentar atajar lo que parece inevitable. Posa la palma sobre la boca, que en este momento está desnuda, pero el estornudo supera a sus reflejos y avanza veloz por el aire.

En la misma ruta que este disparo líquido, pero en sentido contrario, transita una muchacha que camina apresurada, con el bolso al hombro. Su atuendo es pulcro y formal. Se nota que va de regreso a la oficina, luego de la hora de comer, y que, por las prisas, ha colocado su cubrebocas abajo de la nariz. Apenas logra sentir -como si fuera una caricia de viento que le permite soportar el calor del ambiente-, a esta brisa infecta que ahora la invade. Muchas de las miles de partículas que acaban de abandonar el otro cuerpo alcanzan a introducirse en su organismo.

No lo sabe, pero a partir de este momento, un maravilloso mecanismo de reproducción, que crece en forma exponencial, comenzará a desarrollarse dentro de ella hasta invadirla por completo. Millones de microorganismos encontrarán ahora un nuevo territorio para construir un hogar que, las más de las veces, será transitorio, pero útil para mantener su paso por el mundo.

Debe decirse que no es posible prosperar en esta fantástica aventura sin un poco de suerte. Si la temperatura ambiente o la velocidad del viento hubieran sido diferentes, si el señor hubiera tomado en serio la sugerencia de usar una prenda para cubrir su boca y nariz, o si la muchacha hubiera terminado de comer unos minutos antes, y así hubiera contado con tiempo suficiente para ajustar mejor su cubrebocas, yo no habría podido llegar a esta nueva demarcación. Sí, lo has adivinado, quien te narra este relato es el virus. Déjame contarte mi travesía.

Apenas arribar a este nuevo destino, comienza una labor ardua de colonización. Lo primero es adherirse a alguna célula de la mucosa de la garganta y, de ahí, introducirse en su membrana. Si alguien pudiera retratar este momento, seguro vería una sensual danza fecunda y mortífera, en la que el vaivén del forcejeo anticipa nuestra fatídica victoria sobre los habitantes más pequeños de este cuerpo.

Y es que, luego de penetrar al enemigo, comienza la tarea de multiplicarnos en su interior, hasta que somos tantos que la célula se inunda y es desbordada por nosotros, moribunda, para caer finalmente abatida. De ahí, nuestros vástagos buscarán reproducir este patrón hasta que no quede un solo lugar en el que no estemos presentes.

Ahora que entramos en el cuerpo de esta muchacha, hemos intentado movernos rápido, sin alcanzar la velocidad lograda de otros cuerpos, lamentablemente. Ella es fuerte. Mientras nos alojamos en la garganta comienzo a notarlo y decido que vale más probar con otro organismo, porque en éste queda claro que no tendremos mucho éxito. Convenzo a algunos de mis colegas y buscamos la mejor ruta de salida. Nos despedimos del resto, deseándoles buena suerte en esta empresa, aunque sabemos que muchos de ellos sucumbirán pronto.

No es difícil movernos hacia la boca de la muchacha y, en un nuevo golpe de suerte, ella justo ha visitado al novio hoy en su departamento, tras salir de la oficina. Hace algunos días que no se ven, y esa juventud que aún se les desborda hace que, recién uno frente al otro, comiencen una feroz batalla por conquistar esa otra boca, por exfoliarse los cuerpos con la piel ajena, por inundarse en este sudor compartido que ha quedado después del amor.

Con tal nivel de efervescencia, ha sido sencillo desembarcar en el cuerpo del muchacho. Un pequeño contingente avanza para explorar el terreno y, muy pronto, comenzamos a colonizar.

Miércoles 26. El muchacho ha despertado algo afectado ya. La cabeza le retumba, con fuerza tal que es incapaz de escuchar sus pensamientos en forma clara, al tiempo que sus articulaciones duelen cada vez más. Ha pasado toda la noche tosiendo, al mismo ritmo con que nuestros ejércitos han logrado tomar un número importante de provincias de este novel reino.

Su novia no lo sabe aún, porque tienen poco tiempo de estar juntos, pero este reciente treintañero tiene problemas de coagulación para los que debería tomar las pastillas que le recetó hace un año un médico, pero suele olvidar tomarlas un día sí y los siguientes tres también. Este cuerpo es, sin duda, más apetecible que el anterior.

Jueves 27. El avance de las tropas ha sido muy exitoso y hemos logrado establecer colonias en casi todo este organismo. Su temperatura se ha elevado considerablemente y sus glóbulos blancos han intentado defender con honor el terruño, pero seguimos siendo más en número y nuestro espíritu combativo se mantiene alto.

Aunque la misión lleva buen rumbo, comienzo a pensar que necesito nuevos desafíos. La idea de cambiar de cuerpo me seduce, poco a poco, hasta volverse una convicción. Debo seguir esta aventura de conquista tanto como me sea posible.

Viernes 28. He regresado a la boca del muchacho para planear la siguiente misión. En esta ocasión, sólo he llamado a unos pocos congéneres para que me acompañen, pues ha quedado demostrado que mi capacidad de reproducción es alta y no necesitaré muchos más acompañantes si tengo la fortuna, como hasta ahora, de encontrar otro cuerpo vulnerable.

Los astros parecen alinearse a mi favor, porque la madre de este muchacho ha acudido hoy a visitarlo, para llevarle comida y algunos medicamentos. Aunque usa cubrebocas, ha tenido un fatal descuido al introducir el termómetro en la boca de su hijo, para luego tocarlo con las manos. Nos adherimos al tubo de cristal y luego a su piel. Ahí, en este alojamiento temporal, permanecemos unos minutos en espera de que olvide lavar las manos. La maniobra ha sido arriesgada, pero puede resultar.

Con todo el ritual de preparación de la comida para el vástago, la señora efectivamente ha olvidado lavar sus manos y una bendita picazón en la nariz, producto de largas horas de uso del cubrebocas, ha hecho que, finalmente, esta mujer introduzca sus dedos para saciar aquella urgencia. Hemos franqueado la primera empalizada. Ahora, a la rutina acostumbrada.

Sábado 29. Con esta señora la cosa ha resultado demasiado fácil. El proceso de réplica nos ha resultado más rápido que en ocasiones anteriores, y sus defensas, notoriamente disminuidas e ineficaces, han sido más aliadas que enemigas en esta tarea. En unas cuantas horas experimenta síntomas que la hacen tumbarse en cama muy pronto. Comienzo a pensar que me aburriré muy rápido y necesitaré un nuevo reto.

Domingo 30. Es notable la forma en que el amor suele acompañarse de lealtad. Ni bien amaneció, el esposo de esta señora la ha llevado al hospital, porque sus síntomas eran ya muy fuertes y su capacidad de respiración muy limitada. La han regresado a casa con un tanque de oxígeno -cual centinela-, para mantener el ritmo pulmonar, no sin antes aplicarle una dosis de corticoides que comienza a inquietarme. Mi intuición de ayer era correcta y es momento de dar el siguiente salto. El esposo parece buen objetivo.

Lunes 31. Debo reconocer que la vanidad es un dulce veneno que, una vez que te envuelve en sus coqueteos, anula tu buen juicio y te conduce a una derrota segura. Entrar al cuerpo del esposo fue extremadamente simple. Este señor, que se negaba a seguir las medidas de protección, con tal de no estar lejos de su esposa, ha sido el objetivo más fácil de penetrar en mucho tiempo. Comienza la avanzada de nueva cuenta.

Martes 1. Ya en el cuerpo del esposo, me instalo a mis anchas y creo vástagos a placer, que también se han desdoblado a una velocidad inusitada. Siento una cosquilla, un impulso irracional por extenderme a plenitud en ese territorio, por poseer a este anciano que encuentro suficientemente apetecible para declararlo mi reino definitivo ¡No! –Corrijo- ¡no puedo quedarme aquí, si existen aún otros muchos cuerpos por conquistar!

Ordeno a las tropas actuar sin miramientos y atacar a cuanto soldado enemigo encuentren. En unas cuantas horas, esta persona ha disminuido su oxigenación en forma considerable y su hijo, que ya comienza a recuperarse, decide enviarlo al hospital.

Miércoles 2. Una idea pequeña, pero inquietante, me circunda. Esto de la hospitalización no me da buena espina, pero estoy tan extasiado observando cómo mis pequeños han logrado penetrar en casi todo el organismo, que decido minimizar este pensamiento. Seguramente es sólo esa duda recurrente que aparece cuando la victoria se presenta de forma tan sencilla. Debo, más bien, concentrarme en terminar esta empresa y planear el siguiente asalto.

Jueves 3. Acabo de recordar por qué solía hacerle caso a esas advertencias que se me aparecen, frecuentemente, durante la batalla. El señor ha sido aislado en un cuarto, en estado crítico, y no hay prácticamente ninguna persona cerca para comenzar un nuevo viaje de conquista. Sólo acude ocasionalmente un médico que va totalmente cubierto y no ofrece ninguna posibilidad real de contagio.

Podría arriesgarme a quedar adherido a sus ropas, pero permanecer en el ambiente por mucho tiempo casi siempre es apostar a una muerte segura. Necesito idear un plan alterno en forma rápida.

Viernes 4. Ahora sí estoy realmente preocupado. Sigo sin encontrar una vía de salida y este hombre comienza a mostrar signos de que no resistirá mucho más. Incluso, aquellos de mis congéneres que no son tan listos como yo, han comenzado a notar que el panorama no luce prometedor. En un acto desesperado, pero absurdo, han acelerado su proceso de reproducción, pensando que eso los salvará, pero eso sólo ha hecho que el paciente se enfile en una ruta descendente cada vez más rápida hacia la muerte. Por primera vez desde que comenzó esta guerra tengo miedo.

Sábado 5. Todo está perdido. Hace unos instantes empezaron a fallarle a este viejo algunos de los órganos, y ciertos tejidos han comenzado a morir. Veo caer a muchos de mis mejores reclutas y, ahora sí, me he dado por vencido. Me doy cuenta que mi soberbia nubló esa visión tan nítida con la que logré darle a mi especie algunas de sus victorias más memorables. No pude contra esa adictiva sensación de poder conquistar, de forma cada vez más fácil, los nuevos territorios.

Ahora estoy en este cuerpo, atrapado sin posibilidades de escape, esperando un final tan patético como sublime: yo que he sido un vehículo de muerte caigo ahora vencido, desbordado por esa noble misión.

Me informan que las bajas han comenzado a crecer. Ya sólo puedo pensar en cuánto tiempo me queda por delante. -Mi general-, me dice uno de mis subalternos, -me informan que el corazón acaba de detenerse. El final es inminente.

Luego de comunicármelo, este fiel soldado ha enloquecido y comienza a intentar penetrar células muertas. Veo, entonces, cómo una enorme oscuridad comienza a cubrir todo alrededor. Para los humanos, ésta será una victoria pírrica, porque aunque habrán detenido la propagación de mi especie, será sólo de forma limitada y a costa de perder una vida.

Un último pensamiento me acompaña en este desenlace. Pienso en cuán injustamente nos clasifican los humanos, como amenaza, aunque nosotros simplemente intentamos, igual que ellos, sobrevivir, haciendo lo que sabemos hacer, que no es muy diferente a lo que los impulsa a ellos: llegar, observar y vencer, como lo dijo alguno de sus personajes históricos.

También perecemos de formas similares, regularmente súbitas e imprevistas, pero muchas veces producto de la arrogancia. Luego de pensar esto, observo como esa mancha negra que va matando todo a mi paso se aproxima a mí. Ha comenzado a invadirme y dejo de sentir todo alrededor. Dejo que esta marea de vacío me abrace y me cubra con su manto amoroso. Ya vendrán otros a continuar mi tarea.

Diatriba (revisited)

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Inés despertó algo malhumorada, aturdida por el bullicio de la mañana y por el estruendoso despertador a su lado. Abandonó la cama, cobijada por una mezcla de sensaciones encontradas, entre la angustiosa punzada en el bajo vientre que la urgía a ir al baño y las infinitas ganas de permanecer acostada diez minutos más.

Si bien la prisa se desvaneció en cuanto aterrizó en la taza, no fue suficiente para disminuir su mal humor. Se dirigió al lavabo y comenzó a lavar sus manos mientras se observaba, furibunda y cansada, ante aquel espejo. Estuvo a punto de gritar pero se contuvo, aunque se le escapó una idea entre gruñidos: ¡Este virus tiene mi vida colapsada!

Tomó el cepillo de dientes y comenzó a frotarlo fuerte en su boca. Recordó, aún iracunda, un tiempo no tan lejano en el que podía salir a caminar por las mañanas, antes de comenzar la rutina cotidiana, y que, tras su paso, podía percibir el olor de las flores y sentir aquel frío de la mañana que le inundaba el pecho.

No tenía que angustiarse, como ahora, con ese maldito trozo de tela que, escurridizo, se le cae constantemente hasta el borde del labio superior y que debe ir vigilando y reacomodando a cada paso. Su atención, en aquel tiempo -cada vez más lejano en su memoria-, estaba completamente centrada en la belleza del entorno, que se le mostraba todos los días, novedosa y fresca.

También añoraba esa posibilidad, siempre latente, de poder tocar a las personas. Sobre todo extrañaba a los amigos, poder intercambiar abrazos y jugueteos durante las reuniones sin motivo necesario; o esas charlas interminables sobre lo que iban descubriendo del mundo, y la certeza de saber que, aunque la alegría de los encuentros terminaría, más temprano que tarde se volverían a encontrar en otro espacio.

Eso último le pesaba en extremo: la distancia con respecto al mundo, impuesta sin posibilidad alguna de desacato. Los muros de aquella casa en la que ahora habitaba casi todo el día, le resultaban enormes e infranqueables ahora y, poco a poco, la iban asfixiando conforme avanzaban los días.

Comenzó a preguntar a su familia, desde semanas atrás, si sabían algo sobre un posible final del confinamiento, pero siempre recibía miradas de angustia y desilusión, que se acompañaban de un escueto: falta poco.

No es que antes de toda esta locura fuera libre por completo, pero sí añoraba esa facilidad con que podía avanzar por la vida sin necesidad de cuidar cada movimiento o de perder tiempo valioso con las medidas de higiene.

Aunque se sentía impotente, conforme fue repasando estos recuerdos e ideas se tranquilizó, a pesar de todavía experimentar algo de desesperanza y frustración. Regresó, de súbito, al momento presente. Casi había terminado de lavar los dientes y debía apurarse para desayunar.

Seleccionó un atuendo sencillo y fácil de poner. Total, cada vez le importaba menos lo que opinaran sobre su apariencia aquellos rostros detrás de la pantalla que le acompañaban en las labores, durante la semana. Sólo le importaba un poco no lucir muy despeinada, así es que se esmeró en desenmarañar el cabello y mojarlo, ligeramente. Lo ató con una liga y torció un poco con las manos aquella cola resultante.

Vertió un poco de perfume sobre su cuerpo y se detuvo nuevamente frente al espejo. Casi no podía reconocerse ya. El encierro había vuelto más duro su rostro. No recordaba haber esbozado una sonrisa en estos meses. Observaba, más bien, una profunda tristeza que se había enraizado en sus pupilas. Extrañaba el optimismo espontáneo con que encaraba los días hasta hace no tanto tiempo.

Suspiró derrotada, pero con un dejo de resignación. Dedicó una última mirada a aquella silueta taciturna y se preparó para lo inevitable. Ni bien había avanzado dos pasos, escuchó aquella voz maternal -que había sido su remanso en este infierno-, decirle: ¡Inés, ya ven a desayunar que vas a conectarte tarde a tu clase!

La niña siguió su paso, lento pero firme, mientras contestaba: ¡Ya voy, mamá, ya terminé de arreglarme!

Llegó a la mesa, aún sin muchas ganas, y se sentó a engullir aquel huevo revuelto que la esperaba, humeante. Su mamá le acarició una mejilla y le hizo un guiño. De pronto, la esperanza se había posado nuevamente sobre aquella chiquilla. Masticó con prisa, pero durante los siguientes minutos se sintió segura, envuelta en los mimos de aquella mujer.

Limpió su boca y se levantó rumbo al escritorio en el que, tras la pantalla, le esperaban inquietos los comparsas de esta fatídica representación escolar. Suspiró fuerte, al tiempo en que se preguntaba si era la única de su clase que tenía estos sentimientos. Giró la mirada al frente y saludó a la comitiva.

La pausa

Al despertar de un sueño, lo primero que hacemos es reconocer el entorno y paulatinamente, a nosotros mismos. Es un mecanismo extraño, ajeno. No importa las veces que lo hayamos experimentado, emergemos de la bruma del sueño parciales, incompletos. El proceso que nos devuelve es incomprensible pero casual. Cotidiano.

Otras interrupciones ocurren en nuestra vida, otras pausas. Algunas son impuestas por el azar, otras por el destino. Las menos, por la voluntad. La distancia entre los dos sucesos, el anterior y el nuevo, es una entidad casi corpórea. La pausa es inaccesible pero no menos real que nosotros mismos. Una parte de su tejido es el tiempo, otro la memoria, otro el vacío.

El mundo y sus objetos

Tengo una biblioteca mínima. Dos libreros, con diez repisas, quizá cien volúmenes. En sus lomos están todos los nombres y en su interior todos los días del pasado. Incluso entre las narraciones futuristas está el pasado: estrellas rojas y hombres del desierto. Entre todos estos libros está un dispositivo electrónico. En sus entrañas de plástico y de metales raros, podrían existir todos los libros que Borges soñara. Hay dos variaciones del mismo tema que ensayó el argentino: una biblioteca infinita, un libro infinito. Las dos versiones y sus consecuencias caben en esa tableta que pesa menos que el fragmento de arcilla que usaran los fenicios. Pero a los hombres, a algunos hombres, les gustan los objetos, y uno solo de ellos no basta para apaciguar la sed de aromas y texturas. En los lomos de los volúmenes rojos hay cierto aire de importancia, como de elegancia recuperada de las ciénegas. Hay otros lomos de carácter modesto, con más historia de la que el propio autor nos cuenta. Es extraño que de ciertas cosas infinitas no emane misterio, mientras que de un minúsculo encuadernado se respiren las calles de Inglaterra, la que no existió jamás salvo en las páginas de Verne, y que desde ellos nos ilumine la luz eterna de los cielos que Chéjov creo para nosotros.

Getto (revisited)

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León suspiró profundo y se talló los ojos con fuerza. Estaba exhausto de revisar documentos en la computadora y decidió hacer una pausa. Llevaba ya algunos meses trabajando en su tesis de maestría y, a estas alturas, avanzaba lento en su escritura. Su estómago le recordó, con un fuerte gruñido, que no había comido en un buen rato, y decidió hacer algo para remediarlo.

Se sentía agotado y tenía ánimos para prepararse algo con los pocos insumos que aún quedaban en su refrigerador. Pensó que lo más sencillo sería salir a la tienda de la esquina y comprar alguno de esos paquetes de comida preparada que sólo se meten en el horno de microondas y están listos para comerse.

Tomó su cartera y las llaves del departamento y, antes de partir, miró alrededor para revisar que no olvidara algo importante. Repasó además sus bolsillos, por si acaso. Luego de unos segundos de pensarlo, concluyó que tenía todo lo que necesitaba. Caminó hacia el elevador, pero no dejó de experimentar ese ligero dejo de angustia: mantenía la idea de que algo faltaba, incluso esa sensación que se experimenta cuando uno sueña que sale sin pantalones a la calle.

Decidió dejarle de dar importancia a esa idea. Al abrirse las puertas del elevador, se enfiló, seguro, hacia la salida del edificio. Cruzó el portón y comenzó a caminar hacia la tienda. Repasó mentalmente cuáles podrían ser las opciones de comida a elegir, para llegar con una decisión tomada y no perder tiempo. El hambre le recorría cada vez más fuerte.

Mientras se aproximaba a la tienda, se rascó la cabeza en forma instintiva y, luego, bajó la mano para acomodarse el cubrebocas. Aspiró profundo, abrió aún más los ojos y sintió un golpe seco en el abdomen ¡Eso era lo que había olvidado! Se sentía no sólo desnudo, sino transgresor y suicida.

Cambió, apresurado, el sentido de sus pasos y unos minutos después entró al edificio, mientras observaba alrededor para detectar si alguien lo había visto. Caminó hacia el elevador, aliviado por encontrar despejado el camino, pero justo antes de ingresar se encontró con uno de sus vecinos -un viejo refunfuñón con el que solía discutir en las reuniones vecinales-, quien lo había observado desde su ingreso al edificio.

No había forma de evadirlo. Saludó discretamente, ante la mirada inquisidora del anciano, e ingresó al elevador. De pronto, una ligera cosquilla comenzó a crecer en la nariz de León. Respiró fuerte para contenerla, pero ésta se expandió en forma inevitable hasta salir como estruendoso estornudo. Alcanzó a atajarlo con el antebrazo, como recomendaban los cánones. El viejo le dedicó una mirada de asco, y terror a la vez, y se alejó rápido, sin voltear.

León se sintió derrotado, aunque no sabía si era por ser descubierto sin el cubreboca, o como resultado de esa sensación de cansancio transitorio que queda luego de luchar contra la salida de un estornudo. Regresó a su departamento y ya no tuvo ganas de salir por alimentos. Era mejor cocinarse cualquier cosa. Deseaba que el haberse encontrado expuesto, ante aquel vetusto enemigo, no tuviera consecuencias negativas.

Esa noche durmió tranquilo, pese a todo, y despertó contento. Había descansado lo suficiente y estaba listo para retomar sus actividades, pero antes debía ir al supermercado, pues la noche anterior se había percatado que, con esa última cena improvisada, se habían terminado los víveres.

Lavó sus dientes y rostro, y se puso lo primero que encontró en el guardarropa. Ya se bañaría al regresar de las compras. Tomó lo necesario para ir al supermercado y salió con paso apresurado.

Ni bien había atravesado el pasillo que lo conducía al elevador, notó que tres de los vecinos se asomaron en cuanto él cerró su puerta. Todos le dedicaron miradas de furia, e inmediatamente después, cerraron con fuerza sus entradas. Una cuarta vecina se apresuró para alcanzar el elevador, una vez que León lo había abordado, pero al notar que era el muchacho quien le acompañaría en el viaje, dibujó una expresión de horror y se dio la media vuelta, para tomar las escaleras.

León comenzó a sentirse preocupado. Llego a la planta baja y caminó rumbo a la calle. Ni bien había avanzado unos metros, escuchó un atomizador activarse y luego esa lluvia de partículas alcoholizadas adhiriéndose a su piel y a sus ojos, que ahora estaban irritados y habían quedado momentáneamente inhabilitados para ver.

Luego de unos segundos recuperó la visión y alcanzó a observar al portero, que a una distancia prudente sostenía el aparato desinfectante y le decía que eran nuevas políticas de higiene del edificio, acordadas recién esa mañana. León no respondió nada y continuó su camino, ya algo molesto.

Al regresar del supermercado notó que algunos vecinos del frente del edificio se asomaban, vigilantes, y que en cuanto lo vieron llegar cerraron sus ventanas. Al entrar al edificio notó que no había nadie en los pasillos -lo cual era extraño de por sí- pero, además, observó que en la recepción había un letrero grande que decía: «condómino, si sospecha que está contagiado con el virus, no salga. Sea consciente y cuide a los demás». Algo definitivamente estaba mal en todo esto.

Llegó a su departamento y descubrió que en la puerta estaba pegado un trozo de papel que decía: ¡no salga, sea responsable! Seguramente esto había sido orquestado por el anciano maldito, que algún rumor habría esparcido. No tenía importancia, León no se metía con casi nadie del edificio y no dejaba que nadie interfiriera en su vida.

Siguió con su rutina durante la tarde, pero decidió salir a estirar las piernas al pasillo de su piso. Nuevamente notó puertas que se abrían al mismo tiempo que la suya y personas asomadas por pequeñas rendijas. Caminó a lo largo del pasillo, ahora desafiante, intentando que alguno de los vecinos saliera y le diera la cara. Sólo escuchó puertas cerrarse y, en su paso por alguno de los departamentos, a un vecino llamar al portero y decirle: está afuera.

Un minuto más tarde, notó el sonido de las puertas del elevador al abrirse, y vio salir al conserje para aproximarse un poco, a suficiente distancia de León. Le dijo que otro de los acuerdos de la reunión de la mañana era que no se podía permanecer en los pasillos, pues sólo se podía transitar por ellos para acceder a los elevadores y escaleras. Eran medidas necesarias para evitar posibles contagios, puntualizó.

León estaba preocupado ahora sí. Le parecía excesivo. Emitió un gruñido y regresó a su departamento, de mala gana. Se sentó de nuevo frente a su computadora, siguió tecleando hasta que el cansancio lo derrotó y se fue a dormir. No cenó, porque el suceso de la tarde le había cerrado el estómago.

Despertó a las ocho de la mañana y tomó una ducha. Se sentía un poco mejor, pero comenzaba a tener miedo. No le gustaba la idea de permanecer encerrado por completo en el departamento, y tampoco que se sospechara de su salud. Preparó un gran desayuno, porque no había comido desde la tarde anterior, y lo terminó con calma. Necesitaba pensar el paso siguiente.

Finalmente, luego de analizar lo sucedido con detenimiento, decidió que iba a hablar con el conserje, para solicitar una reunión con los condóminos en la que les informaría que él estaba sano. Era la mejor forma de encarar todo esto.

Recogió los platos del desayuno y los depositó en el fregadero. Se lavó las manos y salió para llevar a cabo su plan. Se enfiló hacia el elevador y se acomodó para esperarlo, pero observó que tenía un letrero que decía: no funciona. Le pareció extraño, pero decidió bajar por las escaleras.

También le sorprendió que en el siguiente piso no hubiera letrero, y que la luz indicadora de la apertura y cierre de puertas estuviera prendida. Mientras lo analizaba, se dirigió a las escaleras nuevamente y comenzó el descenso. Ni siquiera había avanzado tres escalones cuando sintió una marea que, desde arriba, inundaba todo su cuerpo ¡Alguien le había aventado una cubeta con agua!

La ira comenzó a bordársele en las entrañas. Esto como broma había ido demasiado lejos. Retiró el resto de humedad del cuerpo y, al bajar el brazo, observó que su camisa se había desteñido ¡Estos imbéciles me acaban de aventar agua con cloro! gritó con todas sus fuerzas, al tiempo que el enojo comenzaba a convertirse en pánico. Corrió escaleras arriba hasta su departamento, lo cerró con llave y se dio nuevamente un baño para retirar cualquier residuo clorado.

No reconocía ni sus pensamientos y su cuerpo temblaba sin control, envuelto aún en esa amalgama que había forjado entre la ira y el pánico. Salió de la ducha y se tendió sobre la cama, en posición fetal, mientras lloraba con fuerza. La gente había enloquecido con esta maldita pandemia, alcanzó a pensar entre sollozos.

El resto del día permaneció en su cuarto, casi en estado vegetativo. Sólo por la noche decidió acudir a la cocina, pero su hambre seguía en pausa de cualquier forma. Tomó una fruta al azar y apenas si la mordisqueó. Se tiró nuevamente sobre la cama, a terminar el día como fuera posible.

Estaba exhausto, pero no lograba conciliar el sueño. Una y otra vez tenía la sensación de aquel líquido quebrantando su cuerpo, y luego imaginaba que su piel se desprendía poco a poco, mientras sus músculos, articulaciones y huesos se diluían hasta formar un charco. Despertó en cuanto se percató de lo absurdo de esa idea. Estaba teniendo una pesadilla.

Volteó a ver al reloj de pared. Eran las cuatro de la mañana. Intentó dormir de nuevo, pero sólo consiguió hacerlo por espacios cortos, que eran interrumpidos por cualquier sonido que viniera de la calle.

Recién como a las siete y media de la mañana, más por cansancio que otro motivo, el sueño finalmente lo cobijó un par de horas. Despertó con una terrible punzada en la cabeza. Tomó agua y se recostó de nuevo. Una hora después, sin lograr dormir de nuevo, se sentó en la cama. No podía estar así por siempre.

Lo más sensato era salir a practicarse un examen y esperar los resultados para mostrárselos a todos ¡Eso iba a hacer! Se lavó la cara y los dientes, se cambió de ropa y se dirigió a la entrada. Tomó la perilla y la giró. Cuando se dispuso a avanzar, la puerta no se movió y él, que no dejó que avanzar, terminó chocando con aquel objeto.

Se sorprendió y lo intentó nuevamente. Obtuvo el mismo resultado, pero esta vez escuchó que la puerta avanzaba un poco, aunque topaba con alguna cosa al otro lado.

Empujó nuevamente con más fuerza, pero la puerta apenas se alcanzó a desplazar medio centímetro. Eso era suficiente para observar lo que había tras la entrada. Era un mueble que la tapaba por completo. Sintió nuevamente pánico y pensó que ahora sí iba a morir pronto, una vez que sus provisiones se terminaran, porque definitivamente no volvería a salir de ahí.

Ese día, de nueva cuenta, lo pasó casi inmóvil, pero ahora tirado en el suelo de su sala. No alcanzaba a comprender los motivos de un plan tan siniestro como éste. Decidió quedarse ahí, quieto, a esperar la muerte. Como había descansado poco, cerró los ojos, permaneció dormido buena parte del día y continuó así toda la noche.

A la mañana siguiente, ya descansado y con la mente más clara, decidió que no iba a morir de esa manera y que tenía que salir a practicarse una prueba. Si no podía hacerlo por la puerta, lo haría por la ventana. Se asomó y vio que como a un metro de la cornisa estaba una escalera de emergencia.

Tendría que avanzar un poco, sorteando el vacío que se asomaba a un costado, pero si lo hacía lento, y luego pegaba un pequeño brinco, podía alcanzar la escalera. Avanzó a pesar del vértigo que sufría en ese momento. Era más fuerte su deseo por terminar con esta mala experiencia.

Justo en la orilla, a punto de brincar, se resbaló un poco, pero alcanzó a estirar su brazo y a agarrar la escalera, aunque se dio un buen golpe contra ella y quedó sólo agarrado de esa mano. Rápidamente usó la otra para afianzarse y puso su pie izquierdo en el escalón más cercano. Luego de eso, bajó por completo y se dirigió al laboratorio más cercano. El cuerpo le dolía, pero la necesidad de llegar a su destino le servía un poco de anestesia.

Tras 45 minutos de espera, finalmente pudo realizarse la prueba y regresó a casa. Entró por la puerta principal, confiado, y dedicó una mirada de desprecio al portero, que lo observaba sorprendido. Subió por el elevador y, al llegar a su puerta, empujó la cómoda que impedía el paso a su hogar.

Ya adentro, se sintió más tranquilo y se dedicó al avance de su tesis durante los siguientes dos días. Había dejado de trabajar demasiado y tenía que recuperar el ritmo de escritura. Exactamente 55 horas después, recibió un correo electrónico con los resultados. Lo abrió nervioso y miró al final del informe: “resultado negativo al virus”. Soltó una risa nerviosa y respiró aliviado.

Después de eso, imprimió muchas copias del examen y las pegó en cuanto espacio común pudo. Quería gritarles a todos sus vecinos que ellos eran los verdaderos enfermos, pero se contuvo. Regresó al departamento y permaneció ahí el resto del día.

A la mañana siguiente decidió salir a comprar algo para desayunar, y de paso ver si había resultado bien su estrategia. Se encontró con algunos vecinos, y recibió lo mismo miradas de tímido arrepentimiento que de indiferencia, pero ninguna que mostrara empatía. Era como si la hoja de resultados estuviera escrita en otro idioma o que anunciara, con desgano, la noticia que estuvo en los diarios la semana anterior.

No le importaba ya. Aunque no pensaba hacerlo aún, terminaría por vender ese departamento e irse de ahí, sin importar que hubiera sido la única herencia que le dejó su padre. No quería saber nada de ese lugar. Compró la comida y regresó al edificio. En la entrada estaba nuevamente aquel anciano inmundo. Decidió no regalarle ni una pista de su enojo. Le dijo buenos días y siguió caminando.

El viejo le dedicó la mirada de desprecio acostumbrada y, antes de que entrara León al elevador, le lanzó un disparo de solución alcoholizada. El muchacho lo miró sorprendido y el señor le contestó burlón: ¡Por si acaso!

León soltó una carcajada, todavía molesto y cruzó la puerta. Pensó entonces que el mundo se había vuelto ininteligible desde la llegada del virus. O tal vez sólo se mostraba, al fin desnudo, tal cual había sido siempre.

Circadiano (revisited)

Creo estar dormida. De repente, un extraño ruido, distante, va creciendo en intensidad dentro de mis oídos hasta que mi mente, aún difusa, identifica que aquel perturbador sonido pertenece al golpeteo de un martillo. Según parece, proviene de la ventana de uno de mis vecinos, aunque todo alrededor es todavía turbio.

Ni bien he pensado esto, un cuestionamiento, que ha comenzado a inquietarme, asalta mi cabeza: ¿Qué hora es? Abro rápido los ojos y recorro el horizonte visible para obtener una respuesta. La luz inunda mi cuarto, pero eso no representa pista alguna, pues mi departamento suele estar iluminado casi todo el día. Al menos sé que no es de noche, pero eso no es alentador porque puede significar que voy tarde para cualquier cosa.

Observo mi ropa, para ver si eso me da alguna pista de en qué momento estoy. Llevo puesta mi bata y mi pijama. Esto podría darme más información, pero inmediatamente recuerdo que, hace meses, desde el comienzo del confinamiento, suelo usar ropa de dormir durante el día.

De cualquier forma, el golpe de adrenalina que recién experimenté ha terminado de despertarme -ahora sí-, y entonces los recuerdos empiezan a acomodarse. Debí quedarme dormida después de que terminara la clase virtual de Daniel, mi hijo ¡Claro, ya lo recuerdo! Estaba agotada y, al concluir su sesión virtual, lo senté en el sillón de la sala a ver una película y me fui a dormir.

Estiro la mano hacia la cajonera de mi lado izquierdo y agarro mi despertador. Debí haber hecho esto desde el principio, pero todo era confuso. Son las dos de la tarde. Sólo dormí 30 minutos, pero sentí como si hubieran sido tres horas. Debo aprovechar el tiempo que le quede de película a Daniel para darme un baño rápido, cocinar y sentarme a preparar mi clase de las cuatro.

Soy traductora de oficio, y trabajo para una empresa transnacional de componentes electrónicos: realizo las traducciones simultáneas en inglés y francés de las reuniones semanales que sostienen entre las diferentes sedes; y también elaboro, reviso y ajusto las versiones escritas de diferentes documentos de trabajo que utilizan en forma cotidiana.

No obstante, desde que comenzó la pandemia, el flujo de tareas de la empresa disminuyó considerablemente -y mis ingresos también-, por lo que he tenido que ofrecer clases de ambos idiomas para tener el dinero suficiente para cubrir los gastos básicos de la casa.

Edmundo, el papá de Daniel, se fue de casa hace un año y medio y, desde entonces, sólo sabemos de él cada cinco o seis meses, cuando deposita en mi cuenta una cantidad tan ridículamente pequeña que ni siquiera recuerdo el monto, y acompaña el aviso de la transacción realizada con un mensaje en el que le manda saludos a su hijo -para que se los haga llegar yo, claro está-.

A pesar de estar solos, Daniel y yo nos habíamos organizado bastante bien para cumplir con las obligaciones laborales y de la escuela, y para tener un poco de tiempo de convivencia los fines de semana; pero desde que apareció este maldito virus, todo orden posible desapareció.

Desde entonces, mis días transcurren más o menos así: despierto a regañadientes a eso de las 10 de la mañana para darme un baño rápido y luego despertar a Daniel, que me hace el relevo en la regadera mientras le preparo algo para desayunar. Sus sesiones escolares virtuales ocurren de 12 a 2 de la tarde, -aún no sé por qué su maestra eligió ese horario-, y luego tiene que dedicar casi toda la tarde a resolver los ejercicios y tareas, que cada día son más complicados y extensos.

Mientras él toma clase, yo aprovecho para avanzar lo más posible en las traducciones del mes que, aunque ahora son menores, requieren tiempo y concentración; pero como todos mis vecinos están confinados en el edificio, el ruido puede llegar a ser insoportable y no logro avanzar mucho en ese lapso.

Al finalizar las sesiones de Daniel preparo la comida, mientras él limpia un poco nuestro departamento, que no es muy grande. Comemos, y de ahí, cada uno a sus rutinas: él a sufrir con las tareas y yo a preparar clases.

En los días buenos imparto hasta cuatro sesiones de una hora, por lo que termino entre 8 y 9 de la noche. Aunque esos días son desgastantes, son los que permiten que pueda obtener una parte importante del ingreso necesario para completar los gastos del mes. No todas las semanas son buenas, pero hasta ahora he podido lidiar con el pago de las cosas más importantes.

Al terminar la última clase, preparamos la cena y, después de alimentarse, mi hijo se va a la cama, ya exhausto, aunque pide que lo acompañe unos 10 minutos, en lo que concilia el sueño. Luego retomo ya con más velocidad y concentración las traducciones y, si me da la energía, avanzo un poco en la planeación de clase. Por lo regular son las 3 o 4 de la mañana cuando aterrizo finalmente en cama.

Muchas veces no tengo ni idea de la hora que es, pues dejé de usar reloj de mano debido a las medidas sanitarias, y ahora ya ni siquiera tiene pila. Lo que me salva es que tengo programadas más de diez alarmas en mi celular, para que me avisen de las cosas urgentes.

El tiempo se ha vuelto tan borroso en estos meses. Un día puede parecer tan similar al siguiente o ser completamente distinto, pero eso no depende de la secuencia de actividades, sino de qué tantos imprevistos aparecen, precisamente por no tener una noción clara de las horas y los minutos.

Hoy, luego de muchas semanas de actividad continua, decidí dormir una siesta porque ya no soporto más el cansancio, pero siento que el resto de mi día se volverá insoportable por haberme permitido este pequeño lujo.

Siento a mi cuerpo muy torpe y a mis pensamientos aún más. Tengo la impresión de estar todavía en el umbral de los sueños y, al mismo tiempo, de que el mundo avanza rápido mientras lo veo pasar ante mis ojos. Me ha tomado unos 15 minutos retomar el ritmo de lo cotidiano.

Termino de preparar la comida con aquello que voy encontrando de las sobras de otros días. Estoy muy inquieta, porque no logro recordar dónde dejé mis apuntes de clase. Le pregunto a Daniel, pero tampoco lo recuerda en ese momento, y además no me presta mucha atención, porque ya lidia con sus propias angustias al tener que resolver problemas de geometría.

Poco a poco mis ideas y movimientos regresan al ritmo normal, pero sigo sin encontrar mis papeles y ya sólo falta media hora para la clase. Engullo rápido y sin ver lo que llevo a la boca, porque mi mente sigue concentrada en la revisión de cada espacio de la casa para averiguar dónde se encuentran mis apuntes.

Finalmente, dos bocados antes de terminar, recuerdo dónde los dejé y voy hasta allá. Me olvido por completo de mi comida y reviso lo que tengo que exponer hoy. Quedan cinco minutos para comenzar la conexión. Mientras leo apresurada mis notas me pongo un saco que hoy combina perfecto con mi playera y mis pantalones de pijama.

Tengo previamente seleccionadas seis combinaciones de prendas que me permiten lucir profesional frente a la cámara -sin perder la comodidad de mi atuendo cotidiano-, y cada semana hago combinaciones distintas con ellas.

La angustia de no estar preparada me ha dejado un poco acelerada -y mis alumnos de la primera clase lo notan-, porque me detienen constantemente para repasar algunos conceptos que no han quedado claros. Puedo notar en sus rostros algo de molestia. Espero no decidan abandonar el curso.

Conforme avanza la tarde he ido recuperando ritmo, pero todavía me siento algo aturdida. Luego de un café entre clases y algunos ejercicios de respiración cierro la sesión de las ocho, ya en buena forma.

Regreso con Daniel, que hoy ha terminado antes sus pendientes, por lo que mira la televisión desde hace un rato. Le preparo de cenar mientras él alista su cama para dormir. Está agotado también y no tarda mucho en dormirse.

Retomo la traducción de un comunicado que enumera las medidas que adoptará la empresa para tener una ocupación presencial del 40 por ciento de trabajadores en sus sedes: Uso obligatorio de cubrebocas y mascarilla durante toda la jornada laboral, que no podrá ser mayor a 6 horas; distancia forzosa de dos metros entre cada estación de trabajo; pausas escalonadas de cinco minutos para que el personal reciba limpieza y desinfección por turnos: cada 60 minutos los empleados que tienen algún trato con proveedores o público, cada 90 aquellos que están obligados a moverse por diferentes módulos de trabajo y, finalmente, cada 120 minutos quienes están asignados a una tarea específica durante toda la jornada.

Como última, pero no menos importante disposición, todos los empleados deberán llevar su propia comida y consumirla en su puesto de trabajo. Al finalizar esto, deberán limpiar los recipientes con toallas sanitarias dispuestas en cada módulo y sus manos con gel desinfectante, provisto también para cada empleado. Todos los desechos deberán ser depositados en contenedores especiales.

Aunque traducir esto no es complicado, me detengo varias veces en el proceso porque no puedo dejar de pensar en cómo se le puede explicar a las personas, en el idioma que sea, que no volverán a sus rutinas acostumbradas, que estarán aisladas y monitoreadas a partir de ahora, como si fueran una máquina más. Imagino sus rostros intranquilos al leer este trozo de papel que ahora configuro en otras lenguas.

Me sorprende, además, la obsesiva exigencia de las instrucciones. Todo estará medido y calculado en forma precisa. Recuerdo entonces haber leído en un viejo texto de la universidad, en la clase de administración, que este modelo de trabajo ya existía hace mucho. Le llamaban Ford-taylorismo y basaba su éxito en esa cadencia ininterrumpida de movimientos alineados a una cadena de montaje.

Se supone que habíamos superado eso hace mucho, pero todo parece siempre retornar al mismo punto, tarde o temprano. Mientras pienso esto último, tengo la impresión de haberlo leído ya en alguna parte, pero no recuerdo dónde.

Imagino sus nuevas rutinas, prácticamente carcelarias, y las comparo con las mías. En realidad no hay gran diferencia. Yo soy esclava de la ambigüedad del tiempo tanto como ellos lo son de la higiene y la distancia.

Por un instante añoro esa vieja libertad que tenía hace algunos meses, antes de que comenzara todo esto, pero rápidamente cambio de parecer, pues acabo de recordar que en realidad sólo transitaba entre mis rutinas laborales y las domésticas.

Se me escapa una risa irónica. En realidad lo único diferente ahora es que estoy consciente de que nunca fui libre. Mi corazón se estruja al pensarlo ¡Quisiera mandar a la mierda todo! Inmediatamente después de pensarlo sonrío, con gesto irónico. De todos modos, no sé qué otra cosa podría hacer de mi vida, salvo esto, así es que abandono mis intenciones libertarias.

Entre ideas y tecleos, mis párpados comienzan a juntarse. Mi noción de lo real es cada vez más espesa y borrosa. Sin consultar el reloj, asumo que es muy tarde ya. En algún momento, que no identifico bien, dejo de estar despierta.

Todo vuelve a ser calma y silencio. Mi mente reposa al fin en las mansas aguas del sueño. Puedo sentirme cobijada dulcemente por mi respiración pausada.

Despierto de pronto, asustada, y en automático estoy casi de pie, a la orilla de mi cama. Mi respiración está agitada. He tenido un sueño en el que un terrible virus obligaba a la humanidad a mantenerse confinada durante semanas o meses. Era desesperante.

Soñé también que Daniel y yo éramos esclavos de la ausencia de tiempo y que nos convertíamos en autómatas ¿o no era un sueño? Me invade un calor expansivo en la boca del estómago. Volteo a verme y me descubro en pijama. Doy una mirada rápida alrededor y veo que ya es de día, pero no sé si eso sea suficiente información.

Volteo a ver el despertador. Son las siete de la mañana. Creo que sólo fue un engaño de mi mente, una broma pesada. Quiero dormir unos minutos más antes de comenzar la rutina que me llevará a la oficina. Cierro los ojos, aunque mantengo un poco el estado de alerta. Me sumerjo de nuevo en la somnolencia.

Despierto nuevamente agitada ¿cuánto tiempo ha pasado desde que cerré los ojos? Me duele la cabeza demasiado. La luz me invade la mirada, la desborda y engulle. No alcanzo a reconocer el sitio en el que estoy, ni la hora que es. Sólo alcanzo a percibir, entre penumbras, esa extraña sensación de estar dormida.

BURBUJA

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Ilustración: Sylvaine Nieto

Mayu piensa con una rapidez que no deja de sorprender a sus colegas. A base de práctica, ha logrado convertirse en una máquina de procesamiento de información y de análisis preciso de escenarios de riesgo. Ha debido hacerlo así porque una mujer, en el mundo financiero, tiene que desarrollar habilidades extraordinarias para despuntar.

Está muy cerca de convertirse en socia senior de su compañía y no puede permitirse distracciones en la oficina que la desvíen de este propósito. Por ello, se ha ganado fama de antipática entre sus compañeros, pero, al mismo tiempo, es tan buena en su trabajo que todos han tenido que recurrir a su ayuda en algún momento.

No les desagrada, pues incluso la han invitado a salir después de la jornada -en varias ocasiones-, pero Mayu siempre rechaza las invitaciones con el argumento de que tiene pendientes por resolver.

Hoy, jueves, ha sido un día particularmente duro en el trabajo, y esta chica ha tenido que salvar la jornada en varias ocasiones. Mientras resuelve contingencias, Mayu ha estado fantaseando con llegar a casa y echarse en el sillón, con una cerveza en mano, para escuchar su respiración y distinguirla del silencio que desea como aderezo de esta apetitosa escena.

Luego, le encantaría poder tomar un baño y sentir que el agua le arranca la rutina del cuerpo y le permite percibir cada centímetro de su piel, hasta reconstruir un mapa exacto de sus huesos, músculos, folículos y articulaciones.

Tras la ducha, una taza de té y algún platillo delicioso que se prepararía especial y cuidadosamente para la ocasión y, después, retomar alguna lectura pendiente o tal vez mirar un poco de televisión, como pretexto para imaginar todos esos posibles futuros que considera inalcanzables, o para escuchar y abrazar un poco sus pensamientos, o simplemente para regresar al silencio y contemplarlo, con la parafernalia del show bussiness como música de fondo.

Después, imagina aterrizar en cama, rozar un poco aquellas sábanas que le cuidan el sueño cada noche, y jugar un poco a tocar tímidamente sus ingles y observar a la piel contraerse.

A partir de ahí, le gustaría sentir ese desborde lento, húmedo e inexorable que nace en sus entrañas hasta asomarse por la vulva; aproximar las yemas de los dedos para explorar esta bahía en que el oleaje amenaza ya con desbordársele; y emprender finalmente la minuciosa expedición -sin prisa-, hasta arribar a esa explosión fatídica que desarticule su espíritu del cuerpo por algunos instantes.

Le encantaría entonces dejarse caer durante algunos minutos –exhausta-, para abrazar los jadeos y sentir esa otra humedad, que desde su frente emprende rutas insospechadas y termina por colisionar en sus sábanas. De ahí, una vuelta rápida al baño para asearse un poco, y de regreso a la cama, rumbo al territorio onírico.

Hoy ha tenido esta fantasía tres veces. Regresa de la ensoñación cada vez más emocionada pero, al mismo tiempo, lo hace con la ineludible sensación de culpa de quien ha desperdiciado minutos valiosos para la resolución de problemas reales.

Por la noche, al salir de la oficina, Mayu vuelve a imaginar distintos escenarios de disfrute mientras va camino a casa. Luego de 35 minutos de viaje, finalmente estaciona el auto, sube las escaleras de su edificio y toma las llaves de su bolso para abrir la segunda puerta del pasillo de la izquierda.

Ni bien ha terminado de girar la perilla, Keimusho, su novio, aparece en la entrada y la recibe con un beso cálido, aunque prudente. Mayu recuerda de pronto que hace dos años ha decidido iniciar una vida con él, y que ahora comparten hogar. No siempre tiene activo ese recuerdo.

En particular hoy, tras las ensoñaciones, lo ha olvidado y, por eso, una sensación de desilusión visita su mente al verlo, aunque la reprime rápido. Ella estuvo convencida, en su momento, de tomar este paso y no debe dar marcha atrás, pese a la sensación de insatisfacción que ocasionalmente experimenta al compartir espacio con este sujeto.

Luego de superar esta breve duda, ha notado que Keimusho está vestido de forma elegante. Al menos más que de costumbre. Le dedica una mirada suspicaz, tras lo cual el muchacho sonríe y le devela el plan de esta noche: uno de sus colegas de trabajo le ha contado de un lugar nuevo, en el que se puede bailar y beber hasta tarde, y ha decidido que esta noche es una buena ocasión para explorarlo.

Mayu siente una pereza inmensa tan sólo de escuchar el plan, pero despide -con un dejo de tristeza- sus ensoñaciones de este día, para comenzar a vestirse para la ocasión. No quiere contrariar a Keimusho y piensa que tal vez sea bueno hacer algo diferente. Más bien, intenta convencerse de ello.

Durante una hora Mayu prácticamente no ha cruzado palabra con Keimusho. No ha hecho falta. Por un lado, el muchacho se ha dedicado a platicarle sobre su día, sin preguntarle nada sobre el de ella, y por otro, insiste en apresurarla mientras charla.

No es la primera vez que lo hace -y ella odia esa estresante rutina-, pero algo en su interior le impide poner un alto. A veces se siente culpable por no asumir de forma optimista la actitud de Keimusho; y otras, imagina que si detiene la actitud impetuosa y nefasta de su novio, le romperá el corazón y terminará por destruirlo. Desde pequeña ha fantaseado con la idea de que sus palabras destruyen.

Últimamente ha intentado algo nuevo para relajarse un poco ante este escenario. En cuanto Keimusho comienza a hablar, toma -al azar- cualquier palabra de su relato interminable, y a partir de ella comienza a imaginar una historia, de esas que le contaba su mamá cuando era niña, con grandes y arriesgadas aventuras y finales esperanzadores.

Se ha percatado que desde que comenzó con esta costumbre, el tiempo se consume más rápido y ella puede concentrarse en lo que esté haciendo en ese momento. En esta ocasión le ha funcionado de maravilla. Sólo 25 minutos después del aviso de Keimusho sobre el plan para esta noche, Mayu está lista, sobre el asiento del copiloto, resignada a acudir a una velada que apunta a ser insufrible.

Tras llegar al lugar, que no le ha dado buena espina desde la fachada, observa a Keimusho entrar triunfante y dirigirse hacia la mesa en la que les aguardan los compañeros del trabajo, que celebran con júbilo la llegada del muchacho pero, sobre todo, que llegue con su acompañante, que ahora luce como trofeo de una épica masculina inédita. Incluso, por un instante, Mayu sospecha que alguna apuesta está involucrada en tan efusiva celebración.

Keimusho se reúne con sus colegas, casi como en cofradía infantil, para repasar las anécdotas del día. Mayu se sienta del otro lado de la mesa, con las parejas de quienes protagonizan esta saga, que ya conoce bien por estas reuniones, pero con quienes difícilmente encuentra algún tema interesante de conversación.

Dos cosas juegan a su favor en esta ocasión: con el paso de las reuniones ha encontrado algunos asuntos superficiales de plática que le permiten consumir tiempo, pero además ahora ha llegado mientras una de ellas, aburrida por supuesto, ya se desarrolla, y no tiene más que saludar y sumarse –callada-, para cumplir con el requisito.

Las personas de este grupo charlan sobre el reciente boom de monedas virtuales, que de hecho es un tema que domina por sus tareas profesionales, aunque le parece un asunto sin sentido, creado por los financieros contemporáneos para engañar bobos.

Pese a que podría opinar algunas cosas, decide mejor escuchar las opiniones desinformadas y absurdas de quienes le acompañan. En el fondo, le gustaría que la plática girara en torno a temas más relevantes como el poco tiempo que dedicamos a una buena lectura, o lo mucho que consumimos cosas inútiles de forma cotidiana.

Cuando piensa en esos asuntos, Mayu siente que está rebelándose un poco de su vida secuencial y predecible. Siente que por unos instantes se retira la pesada máscara que lleva a diario y puede respirar hasta hinchar los pulmones. Siente, en suma, que esas conversaciones –que sostiene casi siempre sólo consigo misma- la aproximan a vivir.

De hecho, -reflexiona- cada vez más ha sentido la necesidad de brindarle espacio a esas ideas y anhelos. Cuando lo hace experimenta, por supuesto, una sensación de desprendimiento de la vida corriente, pero sobre todo, se siente transportada a un mundo distinto, como si por momentos asumiera otra nacionalidad, o mejor aún, como si se exiliara hacia un territorio nuevo y maravilloso.

Mientras repasa estas ideas, se da cuenta que la conversación ha dado un giro hacia la música que suena actualmente en las estaciones de radio –otro tema que le aburre demasiado-, y que además en el transcurso de la charla anterior nadie le ha pedido opinión.

Se le ocurre entonces, en forma traviesa, poner en marcha un experimento. Durante el presente tema, hará comentarios absurdos para ver las respuestas de sus acompañantes. Luego de la más reciente intervención alcanza a soltar algo así como: ¡en realidad Mozart es lo que los DJ están programando ahora con mucha fuerza!

La persona a su lado la ha volteado a ver con cierta curiosidad. En realidad pareciera más como si le preocupara no haber escuchado a ese Mozart que tan de moda está por estos días. Para disimularlo, le contesta a Mayu con un tímido: es cierto.

El resto le dedica una mirada de cuatro segundos a Mayu, mientras asienten fastidiados, en una clara actitud de ignorarla, y regresan a comentar la opinión de la persona previa. La chica se ha divertido mucho con este primer intento y decide continuarlo. Luego de unos cinco comentarios más, su grupo está completamente desconcertado por las intervenciones y han terminado por responder con ideas aún más absurdas.

A Mayu le resulta cada vez más difícil contener la risa, así es que ha decidido ir a la barra por un trago. De regreso, observa a Keimusho discutir acaloradamente con sus colegas, ya en franco estado de ebriedad. Tal vez es hora de anunciar la retirada, o el muchacho se pondrá inaguantable.

Se aproxima a su novio y lo retira un poco del grupo. Keimusho reacciona algo violento y le pide que no lo mueva de donde está, mientras jala el brazo en sentido contrario. Mayu se siente asustada, pues aunque el muchacho tiene un carácter fuerte, nunca lo ha visto reaccionar con tal ira.

Le pide que se tranquilice, mientras le explica que ya es tarde y que al día siguiente aún hay que ir a trabajar. Keimusho la observa con la mirada desbordada en cólera y comienza a reclamarle por asuntos intrascendentes, al menos desde la opinión de Mayu, que ahora está absolutamente desconcertada y comienza a voltear hacia la salida, para huir lo más rápido posible.

Uno de los colegas de Keimusho advierte la escena y avisa al resto, que acuden ahora al rescate de la muchacha. Luego de algunos forcejeos, convencen al borracho impertinente de que es momento de irse y lo tranquilizan. Mayu no quiere estar al lado de este tipo, y siente que algo en su interior está a punto de explotar con la misma fuerza que los reclamos que acaba de experimentar, pero decide guardar el enojo un rato y resolver –como de costumbre- el problema práctico.

Sube al auto a Keimusho, con la ayuda de sus colegas, y emprende la retirada. En el camino, las ideas fluyen libres por su mente. Algunas de ellas la invitan a retomar las ensoñaciones de esta tarde, para escapar un poco de esta prisión, mientras que otras alimentan en ella una naciente vocación de bomba que espera sólo una caricia del viento para emerger con fuerza.

Keimusho se ha quedado dormido en el camino, y eso le ha facilitado el traslado y le ha permitido acomodar un poco las emociones. Lo despierta con calma y lo guía hasta la cama. Una vez ahí, cierra la puerta de la recámara y se dirige al baño ubicado en la sala, para quitarse el atuendo, lavarse y prepararse para dormir. Al salir, se dirige al sillón mientras toma una frazada pequeña. No desea estar cerca del muchacho por ahora.

Al día siguiente, la comunicación entre ambos es apenas la elemental. Keimusho se siente culpable, pero no expresa su arrepentimiento. No obstante, esto no parece ser un problema para Mayu, que desde ese día ha estado ensoñando cada vez más.

Sobre el muchacho, experimenta una suerte de corto circuito: aunque intenta sentir alguna emoción, algo se ha quebrado desde el incidente y no se siente capaz de enojarse con él, pero tampoco de ilusionarse con la posibilidad de la reconciliación.

Él, por su parte, está convencido que en algún momento ella intentará retomar la plática y arreglar las cosas, como siempre lo ha hecho, y comienza a abandonar ese estado de culpa. Se siente cada vez más pleno y en control de las cosas.

Ha pasado una semana desde el incidente y Mayu está, de nuevo, enfocada en resolverle problemas a su empresa. Sus colegas nuevamente han hecho un intento por invitarla a salir, que en esta ocasión ha resultado exitoso. La chica ha pensado que es una buena excusa para no llegar a casa pronto y ha decidido finalmente aceptar.

Para iniciarla adecuadamente en esto de las salidas por un trago, le han elegido un bar muy acogedor, ubicado en un sótano, en el que acuden con frecuencia a escuchar música y charlar sobre los dramas de oficina. Aunque Mayu no se siente particularmente emocionada por el lugar, al menos es mejor que aquel en el que tuvo el incidente con Keimusho.

A diferencia de la semana anterior, los colegas de Mayu comienzan a preguntarle por sus gustos e historia. Una diferencia agradable y estimulante, piensa la chica. No les cuenta muchos detalles de su vida, pero sí los suficientes para que todos comenten cosas personales y ella pueda conocerles mejor.

Conforme avanza la velada, incluso se ha animado a cantar un par de canciones con el resto y a reír con los malos chistes de un par de compañeras que siempre amenizan las reuniones con esos relatos. Aunque no le gustaría repetir la experiencia cada semana, Mayu siente que ha valido la pena arriesgarse y que puede salir con este grupo de vez en cuando.

Se ha sentido muy relajada, pero sobre todo, libre, envuelta en un capullo de mismidad, que no había experimentado desde hacía mucho y que ahora está dispuesta a recuperar. De camino retorna a las ensoñaciones, pero en esta ocasión como un acto de resistencia consciente a la prisión en la que ha vivido durante los dos años anteriores.

Sube las escaleras mientras experimenta una emoción mezclada con angustia. Está con la mente y el corazón claros por primera vez en su vida y sabe muy bien lo que hay que hacer.

Entra al departamento y encuentra a Keimusho echado en el sillón, viendo una película. El muchacho la invita a sentarse, con una actitud de despreocupación, pero ella se niega y apaga el televisor. Antes de que él reclame, le dice que ya no quiere vivir con él ni estar en esa relación. No le da mayores detalles, pero le pide que se tome máximo una semana para encontrar otra vivienda y llevarse sus cosas.

Keimusho intenta reclamar de forma airada y agresiva, pero ella se retira de la sala de inmediato y cierra su recamara con seguro. El tipo está desconcertado y aguarda algunos minutos, inmóvil, hasta que comprende que no logrará nada ese día.

Esa noche, se va a dormir al departamento de un amigo y vuelve al día siguiente para insistir en la reconciliación, ahora en una actitud más conciliadora. Mayu mantiene su postura y le recuerda que tiene una semana para llevarse sus cosas. Al día siguiente, Keimusho insiste, ahora en tono suplicante, pero recibe una final negativa. El muchacho, resignado, se lleva sus cosas en el tiempo acordado.

Mayu ha recuperado su respiración ancha y plena. Siente que finalmente tiene todas las posibilidades del mundo ante ella, y no piensa desaprovecharlas. Ha estado investigando sobre lugares para vacacionar y ha encontrado una estupenda cabaña, entre las montañas, que ha decidido alquilar por dos semanas.

Luego de esto, hace el aviso en su empresa de que, por fin, tomará aquellas largas vacaciones que le deben desde hace cinco años y que deja todos los pendientes en orden y a personas que pueden hacerse cargo de ellos durante esta pausa. Aunque su jefe lo ha tomado con molestia, no puede negarle la solicitud, y le ha deseado un feliz descanso al final de la jornada. Al día siguiente, parte rumbo al anhelado destino. Está convencida que ahí encontrará esa burbuja libertaria que tanto ha ensoñado recientemente, pero sobre todo, está segura que la volverá parte permanente de su vida, la convertirá en ese espacio al cual regresar siempre que necesite reencontrarse.

Jiyú (revisited)

La vida comienza, a diario, con el primer aliento de una taza de té. Desde adolescente, Kenzo descubrió su gusto por el Gyokuro, una infusión muy apreciada en su país natal, al que abandonó apenas terminó la universidad. Aunque otra nación lo recibió fraternalmente, siempre sintió nostalgia por el terruño. Por ese motivo, empezar sus días con un poco de Gyokuro era como sentir a Japón en las venas de nuevo, como tocar base.

Ahora trabajaba como programador en una empresa de gestión de contenidos digitales y, con el encierro decretado por el virus, se había convertido en uno de los primeros empleados confinados por la gerencia, pues su trabajo se podía desarrollar perfectamente desde casa.

Kenzo, en realidad, siempre estuvo preparado para este momento: anhelaba desde mucho antes poder pasar todo el día en aquel pequeño edén que había ensamblado en su departamento para trabajar.

Amaba poder estar en aquella silla ergonómica color azul con reposapiés y soporte lumbar, situada frente al escritorio de 79 centímetros de altura -como lo recomendaban los parámetros más actualizados en el tema-, sobre el cual se posaba su teclado con switches optomecánicos mejorados y un travel distance of the keyboard largo, para evitar lesiones por esfuerzo repetitivo; luego del cual se desplegaban, cual centinelas imponentes, dos monitores de 24 pulgadas, ángulo de visión de 178 grados y revestimiento antideslumbrante, que eran acompañados en forma tímida por su bocina inteligente, siempre preparada para reproducir, una y otra vez si era necesario, aquella lista musical tan ecléctica, que incluía lo mismo a rage against the machine o the cranberries que a moby, daft punk o the goo goo dolls.

Era un inmejorable oasis, tanto para los tiempos contingentes en los que vivía en ese momento, como para aquella época en que podía recorrer las calles libremente, aunque decidiera casi siempre no hacerlo.

Prefería estar en casa que en la oficina, porque ya no tenía que lidiar con aquellas distracciones indeseadas, como las de los colegas que se asomaban de repente para contarle chistes malos o para enseñarle fotos de sus hijos realizando las cosas más banales e insulsas.

Desde casa podía poner en práctica por fin aquella técnica del deep work de la que había estado leyendo, y que le planteaba la posibilidad de estar absolutamente concentrado en sus tareas: una suerte de posbudismo para la vida laboral que se había convertido en su anhelado nirvana desde antes del encierro.

Por esas razones, Kenzo no había sufrido ni un poquito el largo confinamiento. Si una palabra definía su vida, esa era jiyú, que podría traducirse como «libertad»: la necesaria para ser quien uno es, pero incluso para ser libre de sí mismo.

El arte de programar, y de hacerlo en aquel espacio tan perfecto, le daba la independencia suficiente para llevar su mente por territorios que la vida “real» y cotidiana jamás le permitiría. No había mayor autonomía que estar enfocado exclusivamente en ese presente simbólico que se le mostraba en pantalla y, al mismo tiempo, estar a una distancia prudente de sí, de sus demonios, de sus nostalgias. Era la mejor forma de pensar sin pensar.

Tenía el control absoluto de su tiempo y podía decidir, incluso, cuándo era el mejor momento para salir del hogar, para ir por provisiones o para cualquier otro asunto, aunque se le ocurrían pocos motivos para abandonar su departamento, salvo el de mantener un acervo suficiente de comida e insumos para la limpieza personal y de su espacio vital.

Su rutina comenzaba cada día con aquella taza de té verde. Luego, se preparaba un poco de arroz cocido con un trozo de salmón, porque era lo que podía cocinar más rápido. A veces, cuando sentía ganas de cambiar el menú, sustituía el pescado por una tortilla de huevo. Comía en 25 minutos. Luego, una ida rápida al baño y después se sentaba frente a la computadora.

Regularmente eran las ocho de la mañana cuando estaba listo para comenzar las labores. Aunque tomaba un receso corto cada noventa minutos, para realizar estiramientos, podían pasar muchas horas antes de que el estómago le advirtiera que era momento de hacer una pausa más larga. Entonces, dedicaba 35 minutos a su alimentación y retomaba la rutina. Era una versión mejorada por él, y ajustada a sus necesidades, de la famosa técnica del pomodoro que tan famosa se había hecho entre sus colegas.

Si bien estaba muy involucrado con su trabajo, se había prometido suspender su jornada, todos los días, a las nueve de la noche como máximo. A partir de ahí, iniciaba su proceso de preparación para dormir: cenaba ligero, por lo general un pan tostado con mantequilla y una última taza de té; luego, leía unas quince páginas de la novela que tuviera en turno; se ejercitaba durante diez minutos para relajar el cuerpo, con la práctica de algunos ejercicios de aikido; para luego tomar una ducha con agua tibia y, de ahí, a la cama.

Seguía esta secuencia de actividades, casi sin variaciones, durante seis días de la semana. Los domingos, al contrario, no realizaba ninguna tarea de oficina, pero era común que hiciera alguna lectura relacionada con su oficio -para mantenerse actualizado- que generalmente provenía de alguno de los seis diferentes boletines informativos a los que estaba suscrito, de acuerdo con los diferentes intereses creativos y profesionales en los que había catalogado sus gustos un par de años atrás. Por las tardes se daba espacio para ver alguna película que tuviera en su lista de pendientes.

Estaba convencido que la única vía para ser libre era la disciplina y, por ello, se sentía orgulloso de haberse adaptado rápido a este régimen de encierro establecido meses atrás. Entre más se parecieran sus días, mejor podía tener control sobre su libertad. Era como decía aquel personaje de esa serie koreana que había visto un tiempo atrás: “sólo quiero que en mi vida no pase nada”.

Hoy, Kenzo despertó algo fastidiado e inapetente, así es que, además del té, sólo recalentó un poco del arroz del día anterior y se sentó a trabajar. Le molestaba tener que variar la rutina por asuntos fútiles como su apetito o la falta de él. Tampoco sentía en ese momento mucha emoción por avanzar en el proyecto que tenía por delante, pero había que enviar pronto un adelanto. Hizo algunas respiraciones profundas y comenzó a teclear.

El tiempo empezó a desvanecerse conforme sus dedos dibujaban nuevos símbolos en la pantalla. Avanzó más rápido de lo que había calculado inicialmente, por lo que tomó la decisión de terminar la primera versión del proyecto al finalizar el día, aunque aún le quedara una semana para la fecha de entrega.

El mundo alrededor lucía más bien difuso, lejano, irreal. Todo lo que existía ahora era un montón de caracteres de colores sobre un fondo azulado. Ese era su amado espacio vital, delineado sobre un perfecto solarized dark y cuyas fronteras terminaban en aquel par de monitores, pero que podían extenderse por los confines del espacio digital.

Recuperó su calma habitual y su alegría. Ese era el territorio libertario que tanto le emocionaba y que ahora estaba ahí, abrazándolo y diciéndole al oído que el mundo podía esperar. En el fondo esa era su verdadera patria y, por ello, a pesar de las minucias de lo cotidiano, podía vivir en éste o en otro país, en la sala de estar o en el cubículo del corporativo: el hogar lo llevaba siempre a cuestas.

Eran las 2:45 de la tarde. Kenzo estaba en el punto más importante del proceso de codificación cuando alcanzó a percibir, distante, una voz que le resultaba familiar. Tardó algunos segundos en fijar la atención en aquel sonido, porque no estaba seguro de reconocerlo del todo, pero finalmente pudo percibir, nítido, aquel llamado que le hacía desear salir de su encierro para conectar con el mundo.

La voz se aproximó cada vez más hasta ser totalmente reconocible y avisarle a Kenzo que el objeto deseado se aproximaba: ¡eloooooteeees! gritaba la voz de un anciano. Aunque el muchacho basaba la mayor parte de su alimentación en la comida japonesa, este manjar lo había seducido irremediablemente desde su llegada al país, y era uno de los pocos motivos que podían hacer que abandonara su nación simbólica por algunos minutos.

La sola imagen de aquella mazorca embadurnada en crema y queso rallado, adornada con unos toques de limón y sal, le producía una cosquilla en las quijadas y una abundante secreción que se le desbordaba entre los labios. Como confirmación del antojo, de su abdomen nació un enérgico reclamo que le pedía ir en busca de aquella maravillosa vianda.

Conocía bien, por el sonido, la distancia a la que se encontraría el vendedor en ese momento y calculó que le daba suficiente tiempo para ir por su cubrebocas y bajar los tres pisos que lo separaban de la calle. Además, el señor de los elotes solía detenerse por algunos minutos en espera de que aparecieran los clientes.

Se paró de la mesa y fue directo a su recamara, donde creyó haber dejado el cubrebocas. Revisó en las cajoneras, a cada lado del colchón, pero no tuvo éxito. Se sorprendió un poco, pero pensó que tal vez lo habría dejado guardado en alguno de los anaqueles del armario. Todavía tenía tiempo suficiente para alcanzar al vendedor.

Exploró cada uno de los compartimentos en forma rápida y fue dejando la ropa en desorden, pero en el mismo sitio. Ninguna señal de aquel maldito trozo de tela. Su corazón comenzó a acelerarse. Buscó en la sección de zapatos, pues a lo mejor lo había tirado ahí mientras revolvía la ropa. Aún nada.

Pensó que podría haberlo dejado en el baño, pues al regresar de la última ocasión en que salió al supermercado tomó una ducha, aunque en realidad era improbable. Se paró en la entrada de esa habitación y la recorrió con la mirada, más bien a la expectativa de que el artefacto se asomara y le dijera ¡aquí estoy! Ningún objeto se movió de su lugar.

Kenzo sudaba ya, mientras pensaba que poco a poco se alejaba su posibilidad de degustar aquel delicioso elote. En un acto desesperado, corrió a la cocina y abrió las puertas de la alacena. Un conjunto de botellas con especias y enlatados resguardaban el lugar. Arriba de ellos, el papel de baño, algunos artículos de limpieza y las servilletas, inmóviles, parecían compadecerse de él. Ningún hallazgo todavía.

Su respiración comenzó a acelerar mientras abandonaba la cocina, porque escuchó la voz del anciano alejarse en forma lenta pero inexorable. Corrió hacia la sala y una silla se le atravesó en el camino. Dio un giro completo, que habría sido la envidia de cualquier gimnasta, y aterrizó en el sillón. Se compuso rápido y levantó los cojines, desesperado, pero ahí tampoco estaba el cubrebocas.

Se quedó inmóvil, por un instante, mientras repasaba en su mente si le faltaba algún sitio del departamento por revisar. La voz del elotero se percibía a una distancia cada vez mayor. Se dirigió al trinchador y abrió los cajones de los cubiertos y la vajilla. Un segundo después, soltó una risa irónica al confirmar su hipótesis de que era una estupidez que estuviera ahí.

Se sintió derrotado. Bajó los brazos y comenzó a sollozar. Era inaceptable haber perdido el cubrebocas. En ese momento un pensamiento lo invadió y se sintió horrorizado ¿Cómo iba a poder salir ahora? ¿Cómo haría para abastecerse? Imaginó entonces que, gradualmente, la muerte llegaría por él. Se visualizó tendido sobre el piso de la sala, deshidratado y hambriento, mientras los vestigios de su respiración se le escapaban del cuerpo.

Del pensamiento fatal pasó al enojo. Cayó en cuenta que, hasta hace algunos meses, él podía decidir si quería permanecer en casa o salir. No importaba que casi no hiciera uso de ese derecho, al menos tenía la posibilidad de elegir. También era libre para sentir el aire entrar directo en sus pulmones, sin esa muralla de tela que lo obligaba a administrar sus inhalaciones.

Cerró los puños y apretó la mandíbula. Parecía como si estuviera a punto de descargar su furia sobre algún objeto pero, en lugar de eso, liberó la tormenta que ya comenzaba a asomarse por sus ojos. Mientras fluía el llanto, se sentía decepcionado por haberse considerado libre hasta ahora. En verdad era un tonto. Su sensación de independencia era tan frágil que aquel pequeño dispositivo desaparecido le había truncado toda posibilidad de moverse más allá de la puerta de su casa.

Se reprendió de inmediato y cortó las lágrimas. Había sido demasiado permisivo con esto de comprar elotes y eso lo había distraído de su proyecto. Se sentó de nuevo frente a la computadora, mientras quitaba con las manos la humedad alojada en su rostro. Observó de vuelta la pantalla y sintió que la temperatura de su cuerpo se elevaba ahora, mientras una punzada aparecía en su cabeza.

Era incapaz de descifrar aquellos símbolos que hasta hace unos minutos eran su idioma favorito. Intentó enfocar un par de veces, pero seguía sin entender nada. Frotó sus ojos, pero eso no mejoró el resultado. Aproximó sus manos a la cabeza y tomó entre sus dedos aquellos cabellos lacios que no había cortado desde hacía mucho tiempo.

Talló con fuerza el cráneo, suspiró profundo y comenzó a resignarse. Bajó las manos lentamente hasta llegar al cuello. Ni bien habían aterrizado sus dedos ahí, registraron de inmediato esa sensación áspera de aquel retazo por el que había emprendido una búsqueda frenética: todo el tiempo había estado ahí, sobre su cuello, ocultándose en el sitio más visible.

Kenzo comenzó a reír. Más bien se le desbordó, durante un buen rato, una mezcla extraña entre carcajadas y sollozos. No podía parar de hacerlo y, al mismo tiempo, no quería. Era lo más cercano que había experimentado a la libertad en toda su vida.

Se dejó caer y rodó por el piso sin control, mientras transitaba por esta amalgama de emociones. No quería detenerse hasta estar seguro de haberse vaciado de sentido. Al fin, luego de un tiempo, paró, miró al techo y se levantó. Se sentía ligero. Miró por la ventana para cerciorarse que nadie lo había observado a la distancia. De inmediato, llamó su atención el arco iris que ahora se asomaba entre los edificios.

Observó las ventanas con mayor detenimiento y se percató que estaban húmedas también. Entendió que el cielo lo había acompañado en esta extraña catarsis y se sintió agradecido. Tomó el cubrebocas y lo subió hasta la nariz. Agarró las llaves y la cartera y se dirigió hacia la puerta. Había una ciudad entera por descubrir allá afuera.

Interludio (revisited)

El día arranca, violento, con los alaridos del despertador: entre sueños, alcanzo a ver que son las 6 de la mañana, mientras el aparato emite alertas intermitentes. Salvo por esta breve interrupción, la casa está completamente revestida de silencio. Mi familia duerme aún, pero yo debo comenzar el trajín matutino.

La alerta declarada ante la mortal enfermedad se mantiene sin fecha final próxima, igual que el encierro en el que se encuentra la mayoría de las personas. Pero yo pertenezco al grupo de los que han tenido que regresar a laborar desde hoy, pues la empresa en la que trabajo realiza actividades permitidas por el gobierno en esta fase.

Me baño en unos cuantos minutos -sin esperar a que caliente el agua-, para continuar con el vacío sonoro que mantiene el ambiente aletargado en casa, y me seco con igual rapidez, por la misma razón, pero también para ganar un poco de calor. Me enfundo en forma lenta pero precisa el uniforme del trabajo y me acomodo el cabello con los dedos.

Salgo hacia la cocina y tomo una pieza de pan dulce, que mastico en forma lenta pero sistemática, mientras caliento agua en un pocillo para mezclarla después con una cucharada de café soluble en una taza. El choque de ambos artefactos es el único sonido que puedo permitirme en estos momentos. Bebo el café con prisa, e inevitablemente me quemo la lengua un par de veces.

Enjuago ligeramente el tarro y me aproximo a la puerta. Tomo el cubrebocas y la careta que recién me han enviado de la empresa. Mientras salgo a la calle, voy sintiendo una creciente aglomeración en la panza. No sé si es el café con pan o la angustia. Es la primera vez que uso estos objetos sobre el rostro y también la primera en que estaré casi todo el día fuera de casa.

Apenas atravieso el umbral de mi guarida, puedo percibir, nítida, la muerte de aquel silencio doméstico: además de los sonidos que emiten algunos pájaros y los vehículos que pasan por la calle, mi espacio auditivo comienza a saturarse con una angustiosa melodía: es mi respiración encapsulada, que batalla para abrirse paso por los resquicios que deja el cubrebocas.

Ese sonido, que crece y decrece en forma constante, me produce desesperación y amenaza con enloquecerme durante los primeros metros de mi caminata pero, conforme avanzo, la sensación cambia y ahora ese balanceo continuo de mi respiración me va sedando progresivamente hasta convertirme en un autómata. Sin notarlo, ya he avanzado un par de calles bajo esta melodía infinita.

También tengo que enfrentar el asunto de la mascarilla, que por mucho que proteja el rostro, ha distorsionado por completo mi percepción de los espacios: ahora todo parece estar más próximo y, constantemente, tengo el temor de chocar con personas y objetos. Aunque parezca absurdo, es como si ese trozo de plástico tapara mis oídos por completo y pusiera en predicamento el balance de mis pisadas.

Además, mi respiración escapa de entre los huecos del cubrebocas y empaña la mascarilla. No sé si lo que me molesta más es que puedo escuchar, nítido, el sonido del vapor impregnarse sobre la superficie plástica, o que tengo que limpiarla cada tres segundos con un pañuelo.

Otra calamidad: el sonido hueco de mis pasos no me deja saber si en verdad alcanzan a tocar el suelo, por lo que tengo la fatídica sensación de que de un momento a otro terminaré por caerme. Para sumar un acorde más a esta fatídica canción, el resorte de la careta y el del cubrebocas aprietan de tal forma que continuamente me rasco la cabeza, y la quijada y el rasgar de mis uñas sobre la piel suena amplificado y se suma a esta acústica machacona.

Para describirlo en breve, me siento como si fuera una mezcla entre astronauta prisionero de la gravedad y automóvil sin parabrisas, en medio de una tormenta. Creo que prefiero mil veces el silencio de casa -pese a los infinitos esfuerzos que hago por mantenerlo mientras me alisto-, que este novedoso concierto que emana de mi cuerpo amurallado.

He avanzado apenas unas calles en los últimos cinco minutos. Parece que nunca fuera a llegar a la estación del subterráneo. Ahora debo atravesar el parque de la colonia que, a pesar del encierro, luce bastante transitado.

A los estridentes cantos de las aves se suman ahora las pisadas de los deportistas madrugadores que circulan sin detenerse; los chirridos de las ramas de la escoba del señor que limpia el parque; el aterrizaje de los escupitajos que los señores aventuran a la acera, sin la menor observancia a las reglas sanitarias; además de los tosidos pobremente atajados por el puño de un anciano que está sentado en una de las bancas cercanas. Esta jungla que recién descubro anticipa, con sus notas musicales, lo que vendrá cuando aborde el transporte público.

Voy a la mitad de mi recorrido por la arboleda cuando un tipo me ataja. Lleva cubrebocas también e intenta preguntarme algo, pero sólo puedo percibir algunos balbuceos que salen de su boca. Le hago una seña para indicarle que no alcanzo a escucharlo y, con mirada de fastidio, alza la voz para preguntarme si conozco la calle de Castaños.

Apenas logro escucharlo, pero comienzo a darle indicaciones, aunque él me detiene con su mano sobre mi hombro para indicarme que ahora es él quien no escucha nada. Una sensación de calor vaporoso sube desde mi estómago hasta la cabeza y, en un tono más alto y enfurecido, comienzo la explicación ante su mirada atenta.

Repite, en forma de pregunta, las últimas dos instrucciones, ya con los decibeles bastante subidos, y contesto en tono afirmativo y con mayor volumen de voz aún. Los habitantes transitorios del parque voltean a vernos, alarmados por los gritos con que nos hemos comunicado. Nos despedimos brevemente y continuamos nuestros caminos.

Justo en las lindes del parque hay un puesto de comida, atendido por una señora de edad avanzada, en el que aguarda una larga fila de personas que no cumplen con la distancia obligada entre ellos. Desde donde estoy, todavía alejado de la cola, se puede escuchar la melodía burbujeante del aceite hirviendo que les anticipa a los clientes un delicioso manjar. La señora utiliza el cubrebocas por debajo de la nariz y se lo quita constantemente para aproximarse a retirar los alimentos del proceso de fritura.

Mientras lo hace, puedo jurar que escucho las gotitas de saliva que abandonan su garganta y aterrizan en el aceite con un tímido blup por sonido final, para confundirse con la ebullición que ya ocurre en aquel cazo. Aunque el olor me seduce, haber imaginado esa escena (¿o sí la vi?), inhibe mi apetito.

Me enfilo a la siguiente calle, que es bastante estrecha, y comienzo el sangoloteo de mi cuerpo -a un ritmo que bien podría ser de mambo-, para esquivar transeúntes, aunque no siempre lo logro: a veces alcanzo a tocar –apenas- una mano por aquí o una pierna por allá. Me he percatado que mi respiración encapsulada sirve como percusión para este pegajoso y obligatorio ritmo que sigo ahora para poder avanzar.

Estoy cubierto de sudor, en parte gracias a la careta empañada, pero también a la tensión que siento en todo el cuerpo ante la posibilidad de exponerme al contagio y diseminar el virus entre mi familia. Conforme camino más, percibo las palpitaciones agitadas del resto, que también retumban en esta serenata mañanera que entonamos todos los caminantes.

Estoy a una calle de llegar a la estación y mi corazón late vigoroso como preludio sonoro de lo que está por ocurrir. Desde donde estoy, alcanzo a escuchar un coro que va subiendo de tono conforme avanzo. Es el bullicio jubiloso de las multitudes que me esperan en la entrada al transporte subterráneo, que ahora se asoma ante mí, imponente.

Sus rumores ensordecedores, que asemejan a cualquier estadio de futbol, me engullen ahora. Adentro me espera esa normalidad que jamás se detuvo, tan virulenta y rítmica. El verdadero concierto empieza ahora. Cierro los ojos, mientras avanzo, y me santiguo.

Desciendo por las escaleras de este novel averno y los sonidos se vuelven cada vez más nítidos: las conversaciones se registran a un volumen más alto que allá afuera, porque muchos de los residentes de la estación lucen orgullosamente desnudo el rostro, y otros simulan usar un cubrebocas que apenas si alcanza a cobijar sus barbillas.

Los rugidos furibundos de la multitud me van envolviendo mientras espero el tren. Imagino las millones de gotículas lanzadas venturosas al aire, en una suerte de marcha fúnebre aleatoria que comienza a asfixiarme con sus acordes infectos. Un sudor frío se abre camino entre mi rostro. Mi corazón comienza un súbito beat que acelera sin descanso dentro de mi pecho y que pronto alcanzará la velocidad de la luz.